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La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa: narración de un crimen contra la alteridad

Carlos Hernández Tello


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1. Brevísima genealogía del crimen en la narrativa de América Latina

Aquella campaña recuerda un reflujo hacia el pasado.
Y fue, en la significación integral de la palabra, un crimen.
Denunciémoslo
Os sertoes, Euclides da Cunha

En el conocido trabajo de Ricardo Piglia, Crítica y ficción (1986),el célebre autor argentino realiza una afirmación capital: “Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?” (Piglia 16). Años antes, Gabriel García Márquez iniciaba Crónica de una muerte anunciada (1981) con la siguiente frase: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…” (García Márquez 9), adelantando que el artificio narrativo se focalizaría en el relato de un crimen. En 1978, José Donoso anunciaba con Casa de campo que los grandes genocidios se tornan impunes tras “correr un tupido velo” sobre ellos, relegando al olvido las voces y testimonios de un grupo humano que se constituye como obstáculo para la consumación de un proyecto avasallador. Más de veinte años antes, Julio Cortázar narraba en el cuento “Continuidad de los parques” (1956) cómo un personaje asistía, a través de la lectura de una novela, al relato de su propio asesinato, proporcionando al crimen un tenor de circularidad, metáfora, quizás algo forzada, de la repetición cíclica de crímenes que ostenta América Latina desde la invasión española y portuguesa y que la literatura se ha encargado de registrar. Arribamos así a 1902, año en que Euclides da Cunha daba a conocer el producto de varios años de elaboración y reflexión en torno a la masacre de los yagunzos, consciente de que la escritura es el artefacto discursivo por medio del cual el intelectual responsable refiere los padecimientos del hombre victimizado. Pues Os sertoes viene a ser la materialización de una poética, es decir, la concepción de que la escritura no puede eludir los problemas de su tiempo, más aún si éstos implican la violencia que han ejercido unos sobre otros.

Como señalábamos, América Latina exhibe en su historia un catálogo abultadísimo de “malentendidos culturales”, eufemismo que varios críticos han empleado para denominar, por ejemplo, a la matanza de los yagunzos. Lo cierto es que, desde que llegó Colón hasta no hace muchos años, en América Latina el derramamiento de sangre no ha cesado. El genocidio indígena que costó millones de vidas, el tráfico de negros que fueron insertos en tierras americanas y que morían extenuados en las jornadas de trabajo o enfermos en los barcos negreros, las masacres que recayeron en el pueblo y que sirvieron para aumentar las nóminas de detenidos y muertos de las distintas dictaduras del continente, son ejemplos documentados de que nuestra historia está escrita con la sangre de las víctimas. Si recordamos esto, no es de extrañar que en la literatura latinoamericana abunden obras que se propongan como problema encontrar las modalidades discursivas eficientes para relatar lo antes descrito. Sobre una de ellas, La guerra del fin del mundo (1981) del escritor peruano-español Mario Vargas Llosa, es de la que intentaremos en estas notas sistematizar una propuesta articulada a lo que hemos venido sosteniendo, pues consideramos que, dentro del corpus de novelas latinoamericanas, ésta constituye un ejemplo de las muchas narraciones que refieren un crimen contra la alteridad.

2. La consumación del proyecto modernizador

En el mundo actual, resulta casi imposible pensar la experiencia cotidiana en términos no capitalistas. Es más, ni siquiera podemos pensar en un concepto que categorice la realidad en perspectiva de una concepción sobre la organización de las sociedades que se instale como una alternativa a ese patrón capitalista y moderno. Hoy por hoy, el proyecto capitalista y moderno de la existencia, instalado en América desde la invasión europea, está arraigado en nuestras vidas y, lamentablemente, cualquier alternativa a dicho proyecto homogeneizador cae de bruces frente a la barrera de la modernidad.

Aníbal Quijano, respecto al concepto de “modernidad”, ha señalado en “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina” (2000): “…la humanidad actual en su conjunto constituye el primer sistema-mundo global históricamente conocido (…) Lo que su globalidad implica es un piso básico de prácticas comunes para el mundo, y una esfera intersubjetiva que existe y actúa como esfera central de orientación valórica del conjunto. Por lo cual las instituciones hegemónicas de cada ámbito de existencia social, son universales a la población del mundo como modelos intersubjetivos” (Quijano 214-215). De este fragmento se desprende que la modernidad ha sido, desde sus instalación y consumación en América por el mundo europeo, un proyecto homogeneizador que desatiende y reprime las voces y proyectos alternos. Así, no es de extrañar que entre los rasgos del eurocentrismo Quijano vislumbre “una articulación peculiar entre un dualismo (precapital-capital, no europeo-europeo, primitivo-civilizado, tradicional-moderno, etc.) y un evolucionismo lineal, unidireccional, desde algún estado de naturaleza a la sociedad moderna europea” (222). Si entendemos la modernidad como la sumatoria de un sistema homogéneo y una concepción binaria de entender el mundo, el resultado al que arribamos será inevitablemente el del crimen. Al parecer ese es el único puerto posible y así lo han registrado nuestros narradores latinoamericanos, pues La guerra del fin del mundo constituye una narrativa en la que la República de Brasil, promotora del progreso y de la modernización, se enfrenta a un patrón alternativo de organización social, ajeno al auge científico positivista de la época, el cual se estrella contra una perspectiva binaria o dualista del mundo en la que una subjetividad diferenciada, los yagunzos en este caso, es incompatible con la idea de modernización impulsada por la incipiente República.

Ya lo advertía Fernando Coronil en “Más allá del Occidentalismo: hacia categorías geohistóricas no imperiales” (1999), la irrupción de Occidente en el mundo se ha sustentado en un patrón hegeliano del Yo Señor / Otro Siervo, el mismo patrón de estructuración social que evidenciamos en la novela de Vargas Llosa. En términos simples, La guerra del fin del mundo constituye el relato de un crimen. La novela retoma un hecho acaecido en Brasil a finales del siglo XIX, el cual fue narrado varias décadas antes en Os sertoes (1902) de Euclides da Cunha: el genocidio de los denominados yagunzos por parte del ejército regular de la incipiente República de esa nación. Desde la óptica de los vencidos, los sin voz, o en términos hegelianos, los otros, esta novela relata el modo en que se establecieron en Canudos el Consejero y sus seguidores, dando origen a un grupo humano unificado por la fe religiosa que dicho sujeto difuminó en el sertón brasileño, esto es, un proyecto humanitario alterno al empuje de la modernidad preconizada por la República, y por ende, un manifiesto obstáculo para la consumación de dicho proyecto modernizador. En este sentido, la novela del escritor peruano no sólo constituye el relato de una masacre perpetrada en una región de América Latina, sino que este episodio es extrapolable a la realidad de todo el continente, victimizado durante siglos por la arremetida de Occidente y su perspectiva capitalista de concebir la realidad. Los yagunzos irrumpen en esta novela, en consecuencia, como uno de los vestigios de la alteridad innumerables veces subyugada al Yo Señor, o simplemente borrada de la faz de la tierra.

Para aproximarnos al texto de Vargas Llosa se requiere organizar los discursos que en ésta se articulan binariamente, es decir, dar forma a los sujetos representativos que se enfrentan en esta pugna de proyectos irreconciliables. Asumiendo que estas dos fuerzas son el avance moderno (el denominado “progreso”) frente a la constitución de un sistema de organización sustentado en el cristianismo, observamos que a tales fuerzas subyacen entidades y sujetos que promueven un pensamiento. Por una parte, la República consolida su eje de acción a través del Ejército, cuya funcionalidad nos aclara Ángel Rama (1982): “…quien llevó adelante el proyecto modernizador y pudo hacerlo viable, fue el ejército, lo que es posible razonar de otro modo: sólo la fuerza represiva de que disponía el ejército era capaz de imponer el modelo modernizador, ya que él implicaba una reestructuración económica y social que castigaría ingentes poblaciones rurales, forzándolas a una rebelión desesperada” (Rama 17). En el marco argumental de la novela de Vargas Llosa, el sujeto que preconiza esta concepción de entender el proyecto modernizador es el Coronel Moreira César, héroe de guerra con un amplio prontuario de “hazañas militares” en las que la defensa de la patria ha sido el eje que sustenta su concepción del progreso del país. En diálogo con el Barón de Cañabrava, representante del sistema monárquico y fuerza venida a menos dentro del relato, el Coronel enuncia: “Para eso está el Ejército. Para imponer la unidad nacional, para traer el progreso, para establecer la igualdad entre los brasileños y hacer al país moderno y fuerte. Vamos a remover los obstáculos, sí: Canudos, usted, los mercaderes ingleses, quienes se crucen en nuestro camino. No voy a explicarle la República tal como la entendemos los verdaderos republicanos” (Vargas Llosa 213).

No obstante, existe en la novela otra fuerza promotora de los ideales de la República, la cual subyace en los poderes fácticos descritos en la obra y que recaerían en la figura del Epaminondas Goncalves, director del Jornal de Notícias. En conversación con Galileo Gall, a propósito del fracaso de una de las expediciones militares enviadas a Canudos para eliminar el escollo que implican los yagunzos, el diálogo fluctúa como sigue: “La Eda Media está viva aquí [señala Gall]. - Contra eso luchamos, por eso queremos modernizar esta tierra – dice Epaminondas (…) -. Por eso ha caído el Imperio, para eso es la República” (81). Al analizar esta percepción sobre lo no moderno como el pasado, lo arcaico o lo incivilizado, nos resulta ineludible no remitirnos a lo que plantea Antonio Cornejo Polar en “La guerra del fin del mundo: sentido (y sin sentido) de la historia” (1993):

La primera impresión que suscita La guerra del fin del mundo es la de su amplitud. Centenares de personajes y situaciones de muy diversa índole se entretejen en el relato y ocupan sus lugares, al mismo tiempo que cumplen sus funciones, en torno al eje histórico de la novela: la fundación de Canudos, una ciudad santa presidida por un predicador asceta de ideología sincretista (mezcla múltiple en la que priman el cristianismo y el sebastianismo); su rebelión frente a las medidas laicisistas (separación de Estado e Iglesia, matrimonio civil), modernizantes (sistema decimal, censo) y de opresión de las clases populares (impuestos, desempleo) adoptadas por la naciente república del Brasil, considerada por los canudos como encarnación del Anticristo; la represión militar en nombre de los ideales del liberalismo y del progreso; el desastre de las dos primeras expediciones punitivas, sorprendentemente derrotadas por un pueblo hambriento y casi desarmado; y, por último, el exterminio de los 25 o 30 mil yagunzos rebeldes y la destrucción piedra por piedra de su ciudad por una enorme fuerza militar. Desde 1893 hasta su destrucción en 1897, en Canudos se estableció sobre bases religiosas una sociedad extraordinariamente parecida (propiedad colectiva, ausencia de dinero, etc.) a la que se diseñaba en las utopías libertarias de la época [Sic] (Cornejo Polar 83).

La reflexión de Cornejo Polar nos permite ingresar al segundo eje que viene a configurar la propuesta alterna no moderna. En primera instancia, el Consejero es el sujeto primario que difunde en el sertón una concepción alternativa de existencia que se sustenta en los principios cristianos consignados en la Biblia. Ahora bien, y a la usanza de los predicadores de antaño, el Consejero transmite su mensaje de manera mesiánica, asumiendo que su receptáculo es un grupo humano diverso y con mínima educación: ex criminales, ex esclavos, indios, negros, campesinos, enfermos, ancianos, niños, curas excomulgados por la institucionalidad católica, en síntesis, un universo de individuos a los que el sistema de la época ha confinado a una existencia paupérrima, al margen de un locus céntrico. Por estos motivos, los yagunzos no tienen acceso al texto bíblico, sino que el conocimiento es adquirido a través del canal de oralidad que caracteriza las prédicas del Consejero. Tales prédicas parecieran esbozar el proyecto de vida que este personaje ha diseñado para sus seguidores, el cual se conforma a partir de una perspectiva antirrepublicana, o, si nos remitimos a lo que venimos sosteniendo, una concepción no moderna de la existencia:

La diversidad humana coexistía en Canudos sin violencia, en medio de una solidaridad fraterna y un clima de exaltación que los elegidos no habían conocido. Se sentían verdaderamente ricos de ser pobres, hijos de Dios, privilegiados, como se los decía cada tarde el hombre del manto lleno de agujeros (…) Exaltándose, los urgió a no rendirse a los enemigos de la religión, que querían mandar de nuevo a los esclavos a los cepos, esquilmar a los moradores con impuestos, impedirles que se casaran y se enterraran por la Iglesia, y confundirlos con trampas como el sistema métrico, el mapa estadístico y el censo, cuyo verdadero designio era engañarlos y hacerlos pecar (Vargas Llosa 94-95).

Como se desprende de lo anterior, el Consejero promueve entre sus seguidores un patrón alternativo de concebir la realidad, el cual se orienta a entregar a los yagunzos un mensaje fraterno de comunión y de solidaridad con el prójimo. Por supuesto, esta modalidad de concebir el mundo no tiene cabida en el proyecto progresista de la República y su práctica es reprimida por medio del Ejército. Lo llamativo de la acción castrense, y por ende del sistema republicano moderno, es que no es el Consejero contra quien se enfrenta, ni mucho menos su concepción cristiana de aprehender la realidad. Como lo ha demostrado la historia de la acción militar en distintos lugares de América Latina, desde la llegada de los españoles a la fecha, ésta se ha sustentado en un patrón católico que legitima ese accionar. Por ello, resulta muchas veces contradictorio para el lector que el Ejército de la República, católico por definición, pretenda avasallar a una horda de sujetos que sostienen ideas similares en relación a la religiosidad. Por consiguiente, de lo que se trataría, es de que el empuje de la modernidad no tiene problemas con los yagunzos en particular, sino con la alteridad en general, aquellos sujetos diferenciados que se constituyen como obstáculos para la consolidación del denominado progreso, unívoco, universal y homogéneo como lo define Quijano. En este sentido, y así ha quedado demostrado con el genocidio indígena, la esclavitud de los negros y la represión al proletariado, entre otras formas de crimen, la modernidad subyacente en la novela de Vargas Llosa esgrime un discurso unilateral, unidireccional, en el que lo heterogéneo debe ser adicionado mediante la fuerza o simplemente eliminado por no adherir al proyecto progresista, en perspectiva de una avance de la historia con “anteojeras”. Esta es la idea de civilización moderna que se desprende de La guerra del fin del mundo, civilización sobre la cual Francisco Bilbao ya había reparado mucho antes en El Evangelio Americano (1864):

¡Qué bella civilización aquella que conduce en ferrocarril la esclavitud y la vergüenza! ¡Qué progreso, el comunicar una infamia, un atentado, una orden de ametrallar a un pueblo por medio del telégrafo eléctrico! ¡Qué confort! ¡Alojar a multitudes de imbéciles o rebaños humanos, en palacios fabricados por el trabajo del pobre, pero en honor del déspota! ¡Qué ilustración! ¡Tener escuelas, colegios, liceos, universidades, en donde se aprende el servilismo religioso y político, con todas las flores de la retórica de griegos y romanos! (…) ¡Qué adelanto! ¡Esos caminos, esos puentes, esos acueductos, esos campos labrados, esos pantanos disecados, esos bosques alineados y peinados, esas magníficas praderas bien regadas, para que pastoree contenta la multitud envilecida del pueblo soberano convertido en canalla humano, para aplaudir en el circo, para sufragar por el crimen, para servir en los ejércitos, para esclavizar a sus hermanos, para contribuir a la gloria y prosperidad, y civilización de los imperios! (…) ¿No veis que todos los progresos materiales son armas de dos filos, y que los cañones rayados sirven del mismo modo a la libertad o a la opresión? ¿Y no veis que presentar como símbolo o idea de la civilización, lo que se llama progreso material, es hacer consistir la civilización en la transformación de la materia? (Bilbao 742-743).

Como podemos advertir en el extracto de Bilbao, el progreso preconizado por el ejército republicano en la novela de Vargas Llosa, adscribe a esta idea de civilización, la cual es absolutamente incompatible con el proyecto de vida de los yagunzos. Así, el arma de dos filos del progreso material nos muestra su segmento bárbaro, y asistimos como lectores a uno de los genocidios más grandes de los que se tenga noticia en América Latina.

3. Alteridad y narración: las voces del sertón

Como señalábamos anteriormente, el grupo humano que se instaló en Canudos estaba integrado por una pluralidad de sujetos cuyo rasgo central era la marginalidad, esto es, aquellos individuos arrojados del centro hegemónico. En este marco, la tarea del Consejero fue la de aglutinar a esta colectividad bajo los principios del cristianismo y de una sociedad solidaria, fraterna y que asumió el discurso de la República como representante del Anticristo en la tierra. Cada uno de estos sujetos, heterogéneos por definición, tenía algo que decir, un mensaje que transmitir, una narrativa que expresar. El vehículo de esta narrativa, como se puede colegir, es la oralidad. Ahora bien, y si retrotraemos las consecuencias de la “gesta” republicana, observamos que esta pluralidad de voces no tiene alcance ni proyección en la conformación de un discurso histórico autónomo. Es más, cuando tenga espacio en el discurso historiográfico oficial, lo tendrá bajo la perspectiva del sujeto vencedor. Por lo tanto, “la visión de los vencidos”, como diría Miguel León Portilla, estaría por escribirse.

Para Walter Benjamin, la narración ocupa un espacio central en la vida del hombre, al punto de que la considera como una de las modalidades fundamentales para organizar la experiencia. Al respecto señala sobre el sujeto primario que transmite una experiencia: “El narrador toma lo que narra de la experiencia; de la suya propia o referida. Y la convierte a su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia” (Benjamin 65). Esta afirmación es capital y nos introduce en otro de los aspectos importantes que adquieren presencia en La guerra del fin del mundo, pues si entendemos que cualquier vestigio de los yagunzos es borrado por el ejército republicano, se requerirá que otros sujetos, ajenos a ese mundo, intercedan por mantener en el imaginario, al menos en términos discursivos, el proyecto de vida de los seguidores del Consejero. En el caso de la novela de Vargas Llosa, el narrador se convertirá en un mediador, quien, por su posición letrada en el circuito cultural de la época, es propietario de una voz cultural que asumirá el rol de dar a conocer lo que ha presenciado en Canudos: el crimen en su significado integral como diría Da Cunha.

En el universo de personajes y situaciones que constituyen La guerra del fin del mundo, el personaje que se apropia de la responsabilidad de referir el crimen contra los yagunzos será el periodista miope. Este personaje, quien aparece como una fuerza leve pero omnipresente en la novela, y al que la crítica ha identificado acertadamente creemos con Euclides da Cunha, adquiere mayor protagonismo cuando se comienzan a narrar los avatares de la tercera expedición militar que hará frente a los yagunzos. En ésta, la cual se interna en el sertón al mando del Coronel Moreira César, el periodista miope asiste como corresponsal de guerra y uno de los principales responsables de registrar todas las minucias de la guerra. En definitiva, su rol como representante letrado de la República será el de diseñar un relato que vanaglorie las virtudes del Ejército brasileño, principal institución de la nación que luchará contra una horda de fanáticos salvajes que constituyen una prueba de la vesanía y el atraso, obstáculo para el progreso de la patria. No obstante lo anterior, el Coronel Moreira César es asesinado por los yagunzos, la tercera expedición militar de la República derrotada, y el periodista miope se encuentra prácticamente solo en medio del sertón, completamente ciego, pues sus anteojos se han roto durante la huida, y debe afrontar el terror inicial de convivir con los yagunzos durante varios meses, lapso de tiempo en el que se familiariza con la forma de vida del Consejero, el Beatito, los hermanos Vilanova, el León de Natuba, Joao Abade, Joao Grande, Pajeú, Pedrao, María Quadrado, el Párroco Joaquim de Cumbe, entre muchos otros. Posteriormente, vendrá la cuarta expedición militar que aniquilará a los canudos, y el periodista miope logra escapar de la batalla, junto a Jurema y el Enano.

Si analizamos las experiencias por las que pasa el periodista miope podemos extraer que, a pesar de encontrarse prácticamente ciego, éste es un testigo del crimen. De ser el corresponsal de guerra que ensalzaría las virtudes castrenses de la institución republicana, el periodista miope mutará su perspectiva de enunciación hacia la conformación de un discurso que denuncie lo que ha observado. En este sentido, no resulta descabellado pensar que La guerra del fin del mundo, al igual que como ocurre con los pergaminos de Melquíades en Cien años de soledad, revelen ser el testimonio de un individuo que presenció la masacre de niños, ancianos, mujeres, enfermos y hombres desarmados, y sea a la vez una narración en la que el periodista miope se incluya en el relato narrándose a sí mismo. Por ello, consideramos que un episodio fundamental en la novela es la conversación que se desarrolla entre el periodista miope y el Barón de Cañabrava, a quien el corresponsal recurre en busca de trabajo. El Barón, representante del alicaído y obsoleto sistema monárquico, y uno de los principales afectados por la Guerra de Canudos (recordemos que él precisamente era el propietario de la hacienda en la que se establecieron los yagunzos), sostiene un intercambio verbal de varias horas con el periodista miope, en el que éste le refiere el accionar criminal del ejército republicano, y sintetiza a la vez el proyecto de vida alterno de los seguidores del Consejero:

- ¿Qué lo angustia así? – dijo el Barón –. ¿La sospecha de que el Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir a los hombres? (…)

- Hasta en eso he pensado – dijo el periodista miope –. Si era Dios, si lo envió Dios, si existía Dios… No sé. En todo caso, esta vez no quedaron discípulos para propagar el mito y llevar la buena nueva a los paganos. Quedó uno solo, que yo sepa; dudo que baste (…) Pero, más que su posible divinidad, he pensado en ese espíritu solidario, fraterno, en el vínculo irrompible que consiguió forjar entre esa gente (Vargas Llosa 398).

Del fragmento anterior es posible extraer algunos elementos relevantes. El primero de ellos es el de la ausencia de voces que permitan difundir el relato de la labor del Consejero hacia los pobladores del sertón. Al revisar la novela encontramos dos sujetos, entre el universo humano de los yagunzos, que tienen la misión de mantener en la memoria las enseñanzas del Consejero. Uno debiera ejecutar el designio por medio del canal escrito, el otro a través de la oralidad. En relación al primero, el León de Natuba señala: “Yo escribía todas las palabras del Consejero (…) Sus pensamientos, sus consejos, sus rezos, sus profecías, sus sueños. Para la posteridad. Para añadir otro Evangelio a la Biblia” (456). Respecto al segundo canal de transmisión, será el propio Consejero quien asignará la función propagadora, responsabilidad que recaerá en Antonio Vilanova: “Anda al mundo a dar testimonio Antonio, y no vuelvas a cruzar el círculo. Aquí me quedo yo con el rebaño. Allá irás tú. Eres hombre del mundo, anda, enseña a sumar a los que olvidaron la enseñanza. Que el Divino te guíe y el Padre te bendiga” (480). Como es fácilmente desprendible, ninguna de las dos misiones logró concretarse. De ahí la relevancia del periodista miope como sujeto que irrumpe en el marco narrativo de La guerra del fin del mundo como mediador discursivo. Si nos remitimos a la clásica pregunta de Gayatri Spivak, “¿Puede tener voz el subalterno?”, comprobamos que en el caso de esta novela, los personajes a los que se les ha asignado la tarea de transmitir una experiencia, por su condición de marginados, carecen de toda posibilidad en la construcción de un discurso autónomo. Es por ello que, en este caso, se requiere de la mediación o intercesión de un individuo que haya transitado y comprenda a fondo las perspectivas en pugna. Pues el periodista miope, como aclarábamos, se internó en Canudos como corresponsal de guerra representante de la República, pero al entrar en contacto con los yagunzos asumió una perspectiva de enunciación contraria a la que le fue inculcada en su lugar de enunciación. Por ello, no nos genera extrañamiento una de las frases que marcan su diálogo con el Barón de Cañabrava: “Canudos ha cambiado mis ideas sobre la historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí” (401).

Por otra parte, señalábamos que en la conversación del periodista miope con el Barón de Cañabrava hay elementos esenciales que permiten sustentar una reflexión en torno a la mediación del relato. En este sentido, el nexo que establecemos entre modernidad y crimen tiene su asidero en el enfrentamiento desplegado entre la tesis progresista y el “espíritu solidario y fraterno” que preconizó el Consejero en el sertón. Sólo así la mediación del periodista miope reclama sentido. Ante la pregunta del Barón sobre la cantidad de muertos al término de la guerra, el periodista miope no repara en hacer diferencias:

- Entre veinticinco y treinta mil (…) No hablo de los muertos del Ejército (…) Sobre ellos sí hay estadísticas precisas. Ochocientos veintitrés, incluidas las víctimas de epidemias y accidentes (…)

- En Canudos no podía haber treinta mil almas [dijo el Barón]. Ningún pueblo del sertón puede albergar a esa cantidad de gente.

- El cálculo es relativamente simple – dijo el periodista –. El General Oscar hizo contar las viviendas. ¿No lo sabía? Está en los diarios: 5.783. ¿Cuánta gente vivía en cada casa? Mínimo, cinco o seis. O sea, entre veinticinco y treinta mil muertos (365-366).

El análisis de La guerra del fin del mundo revela los pilares en los que se ha sustentado la arremetida de la modernidad y el progreso no sólo en Brasil, sino en los distintos países de América Latina. El nacionalismo exacerbado, la unificación de los valores de la patria en un patrón unívoco de sentido, categorizando la diferencia no adscrita a ese ideal moderno progresista como un síntoma de atavismo o atraso, es un indicio claro del impacto de Occidente en esta región del mundo.

Para cerrar estas reflexiones nos parece relevante enfatizar que una crítica responsable con la producción literaria de nuestro continente, que como decíamos ostenta obras que se han dado a la tarea de referir los crímenes en los que está cimentada nuestra historia, no puede eludir su rol de evidenciar que la creación poética latinoamericana establece nexos insoslayables con su proceso de enunciación, y que las matrices conceptuales para abordar estas obras deben surgir de los textos mismos. El crimen en la narrativa latinoamericana es una presencia permanente, y su nexo con el testimonio, la escritura (o metaescritura si se quiere), la memoria, la narración, son problemas que debieran considerarse en el examen de nuestra producción literaria. Así, el trabajo del crítico debiera contribuir paulatinamente a la conformación de una sociedad más democrática en la que el pensamiento crítico deje de ser visto como una práctica subversiva, sino más bien como una operación inherente al sujeto libre, individual y diferenciado.

 

 

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Bibliografía

Benjamin, Walter. El narrador. Trad. Pablo Oyarzún. Santiago: ediciones / metales pesados, 2010.

Bilbao, Francisco. El Evangelio Americano. Francisco Bilbao 1823-1865. El autor y la obra. Ed. José Alberto Bravo de G. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2007.

Cornejo Polar, Antonio. “La guerra del fin del mundo: sentido (y sin sentido) de la historia”. Hispamérica, N° 31,  1982.

Coronil, Fernando. “Más allá del Occidentalismo: hacia categorías geohistóricas no imperiales”. Casa de las Américas. N° 214, enero-marzo 1999.

Da Cunha, Euclides. Los sertones. Campaña de Canudos. Trad. Benjamín de Garay. Ed. Florencia Garramuño. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003.

Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. Edgardo Lander [Compilador]. La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Buenos Aires: CLACSO, 2000.

Rama, Ángel. “Una obra maestra del fanatismo artístico. La guerra del fin del mundo”. Revista de la Universidad de México. N° 14, junio, 1982.

Vargas Llosa, Mario. La guerra del fin del mundo. Buenos Aires: Seix Barral, 1981.



 


 

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