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MIGUEL VICUÑA: POETA, FILÓSOFO Y CIUDADANO


Por Marcelo Alvarado Meléndez


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Imaginar la vida
Y el libro de la historia
Con sus memoriosas
Páginas innumerables resquebrajadas
Dándoles con generoso arrebato
La forma de una Iliada…
Puede llegar a ser laudable iniciativa
Siempre y cuando
consientan una a otra
Recobrar la perdida sombra
Del otrora.
(Del poema Biografía[1])

Al comenzar este año 2023 hemos sido golpeados hasta el fondo de nuestro ser con la triste nueva de la partida de nuestro querido maestro y amigo Miguel Vicuña Navarro (1948-2023). A pesar del dolor que significa la despedida, creemos necesario ponderar, aunque sea parcialmente, el significado de su vida, consagrada en cuerpo y alma al trabajo intelectual, a la docencia y a la formación. Creemos que es un acto de justicia rendir un homenaje al maestro que conservó hasta sus últimos momentos una asombrosa vitalidad de espíritu y una disposición para acoger, con rigor crítico, los incesantes desafíos intelectuales que enfrenta la humanidad. ¿Quién fue Miguel Vicuña? y ¿cuál es el significado de su existencia? Estas preguntas, sin duda, rebasan con creces lo que se pueda decir sobre su persona, que más bien podrían ser los trazos de una caricatura. No obstante, esbozaremos una semblanza, sin pretender un panegírico, que el propio homenajeado sería el primero en repudiar como un bocado de mal gusto.

Miguel nació en el seno de la familia formada por los poetas José Miguel Vicuña y Eliana Navarro, donde él y sus seis hermanos, desde la cuna, fueron amamantados con la poesía transmitida por sus padres. Su vida comenzó con la poesía y terminó con la poesía. Quizás, y a modo de anécdota, hay que señalar que, siendo un niño de seis años, su padre reunió algunos de sus versos y lo publicó en un folleto titulado Cuatro poemas, editado por el recordado impresor español Carmelo Soria, víctima más tarde de las persecuciones de la tiranía. De la misma forma, vale recordar que uno de los primeros recitales poéticos lo realizó en 1961, junto a sus hermanos Carlos Ariel y Pedro, en una sesión de la Academia de Literaria del Instituto Nacional. Miguel entonces contaba con doce años, Carlos Ariel con dieciséis, y Pedro había completado los cuatro. El reportaje del Boletín del Instituto comentaba que la escasa edad de los nóveles poetas no era en ellos “un obstáculo para demostrar su raigambre literaria”[2].

En aquellos años, Miguel cursaba sus estudios en el viejo Liceo Alemán, regentado por sacerdotes del Verbo Divino, para luego, continuarlos en el Instituto Nacional, de antigua prosapia laica y republicana. Terminadas sus Humanidades ingresó a estudiar Filosofía en el mítico Instituto Pedagógico durante los revolucionarios años 60. Es la década de los Beatles y la Revolución Cubana, del Mayo parisino y de los bombardeos con napalm en Vietnam; del Che Guevara y de Martín Luther King. Aquel plantel era el principal centro del pensamiento crítico nacional y vanguardia en la formación de intelectuales en las disciplinas humanistas. En sus aulas se respiraba la tradición de los grandes proyectos de la educación pública y la herencia intelectual y moral de egregios pedagogos, como su propio abuelo, don Carlos Vicuña Fuentes, célebre jurista y pensador, quien había ejercido la dirección del establecimiento décadas antes.

En la Escuela de Filosofía tuvo lo que llamaba “magníficos maestros”, de quienes siempre reconoció su legado: Francisco Soler, Cástor Narvarte, Humberto Giannini, Roberto Torretti, Juan Rivano, Armando Casiggoli, Juan de Dios Vial Larraín, Gerold Stahl y Jorge Palacios, entre otros. Fueron los años de la reforma educacional que trajo importantes transformaciones curriculares. La filosofía ya no se enseñaba en manuales o exposiciones de segunda mano, sino en sus fuentes y, si era posible, en sus idiomas originales. Asimismo, junto a los autores clásicos, comenzaban a tratarse en los seminarios académicos autores contemporáneos que revolucionaban los esquemas conservadores del pensamiento. Esta fue la base granítica de su formación, pues, nuestro amigo se contrajo al estudio de lenguas vivas y lenguas clásicas para acceder a las fuentes filosóficas. Se familiarizó con el latín y el griego, pero también se introdujo en las lenguas modernas, adquiriendo un dominio del francés, del alemán, del inglés, italiano, portugués y catalán. Sabemos su inquietud por aprender el mapudungún, lengua de nuestro pueblo originario, ignorada por el mundo académico.

Su memoria para licenciarse en Filosofía se titula, Meditatio, eversio, cogito, y trata sobre las contribuciones de Descartes a la filosofía moderna. Después del golpe de Estado y ya Licenciado en Filosofía con la distinción máxima comienzan sus años de exilio. Se trasladó a Francia para seguir estudios de doctorado en la Universidad de París I. En la ciudad luz asistió a los seminarios de Levinas, Foucault y Derrida, entre otros célebres maestros. Posteriormente, se mudó a Madrid, donde trabajó como traductor de obras del alemán al castellano. Durante su estadía en la capital española, asistió como alumno libre a los seminarios del filólogo y pensador Agustín García Calvo. Sus clases, según nos contaba Miguel, se realizaba en las aulas de la Universidad Computense, pero se prolongaban copiosamente en los cafés madrileños. En su última etapa de permanencia en Europa, Vicuña se radicó en Barcelona, donde también asistió a cursos con el filósofo Eugenio Trías, con quien coincidió en inquietudes teóricas y, en particular, en el seguimiento de Nietzsche.

Por otra parte, Miguel en sus años de destierro fue testigo de importantes procesos históricos y culturales. Durante su residencia en Madrid, compartió un piso en la Calle Acuerdo 36, en pleno barrio Malasaña, con los escritores Gustavo Mujica y Radomiro Spotorno. En ese barrio madrileño fue donde se originó la tan célebre “movida” post franquista, fenómeno paralelo al “destape” con que los españoles comenzaban a exorcizarse de 40 años de oscurantismo.

A mediados de los años 80, después de una década de ostracismo Miguel está de regreso en la patria. Comienza entonces su magisterio intelectual. Se incorpora a la Fundación Juan Enrique Lagarrigue para promover el rescate del extraordinario legado patrimonial de sus antepasados positivistas. Él mismo se domicilia en la antigua casona de San Isidro 75, desde donde impulsa junto a los otros miembros de la Fundación actividades culturales y tertulias. Reforzando estas labores, escribe su ensayo La emergencia del Positivismo en Chile. Asimismo, se suma a iniciativas editoriales como la revista El Espíritu del Valle, dirigida por el poeta Gonzalo Millán, desplegando actividades poéticas y literarias en variopintos colectivos intelectuales, guiados todos por la común divisa de la “resistencia cultural” a la oprobiosa dictadura enquistada entonces en el poder. A fines de la década de 1980 funda, junto a Roberto Merino, Enrique Lihn y Juan Luis Martínez la revista Número Quebrado de corta existencia, pero hito significativo en el proceso cultural chileno. En el primer editorial del Número Quebrado, Miguel daba cuenta del apagón cultural y del estado de postración de la actividad intelectual predominante en la nación en esos años y que sorprendentemente, parece prolongarse hoy día, cuatro décadas después.

Hacia fines de los años 80, Miguel se incorpora a la docencia, dictando cursos de filosofía en diversas instituciones de educación superior. Es, sin embargo, en el proyecto de filosofía de la Universidad ARCIS, donde Miguel va a verter sus principales energías y todo su acervo filosófico, transformarse en un maestro de juventudes. Su trabajo filosófico esta inextricablemente ligado al proceso histórico vivido en nuestro país en las últimas décadas. Como hombre de su tiempo, Miguel fue testigo y actor de lo que llamó la “contingencia de Chile”: la revolución en libertad de la Democracia Cristiana; la vía chilena al socialismo con vino tinto y empanadas de Salvador Allende; la dictadura militar, basada en el terrorismo de Estado y los crímenes; el “suplicios” contra el cuerpo político y en el saqueó del patrimonio económico para el beneficio de unos pocos; y, finalmente, la llamada transición a la democracia. Estos acontecimientos dejaron huella en sus ensayos de filosofía política. En ellos, llamaba la atención de la paradoja del período de transición que consistía, a su juicio, en la conjunción de la política de “normalización” democrática con la “política delincuente”. Siguiendo a Foucault señalaba que la restitución del orden jurídico, del Estado de Derecho y de la vida cívica comenzados en la década de 1990, estaban ya encuadrados por un régimen carcelario y disciplinario con un poder panóptico que lo vigilaba y lo determinaba, por los siempre invisibles poderes fácticos que operaban desde las sombras.

Miguel no fue un espectador pasivo de toda la política carcelaria y fraudulenta impuesta por los poderes fácticos. Reaccionando contra estas ignominias estuvieron sus intervenciones ciudadanas. Quisiera recordar dos ocurridas en el contexto de la detención del dictador en Londres. La primera fue la publicación del libro, El accidente Pinochet, (pdf) volumen que reúne sus conversaciones con el poeta y abogado Armando Uribe –rebelde igual que Miguel– que constituyen un breve tratado de teoría política y de interpretación del proceso político chileno de las últimas décadas, al más alto nivel, pero explicadas en un lenguaje coloquial. En esa misma coyuntura, Miguel convocó a la formación del movimiento contracultural político-literario “El Ciudadano”, de efímera vida pero que significó la coordinación de personalidades del mundo de la cultura para expresar el malestar por las componendas en curso por los defensores de la impunidad y exigir los postergados anhelos de justicia para nuestro país. Entre sus integrantes estaban Washington Valenzuela, Pepe Cuevas, Álvaro Monge, Daniel Mora, los desaparecidos poetas Mauricio Barrientos, Renato Serrano y Ariel Vicuña, hermano de Miguel. Entre otras actividades, destacó la acción política-literaria “La muerte de ciudadano”, consistente en una marcha con vestimentas negras por las calles céntricas de Santiago con un ataúd de utilería hasta las escalinatas el Banco de Chile, epicentro simbólico del poder económico del país, donde nuestro recordado Ariel pronunció un discurso que era una verdadera admonición a los poderosos de siempre.  
 
Miguel fue, sin duda, un animal político, pero no hombre de partido. Rechazaba la política del cálculo, la componenda, la transacción y el olvido de los principios. Por ello su verbo nunca fue aceptado como un discurso políticamente correcto. Al contrario, fue, al decir de Carlos Ossandón, un “rebelde de vocación”.

Fue, además, un polemista de fuste. Y esto no lo desmerece, sino que, al contrario, era una de sus virtudes cardinales. Entraba en la liza cuando estimaba que la situación lo ameritaba. No le temía a la discusión ni se resignaba al silencio y su palabra, documentada, apasionada y, a veces, encolerizada, era imbatible. Hablaba con sinceridad y valentía, decía lo que nadie se atrevía a decir, aunque ello le valió la exclusión de diversos círculos oficiales y oficiosos. Será necesario, pues, recopilar sus célebres debates escritos como modelo de argumentación, directa y fundada, en un ambiente chato y pedestre como en nuestro.

Conocimos el verbo feroz e implacable de Miguel, pero ello no significaba que fuese una persona grave o resentida. Todo lo contrario, Miguel fue, ante todo, un varón alegre, sociable y un agradecido de la vida. Compartía su vida y su saber con una disposición cordial y fraterna. Supo aquilatar los frutos de la tierra y las exuberancias de la naturaleza en sus diversas formas. Por ello su verso le cantó a la belleza, a sus musas y a las situaciones más inverosímiles pero reales en un mundo absurdo como el nuestro. Rescataba la saludable cultura de la bohemia santiaguina donde el intercambio de pareceres al calor de un buen vino potenciaba su elocuencia y su pensamiento filosófico. Siempre recordaremos su voz recia y magnífica. 

Miguel Vicuña Navarro, poeta, filósofo y ciudadano, pero, ante todo, maestro y amigo, nos deja, pues, un patrimonio inmenso que tenemos el deber moral de rescatar. La obra intelectual que nos lega y su vida entera nos invita a bregar por un mundo mejor, porque este mundo mejor es posible construirlo con rebeldía, con pensamiento y con poesía.

Que así sea.

 

 

 



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Notas


[1] Miguel Vicuña Navarro, Nun, 2019, p. 11.

[2] S. A.: “Tres niños poetas”, Boletín del Instituto Nacional N° 68, Tercer Cuatrimestre de 1961.



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Fotografía superior de Bruno Montané
tomada de El Desconcierto

 

 



 

 

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