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El veraneo psicoseado de Raúl Lara (1911-?) 
Alucinaciones en Playa Dadá

Por Mario Verdugo






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En su último texto había una vaca que contemplaba el firmamento y que con ello ocasionaba la caída de un meteorito. Había también un cadáver tendido en la costa, unos lugareños que se morían de miedo, un viento negro que empujaba hacia los barrancos. Igual que estos poemas oscuros, la vida de Raúl Lara Valle fue un misterio que nadie pudo o quiso resolver. Su pista se perdió definitivamente a principios de los 40. Para entonces llevaba tres libros publicados y desde hace meses venía divagando sobre el campo chileno. Los versos más notables –aseguraba el propio Lara– los había producido en un pueblo que no aparecía en ningún mapa. Ponchos, palas, yugos y monturas se amontonaban por las piezas antaño impolutas de su casa santiaguina. Enigmáticos mensajes en las paredes, escritos con tiza y carbón, proclamaban su ferviente deseo de dejarse tragar por la tierra o por la arena. Una suerte de delirio provinciano –acaso el mismo que haría presa de varias generaciones de artistas con onda, desde Juan Emar o Raúl Ruiz hasta Föllakzoid y The holydrug couple–  parecía haberse introducido en la cabeza de un autor al que todos tenían por ultramoderno, bencinero, gringofílico, adicto a las motos y a las antenas, a los trasatlánticos y a las starlets, a los dínamos y al jazz.

Su relación con el espacio agrario tal vez se remontaba a un espectáculo que él y sus amigos presentaron en el Círculo de Artes y Letras. Alguien del público, mientras ellos leían sendas parrafadas al mismo tiempo, como si se tratase de un coro esquizoide, les recomendó que mejor se fueran a vender papas a la feria. Fue Lara, sin duda, el que se tomó más a pecho la propuesta, y el que mantuvo el interés por la ruralidad cuando el grupo optó por darle una organización a sus ideas estéticas. Abolir la pena, la angustia, la congoja y otros términos afines, era el proyecto literario que sustentaban además Benjamín Morgado, Clemente Andrade, Alfredo Pérez Santana y Alfonso Reyes Messa. De ese cónclave a cinco voces nacería el “runrunismo”, un movimiento de vanguardia cuyo nombre se inspiraba en cierto juguete ahora demodé –aquel botón con hebras de pita, perfecto para sacar de quicio con su zumbido insufrible– y cuyas primeras actividades formales se desarrollaron en un puticlub de Santiago Centro. La minuta de los poetas runrunes incluía conferencias en el zoológico, carreras contra los pingos del Club Hípico, propinas de quinientos por ciento, vestuario de payaso, performances que hoy suenan tan rebeldes como un guión de Pablo Illanes o un tuiteo de Vasco Moulian, pero que en su momento fueron entendidas como un remake dadaísta, difusamente vinculado con el afán de refocilarse entre las montañas, las chacras y los puertos del Chile íntimo.

Visto por algún colega como un sujeto luminoso, con un voltaje superior al que se necesitaba para alumbrar “todas las oficinas de los hombres honestos”, Raúl había hecho su estreno un poco antes, ejerciendo la dirección de un periódico juvenil que se llamó Telarañas. Allí se destacaría por el empleo de una sensibilidad proto-grunge (las ideologías nos traicionaron, vivimos en el desaliento, estamos hasta las masas, etc.) y de un sentido crítico casi sanguinario, que inclusive daba para identificar explícitamente a los colaboradores que quedaban afuera por malos, por copiones, por siúticos o por raritos a la fuerza. Luego de aquella faramalla de sólo dos números –financiados gracias al auspicio de Energiol, Purisangrol, Cerebrol y una larga serie de tónicos contra el insomnio y la sífilis–, el vate se consideró ya en forma para echar al ruedo su poemario-debut: S.O.S. Imagódromos, impreso en una especie de papel de envolver y bajo el sello de la naciente editorial “run-run”. Entre las páginas de este volumen que el prólogo sugería colocar no en la biblioteca sino arriba de la plancha eléctrica, se sumaban decenas de anglicismos, como chewing-gum o cock-tail, junto a un “½ soneto para Josephine Baker” y a una siniestra escena donde un huaso perecía degollado en el hall de un rascacielos.

Hacia 1930, Lara intentó seguir epatando al burgués con El poeta automático, más bien un almanaque o un calendario que reflexionaba sobre los soportes librescos al estar construido en base a cartones de la empresa Hucke. Dos años más tarde, y pese al anuncio de una novela titulada “psnc”, la obra lariana se cerraría para siempre con La humanización del paisaje, opúsculo que la prensa remitió a los filmes de Buster Keaton y a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Podría decirse, no obstante, que el libro planteaba una compleja reescritura del Primer Mundo y de sus luces y sus máquinas, de modo que una trilla acababa pareciéndose a un casino de juegos y la Plaza Baquedano terminaba convertida en un carrusel. Así no era de extrañar que convivieran la cueca y el foxtrot, el rouge y la leche de cabra, un pastorcillo y un centro-forward. Ante la mirada descreída de lectores y geógrafos, Raúl insistía que todo se originaba en su traslado a “Pedreguero”, un villorrio estático e invisible, situado a orillas del mar y a los pies de unos cerros altos y boscosos, donde cada noche encendía una lámpara para corregir sus cablegramas poéticos y sus “metáforas de cien mil voltios”.

Espontáneo y efímero como una risa de verdad, el runrunismo se deshizo mientras sus integrantes entraban en vereda o se pasaban al bando de los villanos. Andrade se dedicó al comercio y a los libretos radiales, debiendo soportar que Morgado lo biografiara y se burlara de su gordura. Éste último, por su parte, comenzó a verse a sí mismo como el padre de media literatura chilena y al final se contó entre los fans de Augusto Pinochet. Pérez Santana murió joven en Valparaíso, y su socio Reyes Messa –con quien escribiese en cosa de segundos sus 12 poemas en un sobre– alternó los relatos picarones con la redacción de mamotretos para la Corfo. De regreso de Pedreguero, y todavía enceguecido por los manifiestos de Tristan Tzara, Lara Valle incursionó en la venta de ropa usada y no perdió oportunidad de dar la lata con las cosechas, las norias y el dulce de membrillo. En vísperas de su hipotético matrimonio pescó un atlas y creyó encontrar un balneario denominado “Botellalba”. Entonces pensó en hoteles y en palmeras y en el sol ardiente. Subió a una carreta con rumbo a su luna de miel y de su historia nunca más se supo.



 



 

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