Proyecto Patrimonio - 2015 | index | Mario Verdugo | Autores |

 

 

 

 

 

 

Pedro Antonio González: crítica y ficción

(Fragmentos del prólogo a Música esdrújula. Grandes éxitos de P.A.González, Alquimia 2015)

Mario Verdugo

 


.. .. .. .. ..

[…] Max Henríquez Ureña, Enrique Anderson Imbert y Rufino Blanco Fombona le mezquinaron espacio dentro de la pléyade dariana. Para el primero se trató nada más que de un lírico sin emoción genuina, en tanto que el segundo lo tuvo por snob y buscador de rarezas, mucho menos un hito de la historia poética que un personaje novelesco. Poeta del montón, o sea, poeta chileno, fue el enfático veredicto de Blanco para dar cuenta de una obra limitada al consumo interno, circunscrita a “ese suelo atormentado” que no supo de vates estimables sino hasta Huidobro y Gabriel Mistral [sic]. La falta de un epónimo a la altura de Lugones en Argentina, Gutiérrez Nájera en México o Valencia en Colombia, habría hecho del modernismo en Chile una manifestación débil –“línea abortada”, en palabras de Mario Rodríguez– donde González apenas cumple el papel de un modesto es lo que hay.

Injusta o no, esta rebaja de sus méritos a nivel latinoamericano corrió a parejas con un posicionamiento exclusivamente doméstico, sin que ello evitase la recurrencia de algunas valoraciones hiperbólicas. Mientras se lo leyera en casa, en función de lo poco que el país aportó a las novedades literarias del momento, sería frecuente agrandarlo, pero en torneos internacionales la estima siguió siendo precaria: sólo un par de páginas –mínimas si se las compara con los amplios legajos dedicados a José Asunción Silva o a Julián del Casal– en la antología que Leopoldo Panero padre editó en Barcelona a comienzos de la década del 40.

Por acá llegaría a ser “el más alto representante de nuestra raza”, “el más alto pendón del movimiento reformista de nuestras letras”, “el alma de más aguzada sensibilidad”, “la columna más fuerte de nuestra lírica”, “el más desgraciado de nuestros poetas”, “uno de los que dejó más honda huella en nuestra memoria” y “una de las expresiones más grandes y monstruosas de la especie”. De su condición de mero remedo quiso exculparlo Raúl Silva Castro en 1964 y algo similar intentó Víctor Raviola el 68. Porque sus trucos métricos no le iban en zaga a otros próceres finiseculares y porque también lo de Darío podía verse en ocasiones como pura “bambolla”, “oropel” y “bambalina”, Silva propuso que le concedieran al menos un puesto secundario en el canon, no el que correspondía a un autor “excelso”, pero sí el de alguien que de vez en cuando atinaba de veras con el equilibrio y la belleza. A Raviola, por su parte, se le antojó pertinente puntualizar que Ritmos había aparecido con anterioridad a las Prosas profanas y a corta distancia de Azul, marcando más bien el enlace entre la poesía romántica y el modernismo, escuela a la que en definitiva conseguiría encaramarse con virtudes y defectos, con inercias pero también con diferencias. Fuese reivindicándolo a medias, fuese anotando sus logros parciales e inclusive su habilidad para anticipar desarrollos futuros, el punto es que nadie lo leyó desprovisto de la consabida plantilla, esa totalidad ya formalizada que a juicio de Raymond Williams es únicamente una parte de la cultura entendida como proceso vivo.

A menudo bastó un solo plumazo para arrinconar a Pedro Antonio en el espacio y en el tiempo. Ni fuera de Chile ni fuera de su época se le admitieron auditorios entusiastas. Casi nunca un verdadero residuo (casi nunca un episodio del pasado susceptible de relectura, de reactualización significativa), su valor tomó al aspecto de una reliquia, una momia, a lo más el traje demodé que se conserva, exhibe y contempla con respeto protocolar o con algo de vergüenza ajena. La euforia de sus contemporáneos y de sus deudos fue sucedida por una constante impresión de anacronía, que derivaba hacia el reproche de quien lo ve todo desde un presente superior –pavoneo del que hace mucho estranguló a su cisne; desdén del que viene de vuelta de las vanguardias, los descentramientos y el rizoma–, o bien hacia una actitud perdonavidas, como la de un rockero adulto que de pronto sintoniza (con) un hit melodramático de su adolescencia.

Ya en Poesías, el más extenso recopilatorio post mórtem, Armando Donoso recalcaba la índole epocal, transicional y, por desgracia, popular de González: poeta de ese periodo, ahora lejano; poeta del público, no de los expertos; poeta de orejas, no de análisis; poeta de vocabulario, no de ideas; poeta que escribió textos admirables, pero que sobrevive gracias a lo peor de su producción, aquella que se comunica con los “corazones más simples, femeninos”. Tanto el abandono de las rutinas como la apertura de nuevos horizontes fueron conquistas cargadas sin problemas a su currículum, aunque restringiéndolas simultánea o posteriormente al alcance de lo local y lo caduco. Las audacias “gonzalescas” venían proclamándose desde el monográfico que la revista Pluma y Lápiz publicó en noviembre de 1903, a un mes de la muerte del autor, y se reiterarían en el prólogo de Selva Lírica (Pedro Antonio como una “sacudida”, un boom, un “fermento”), en el tributo huidobriano de Pasando y Pasando (fue nuestro Verlaine, “nuestro maestro”) e incluso en la antología que Carlos Poblete dio a la imprenta en el 53: “ante él se apagó el balbuceo anémico” de sus predecesores, y el panorama de antaño quedó deslumbrado “por el relámpago sonoro de su adjetivación, brillante como una gema”. Las dudas y las reticencias, sin embargo, rara vez se echaron en falta. Las hubo en el propio Donoso (Pedro representó a fin de cuentas una coyuntura de “lirismo prosopopéyico, puramente verbal”) y las hubo después en los estudios de Torres Rioseco, Miguel Luis Rocuant y Edmundo Concha. Al cliché del González innovador se sumó un segundo lugar común, que señalaba los inextricables vínculos con un gusto y unos hábitos de lectura sentimentaloides y obsoletos.


***

[…] Si los poemas de Pedro Antonio González habrían de motivar reacciones disímiles, desde el espaldarazo cursi hasta el ninguneo rizomático, su biografía concitó en cambio un interés cercano al culto. Desplegado como reconstrucción documental o como elaboración ficcional, en géneros de referencia o en clave, el anecdotario ha ido configurando una de esas mitologías autorales que tanto fascinan a los medios masivos y que tanto repugnan a la academia. La vida “trágica y torturada” de González se prestó como ejemplo o contraejemplo de lo que al cliente le viniera en gana, y así hubo un Pedro maldito, un Pedro provinciano, un Pedro aventurero, un Pedro cristológico, un Pedro protofeminista y uno falocéntrico. En un extremo cundieron los mohínes del académico que resiente el asedio a la autonomía de la obra, y por el bando contrario arreció la típica voracidad del chismógrafo dispuesto a dramatizar, beatificar o patrimonializar. No fueron escasas –valga consignarlo– las páginas en que ambas conductas se solaparon abiertamente, como lo probaría la desenvoltura de Max Henríquez Ureña para ir de una discusión sobre métrica a la mención de ciertas “libaciones alcohólicas”, o el modo desembozado con que Armando Donoso pasó de la especulación histórica a una entrevista en exclusiva con la exmujer del poeta. Cuando términos como literaturnost o close reading eran tan corrientes como una búsqueda en Wikipedia, podía entenderse que estas promiscuidades fuesen un recurso normal, pero la verdad es que los tormentos vitales de González jamás desaparecieron por entero del saber autorizado. Ni hablar de las expansiones del mito hacia la novela, hacia los homenajes en verso y, excepcionalmente, hacia el cine mudo, el video o la música indie.


***

[…] Los refritos se podrían ordenar en un archivo no carente de pequeñas discotecas y videotecas. Al especial de Pluma y Lápiz se sumaron unos alejandrinos de Víctor Domingo Silva y un dibujo de Diego Dublé Urrutia, dedicatorias autógrafas y un bajorrelieve del escultor Alejandro Rodríguez. Fueron tantas las colaboraciones que al número siguiente el director debió disculparse con los excluidos. Ya regionalizado o patrimonializado, y con una participación colectiva parecida a la de principios del siglo XX, González resurgió en nuestros días gracias a los proyectos del dibujante cureptano Fabio Power, responsable de la antología A la sombra del ciprés (2002) y de una reedición de El Monje (2013), cuyos apéndices iconográficos dieron cuenta de otros homenajes copiosos e ideales para el placer de la enumeración: una calle y un monolito conmemorativo en el centro de Curepto; una película muda de 1923, producida por la Andes Films y dirigida por Alberto Santana; un guiño de Neruda en la TV setentera (fue “un romántico desaforado; González me enseñó mucho”); un espectáculo de danza y teatro en el Liceo del pueblo; y un video documental disponible en Vimeo y anunciado en son de parodia publicitaria (“Conmovedor…! Alucinante…! Sorprendente…!”). Los Asteroides además, y sobre todo el 39, serían sucesivamente transformados en covers poperos o antipoperos por la banda Weichafe y por los músicos Nader Cabezas y Cristóbal Briceño.

Si Alfonso Escudero pretendió erigirse en un biógrafo objetivo y definitivo, el único que había ido a recopilar datos entre las alumnas del maestro o en un raid periodístico por el Maule íntimo, lo cierto es que el objeto que más trascendió en este sentido fue una novela. Poco cuesta encontrarse con la afirmación de que lo mejor sobre la vida de González hay que buscarlo en El laurel sobre la lira, de Luis Enrique Délano. Puesto aquí como un transterrado que se libró de la monotonía de provincias, el poeta tendió a avenirse perfecto con la aventura, la evasión, el vértigo y los demás designios atribuidos al movimiento imaginista, en el que Délano fungiría como paradigma. El relato de 1946 arrancaba con “Julio Vargas” –alter ego novelesco de Pedro– padeciendo todo lo que el imaginismo aborrecía de su escuela rival, el tan zarandeado criollismo. A Julio sus parientes y sus coterráneos lo trataban de burro por admirar a los filósofos y por atreverse a ver más allá de ese ambiente infestado de grillos, sapos, insectos, murciélagos y huasos. No habiéndose escabullido aún de Coipué, los poemas le llegaban únicamente a través de un deus ex machina: aquel libro santiaguino que caía de un coche por la polvorienta carretera. El amor de las mujeres, el brillo de los edificios y la miseria de los arrabales lo aguardaban en la metrópoli, hasta donde se desplazaba al alero de su tío famoso y a bordo de un tren que no podía significar sino modernidad. Sus influencias cambiaban con rapidez (Nietzsche por Espronceda, menos Quintana y más D’Annunzio), de forma que en un lapso brevísimo reasomaba como el hype de le temporada, líder juvenil al que los hijitos de papá copiaban la barba y el ademán en las tabernas. Por poeta le llovían las fans (gaje inseparable del oficio, según se infería de la perspectiva del narrador), aunque su matrimonio terminaba más o menos como ya se expuso: con la esposa ingiriendo litros de láudano y largándose después junto a un payaso.



 



 

Proyecto Patrimonio— Año 2015 
A Página Principal
| A Archivo Mario Verdugo | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Pedro Antonio González: crítica y ficción
(Fragmentos del prólogo a Música esdrújula. Grandes éxitos de P.A.González, Alquimia 2015)
Por Mario Verdugo