"Beatriz Aguirre contestando a la llamada de Marjorie Agosin, que invita a sostener un diálogo con personajes de Maria Luisa Bombal, habla desde el interior de una novela, en su calidad de personaje todavía larvado de protagonista inédita".
Me limito a transcribir un parlamento de lo que se pensó como diálogo pero que devino monólogo:
Tus ojos se entreabren. La franja transparente de tus pupilas te regresa al mundo bajo tus pestañas. Me miras y me doy cuenta que tu mirada se revierte y me aprisiona, me engancha en un espacio pupilar que me refleja. Tu mirada se convierte en la misma mirada a través de la cual yo te miro. Y hablas ahora al silencio de tu cuarto, a los oídos sordos de quienes te rodean. Pero yo recojo tus palabras y las escucho desde tu cuerpo, no desde la vestidura de tu féretro. Recojo tus palabras como recojo y reflejo tu mirada que nos mira.
Allí estás entre sábanas bordadas y perfume de espliego, tus manos recogidas sobre el pecho y tu cabello suelto. Allí están rodeándote todos. ¿Todos?
Tú esperas algo mientras hablas de la lluvia y la sientes caer como si te anegara, como si te traspasara hacia la tierra. Esperas, anticipas un rumor de cascos al galope que te traerá a alguien que aún no mencionas.
Musitas un murmullo que ya no se hace presente en el tiempo, y yo, de alguna manera, reconozco las señales de tu lenguaje, retumba en mi la intensidad y la queja, asumo signos que nos transmitieron y que repetimos sin saber todavía cómo arrancarnos de ellos. Es el mismo lenguaje que encierra las jaquecas de mi historia, el mismo lenguaje para una historia distinta. Entretanto llenas tu espera con la presencia de tus hijos, de tus parientes y de tus amigos. Recuerdas que amabas a tu madre "porque llevaba siempre un velito atado alrededor del sombrero y tenía rico olor". Fue como respondiste a la pregunta de tu padre: "...la querías ...? ¿Y por qué la querías?" Respuesta que éste rechazó porque lo desenmascaraba, porque le avergonzaba asumir la simplicidad de su propia pasión por ella.
No te importaba ser simple frente a quienes despreciaban la simplicidad, expresabas tus caprichos sin pudores, pedías frambuesas cuando no las había o soñabas con árboles siempre más altos que las casas o temías pestañar porque podrías romper con los párpados la atmosfera de cristal que solía envolverte. O te permitías rechazar a Dios porque era tan severo, por estar crucificado en el amor en vez de gozarlo indolentemente, embelleciéndose a su contacto.
Me atrapan tus miradas y tus palabras aunque debiera arrancarme de ellas o caerme con ellas en los espacios vacíos que van dejando las huellas de lo que dices.
No fui como tú a colegio de monjas a vivir sus liturgias y sus manuales, en cambio, caminé a prisa entre las salas de clases, las mejores notas de mis cursos y los besos iniciadores de un compañero. Todo eso mientras me acercaba a la universidad y se separaban estrepitosamente mis padres. Oí gritar a mi madre su despecho y sus amenazas. Mi padre la reemplazó por una mujer que reía fuerte y vestía un abrigo de piel oscura con visos de seda. No fui a colegio de monjas pero otro tipo de liturgia y de manuales nos forzaba la vida.
Esperas todavía. Se te acercan los hijos. No los disfrutaste mayores, se te perdieron al crecer, la adolescencia los fue apartando de tus palabras y de tu alcance. Los perdiste de vista, ya no se reunieron en tu mirada. Lloran ahora lágrimas de culpa, la culpa que busca siempre el lugar en que posarse.
La culpa que me atribuía en los conflictos de mis padres. Nunca pude librarme de ella, la compartía con mi hermana sin unirnos por eso, al contrario, la culpa nos separaba. Mi hermana era la favorita de mi padre, tonta y bella.
Usas un ligero tono frivolo al referir tu belleza, pero es un tono que no alcanza a molestar, es un tono que se excusa, que trata de compensar algo, algo que una siente desprenderse, liberarse de tus recuerdos.
Para contestarte temo que el lenguaje me empine y me denuncie en esa ansiedad que —al contrario de ti— intenta hacer mundo al hablar, intenta dar cuerda al mundo y el mundo se desenrolla haciéndome trastabillar, regresándome al principio, enseñándome que yo no puedo tener lo que quiero sino hacer lo que puedo.
Ruido de cascos al galope entra en tu cuarto. Pasos a la carrera trepan las escalas. La espera se hace presencia ¡Es él!
La exclamación que lanzas se trepa a las alturas y la presencia de ese él se transforma en Dios para tu ansiedad. Y tu ansiedad me repele, vuelvo a ver las lágrimas de mi madre y a experimentar rechazo por el matrimonio de mi hermana. Me duele retroceder hasta ese oculto temor a que otro "él" no llegase: "¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?" Es el eco que nos hizo los oídos, que nos impuso la naturaleza y la ley, que nos dividió entre el ser hombre y el no ser, entre el él y el ella (¿o el "otro"?), "naturaleza" que se niega a reconocer una cultura, una circunstancia social, una contingencia económica. Cumplí mis leyes naturales, me casé sin pasar por los aspavientos religiosos de mi hermana. No acepté velos, ni argolla, ni el posesivo. Lograrlo me costó el oculto rencor inicial de mi marido.
Ricardo te observa desde su tamaño de hombre, observa tu silencio desde el cual le hablas para que él, como antes y ahora, no pueda escucharte. Nunca hubo diálogo entre ustedes y, a pesar de eso, piensas que Ricardo jamás dejó de recordarte. Nunca dejarán de recordarnos; mi marido lo repetía siempre y yo quería creer en perpetuidades. Era la forma de sentirme segura sobre terrenos pantanosos y marginados como los nuestros. La seguridad se cobra muy alta en la imposible libertad.
Pero tú no hablaste jamás de libertad, eras completamente indiferente a sus redobles de tambor, indiferente en la seguridad de tu absoluta diferencia. No había en ti denuncias sociales, tu habla no pasaba por la censura de la razón ni transitaba protocolos del saber. Del "saber" que a mí me enorgullecía tanto porque agregaba un breve eco a cada paso que daba. Un eco de seguridad que me afirmaba y me distinguía, que me investía cierto poder. Sentía habitar ámbitos comunes con heroínas lamentables o admiradas, las que levantaron sus cabezas sobre la masa resignada aunque la ley se las cortara. También pecnotaron esos ámbitos aquellas perversas que cruzaron las fronteras del bien y fueron forzosamente castigadas por una moral que, a pesar de todo, no alcanzó a conjurar con su castigo la enormidad de sus faltas. Mujeres maléficas identificadas con la noche y las brujas, con la luna y los gatos, trepadas sobre la escoba volante de los sueños.
El yo que te refiere es un yo tamizado por el "tú" y espejeado por el "ellos", un yo que desea disolverse en una naturaleza de raíces que succionan sabias subterráneas y plantas que se alimentan en "blandos pozos de helada baba del diablo". Mi yo no me daba paz y el mundo natural se me oponía en una relación de reto y conquista. Mi yo objetivaba todo a sabiendas de que nada se objetiva y, por último, no se resignaba a la integración total con la tierra, a la pérdida de una conciencia vigilada.
Gané mi titulo universitario, extendí mi Curriculum Vitae hacia áreas científicas que me fortalecen en un mundo sobre el cual se debe triunfar, un mundo abismado pavorosamente por la muerte que lo resuma. Despojada de mis fuerzas no sabria, como tú, enfrentarme indefensa a la mirada de aquéllos que me conocieron en la vida. De cierta manera te compadecía por hablar desde la mortaja, desde la vestidura de tu féretro, ahora pienso que esa compasión encubría el miedo. Me aterra abandonar ese vértigo —o que el vértigo me abandone— de estar siempre llegando a ser. Proceso que en ti se tranquiliza en la muerte.
"¿Es preciso morir para saber?" te preguntas observando a Ricardo que ya no podrá jamás encontrarte en su tiempo. Amor/Muerte, las grandes palabras que tú vivías integrada a un mundo que era totalidad de naturaleza, que vivías sin raciocinios: árboles, piel de corteza o de carne, viento, lluvia, rumores, "lo femenino", dicen.
Nos disminuyeron tanto con la palabra "femenino" y "mujer". A mi padre lo castigaban sentándolo con las mujeres en el colegio alemán. Yo no viví esos castigos pero vivi la jerarquía de los sexos. Ser mejor era ser más hombre. Ser mujer, ser ese hombre de sexo femenino. En cambio tú y muy tranquilamente, no hacías "más que flojear". Tú no competías con nadie y aceptabas tu condición de mujer aceptando tus haberes y tus debes, reconociendo a los dos Dioses, al Dios de los tuyos, severo, verdugo de tu hermana, aficionado al martirio, lejano como tu padre y ese otro Dios más simple, más afable y humano, el de Zoila, la mujer que te crió saludando a la luna y temiendo a los espejos. Más tuyo.
Te resignaste al matrimonio, la resignación era la cláusula no escrita de tu contrato conyugal. No la habían arrancado del mío y aún ahora sobrellevo la condición sospechosa de haber trasgredido la ley.
La posibilidad del amor fue para ti la pasión del miedo, juego de matar jugado por Ricardo, mezclado a los gritos de la servidumbre y a los desmayos de su madre. Ricardo, gozoso, verdugo de los seres y de la naturaleza que tanto amabas, pulsión de muerte que los acuna y los amarra: a ti, en el amor de tu regresión; a él, en un poder que se le escinda. El placer no estaba para ti en la acción brutal sino en la fisura que esa acción abría por la cual podrías introducirte en regiones desconocidas. Pienso que fue el estremecimiento de un placer ignorado el que buscaste desde entonces. Y Ricardo tuvo miedo. El miedo de Ricardo te entregó a Antonio que jugó al matrimonio como Ricardo jugó a matar.
No podría empinarme en el lenguaje, tus palabras tiran de mis palabras, son tanto más exactas que las mías. Pero siento que, de alguna manera, me pierdo contigo entre tantas búsquedas y desencuentros. Me separo de ti cuando me opongo al hombre, cuando cuestiono el poder y dolorosamente redoblo mis fuerzas para instalarme en la igualdad y el parlamento, parlamento imposible, de dudas, de escaramuzas y de zancadillas.
La censura reprime más cuando más firme es el tirón por liberarse: debo situarme en la razón, pesar las palabras, recordar que he atravesado mirando de lado a lado las avenidas del lenguaje, travesía por la que se me adelantaron y tan bien, tantas mujeres que dialogan en los textos femeninos que se están escribiendo ahora. Mujeres que dudan sobre este hablar de nosotras, que escriben desde un lenguaje anticipado como masculino. Modelar, entonces, un mundo nuevo. "Cuidado con la palabra" —advierten— que se la sacuda de sus símbolos redichos o que estalle hacia ninguna parte y se fragmente como el sexo que marginaron.
Hablas desde el lugar seguro pero aletargado de la muerte y te dejas hablar sin pensar al otro, sin transitar sus fantasmas, aceptándote en lo que ignoras de ti. Completaste la trayectoria de las lágrimas y de los reproches. "Vamos", te dice alguien y te entregas con alivio, te sumes por completo en la inmersión total, "la muerte de los muertos".
Pero antes de esa muerte que afirmará en un limpio trazo el exacto recorrido de tu historia, yo me pregunto si, de verdad, has hablado en la ignorancia del lenguaje que te fue impuesto o desde la asunción resignada del diálogo en el que fuiste integrada. ¿Es acaso la muerte de los muertos la que hace de ti ese entretejido de diálogos donde cada uno de ustedes se pierde o se encuentra?
Yo, Beatriz Aguirre, personaje larvado de una "novela familiar" que pudo haber sido la tuya, te creo y no te creo. Quisiera estar del lado de allá, enfrentar tus fantasmas como ajenos aunque acomode tus claves para descifrar mis homólogos, aunque bracee para no ahogarme, para llegar a la otra orilla y ser, por fin, el otro lado...
—"en la otra orilla empiezo a ver a Marta Espejo..."
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Mercedes Valdivieso
En "María Luisa Bombal. Apreciaciones críticas". Tempe, Arizona. 1987