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Croquis
(Presentación de Trilogía de Puerto Peregrino, de Óscar Barrientos Bradasic, Cinosargo 2015)

Por Mario Verdugo



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Los personajes de Óscar Barrientos habitan una ciudad que es a la vez una enciclopedia heterodoxa; se mueven por una geografía cuyos accidentes equivalen a infinitas colecciones de epígrafes, paráfrasis, cambios de luces y referencias algo más ambiguas, a menudo en tensión con las coordenadas que ha ido estableciendo la historia cultural oficial. Son usuarios de una biblioteca omniabarcadora y mucho menos atenta a la renovación esnob de su catálogo que al cuidado de sus ejemplares extraños e intempestivos. Pero son también, tales personajes, criaturas librescas por sí mismas, indiscernibles de lo que han leído, personajes entonces que no dejan de remitir a otros personajes que se amotinan y saltan del papel a las calles como en aquella polvorienta novela de Tancredo Pinochet. Salvo una mesera alérgica a la poesía loser, salvo un funcionario fantasmal que paradójicamente prefiere la sensatez (y que además parece ser el único sujeto abstemio en Puerto Peregrino), todos leen, todos escriben o viven como si escribieran, o pintaran, actuaran, filmaran y esculpieran. Diríamos que no hay retrato ni acción sin un modelo simbólico previo, al que tampoco se convoca –vale aclararlo– con la servil odiosidad de un alumno mateo. Nada reverente es el narrador cuando cree participar de un relato de Stoker, ni cuando describe a esos nativos que garrapatean sonetos horripilantes, que galanean con rimas becquerianas haciéndolas pasar por propias, que se las dan de Vincent Price o se juran psicoanalistas a la segunda de tinto, que aparentan venir saliendo de un verso de Garcilaso o de la cabaña del tío Tom, que debieran quedar archivados en el romanticismo del diecinueve y guardarse los poemitas con que suelen jorobar en los cafés. Podridos en literatura; compelidos a la librería de viejos, al simposio de escritores y a la tertulia de pueblo chico; presididos una y otra vez por una cita de Longo, Roque Dalton o Rosabetty Muñoz, estos seres se atreven a afrontar los pudores consustanciales a la indistinción entre arte y vida, reclamando así –como señala uno de ellos– “el gobierno de la metáfora en los territorios del presente”.

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Estamos avisados: los territorios del presente ficcional son los de Puerto Peregrino y sus alrededores. Por momentos se trata más bien de una pseudociudad degradada por la lentitud, la rutina, el tedio à la Flaubert y el tipo de mediocridad viril que sólo sería dable de sobrellevar en los topless. Ocurre no obstante que esta urbe, así como la isla donde funge como heartland, están mutando a cada rato, cambiando de topónimos, desplazándose y alterándose en sus dimensiones, un poco a la manera del Wandernburgo de Andrés Neuman. Puerto Peregrino es un espacio móvil, es un barco y es incluso una travesía que vuelve innecesario cualquier deseo de huida, cualquier proyecto de resocialización en un centro más prestigioso. Para qué pensar en irse si el estar allí es ya un estar yéndose permanentemente. Estratégica y revulsiva, la espacialidad de Barrientos no requiere de defensas folclóricas, porque allí no hay esencias tiesas y porque a la postre resulta inviable diferenciar al forastero del autóctono. Rara vez una concesión al mapa conocido, nunca una repetición acrítica de las jerarquías territoriales. El puerto del poeta Aníbal Saratoga, esa poetópolis “enclavada en el codo de un hemisferio roto”, se va desplegando como un croquis de líneas difusas e incompletas, aunque siempre capaces de comprometer la subjetividad. Dentro de un microcosmos donde se acostumbra desacreditar a Mercator y a Marco Polo, parece normal que Chile sea otro país, un país de más allá –no el país mayor al que las partes rinden tributo–, como normal parece que Punta Arenas se aleje un tanto de la fácil identificación con las escenas, el clima y la criptofauna de Puerto Peregrino.

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Ciudades amodernas –plantea Gisella Heffes–: las que se globalizan o resienten su globalización fijando la vista en el pasado, las de tercera generación imaginaria en Latinoamérica, las que apuestan por el mito y el laberinto en desmedro del orden y la utopía. En Puerto Peregrino, sin embargo, lo mítico y lo utópico se hermanan, se tornan contemporáneos por obra y gracia de lo literario. Leyendo hasta podrirnos en literatura, nos hacemos preguntones, disconformes y por ende modernos, aun cuando los más recalcitrantes modernizadores (cuyo paradigma es aquí un dictador que cita a Max Weber y se empeña en venderse a los bancos y en derribar el casco histórico) nos vean como unos perfectos fracasados.

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Una enciclopedia, un navío, un viaje. Y habría que añadir: un bar. Si entre los guiones usuales del bar se cuenta el de ofrecer un espacio de protección frente a la intemperie urbana, ahora toda la ciudad funciona como refugio, isla o pequeña patria. Toda la ciudad se barifica. Lo que en otros textos sería casi privativamente factible en un bar –la evocación, el balance biográfico, el galaneo hiperventilado, el contacto con los pares en la ilusión o la desilusión–, puede concretarse esta vez en múltiples escenarios, acaso en todos, puesto que el ajetreo idiota y la hegemonía del costo/beneficio son aún circunstancias excepcionales o en ciernes: feria transformada en mall, ruina con destino de autopista. De modo que el panorama dispone de la suficiente amplitud como para que las personas y las cosas advengan, para que lleguen sin cronogramas de por medio, pero con una intensidad que a nadie angustia demasiado. Todo en Puerto Peregrino se hace in extremis, porque todos –ya lo sabemos– están yéndose o muriéndose: Saratoga por cierto, parapetado en su gavia etílica, y Nicromistus y Calvatrueno, y Eugenio Martel, Diógenes Damís y Julio Malatrassi. Los encuentros generan dualidades de clase diversa, desde la esgrima de dos autores hasta el doblez de creador y creado, desde la visión de dos ninfas o dos mellizas boticellianas a la dialéctica de perspectivas, desde la rivalidad geométrica entre poesía y prosa a una relación de “mutuas decadencias”, desde un golem a un doppelgänger. El mundo adviene amoroso o belicoso, por lo común de a dos, y a veces de a tres o en patota, como en el Círculo de la Mamba Negra y en la Cofradía de la Tierra Plana. El enemigo auténtico, en cualquier caso, no adviene; se impone o quiere imponerse a través de las coartadas del realismo, estético o del otro, con o sin renuncia, igual de inepto, todavía, para embolsicarse las fortunas de este puerto que es a la vez un bar, una embarcación y una enciclopedia.



 



 

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