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Epifanía
de una sombra
Editorial
Sudamericana, 2000
Mauricio Wacquez
Cuando los movimientos de la vida comienzan a ser recurrentes y nos
asombramos de que una misma cosa suceda repetida y testaruda, en lapsos
más o menos cortos, creemos, sin razón, que nos podemos
aventurar más allá del presente para, así, convertirnos
en oráculos de nuestro propio acontecer. El año siguiente,
el último que pasaría Santiago en el colegio, fue planeado
con una. meticulosidad
que no podía cumplirse por más que nuestra primera reflexión
fuera cierta. La ciudad de Santiago era un ente vislumbrado en retazos
indistintos y la casa de Juan Pablo un lugar donde nadie podía
hacer ruido ni respirar.
Santiago insistió pues en ser huésped de su hermana
Rosario, por razones de edad y de libertad. La madre no tuvo que intimidar
a la pareja para que aceptaran los fastidios que aquel hermanito nubil
aportaría. Aunque estos alcances corresponden con el año
siguiente, último antes del bachillerato. Éste, que
siguió al año de la enfermedad, fue planeado, como ya
dije, pero ninguno de los acontecimientos cumplió con el requisito
sine qua non de ser una verdadera profecía; es decir ninguno
o casi ninguno se cumplió. En primer lugar, a las dos semanas
de haber comenzado las clases, Andrés inició una correspondencia
telefónica que consistía en llamar a Santiago tres veces
por semana, a la hora del estudio de la tarde. Así fueron anudándose
planes que nada tenían que ver con los que él había
premeditado. Una etapa de su aprendizaje que sólo más
tarde, reconoció como parte de su verdadera iniciación.
A las siete, Matamala golpeaba discretamente el vidrio de la puerta
de la sala de estudios. Se acercaba al prefecto que leía una
novela porno escondida en su devocionario y le musitaba una frase
al oído.
Warni -decía el prefecto-. Teléfono.
Un día, a la vuelta de una de estas excursiones, el frater
lo detuvo y le preguntó si en su casa había alguien
enfermo. No, enfermo no, tengo un amigo, usted lo conoce, que siente
nostalgia de este colegio y me llama. Sans blague, dijo alarmado;
¿su amiguito Aránguiz, n'est pas? Sí, mi amiguito
Aránguiz, le achuntó. Otro chiflado que lloraba sus
ojos por la elegante, superior, erudita, lujuriosa y sensual pareja
que constituíamos el Aránguiz y yo al sur del Antivero.
Una manera más del extravagante mundo en el que se movían
los deseos reprimidos de aquellos legos.
No sabes donde vivo; ¿me dijiste que tu casa estaba en el
barrio alto? Sí, en la calle Pocuro. Pues yo soy pura cebolla,
en San Pablo abajo, más allá de la Quinta Normal, en
una cancha llena de carros. La casa está al lado, una viejísima
casa de corredores interiores, cuyo estilo colonial ha sido mantenido
por un tío maniático que nunca he visto. Todos dicen
que la mantenía como garconnière pero esta hipótesis
habría sido demasiado simple para atribuírsela a mi
estrafalaria familia: lo que hacía, antes de que arreglaran
los dos departamentos en que vivo, era preocuparse de los árboles
y las plantas del enorme parque interior, un hortus clausus sólo
para él. Se sentaba en una silla de jardín y miraba,
miraba... Oye, Matamala me come des yeux, ¿qué le digo?
Muéstrale el paquete. Está demasiado gordo, no, mejor
háblame de tu vida pervertida. Un primito, ese sí que
vive en el Barrio Alto, se ha prendado de mí y me invita a
comer a su casa; una casa de turco, fantástica, llena de cuadros
de Pacheco Altamirano, retrato de mi tía por Sangróniz
y algún cuadro colonial cuyo autor debe ser tan falso como
el modelo; bueno, el primito este, de mi edad, le dicen Jack, no tu
Jacques, no, algo más siútico porque se llama Juan y
de ahí a John, a Johnny, a Jack; de todos modos es muy simpático
y mandado a hacer para la farra, me ha hecho conocer todos los antros
de mala nota de la calle Ricantén; na que ver con la Pola;
aquí, al entrar, se escuchan chillidos: "¡Llegó
el colegio! ¡Niñas, a prepararse!" Como no tenemos
la edad, no nos pasaban al salón sino a una salita donde las
pupilas se colocan en semicírculo, todas sonrientes y en la
misma pose con la mano en la cintura... bueno, chao, la próxima
te cuento más, muérete.
Matamala, que había esperado durante toda la conversación,
diría: Yo no sé lo que tienen ustedes dos pero no debe
ser nada bueno: ¡Ya!, ¿me acompañái o me
voy solo? Me acompañaba, su celo laboral era tan esmerado que
caminaba delante del alumno con su delantal que no alcanzaba a cruzarle
el traste. La parte central mostraba los glúteos que subían
y bajaban con un énfasis de metrónomo: ¡Cham!,
¡cham!, ¡chara!, ¡cham!, y antes de abrirme la puerta
del estudio me decía: ¡Estás un churro!
Otra vez: Nos sentamos en esos sofás de caoba, cada uno en
una punta y miramos a las pájaras como si fueran artículos
de charcutería, que en lo más profundo de mí
me producían unas náuseas intolerables. Casi siempre,
en estas salidas, yo elegía rápido, a la más
joven y bonita y me la llevaba a la "pieza directo" porque
si viene la secreta, ya sabes... pero, no sé si te ha pasado,
que después de acabar quedas con más ganas que antes.
Y así recorríamos todos los tugurios de la calle. Terminábamos
casi siempre en el Charles de El Golf, donde pernoctan los ex play
boys de la sociedad, todos de uniforme azul marengo y ese tufillo
mezclado a whisky y Carven; oye, Chago, ¿todavía te
controla Matamala? Sí, ahí está como una carabina,
lamiéndose los labios como si yo fuera una laucha blanca. Pa
decirte lo que me pasa en Ricantén: todas me tienen miedo,
que me ponga una toalla amarrada al pico; un día de éstos
voy a creer que la tengo grande. Después, el Charles aparece
como un gran barco art decó, en cuya barra todavía se
cuentan hazañitas deportivas y sentimentales. Pero si los miras
bien llegas a la conclusión de que parecen una triste manada
de calderones varados en una playa de Tierra del Fuego. Mi primo se
mueve por el local como carne fresca de recambio. Porque la alopecia,
el derrumbe de la piel, las guatas inocultables, los ojos con conjuntivitis
y el acoso diario de la impotencia desdicen el glamour que podrían
tener. Fue la generación de los Gonzalos, de los Pablos, de
los Sebastianes, de los Manueles y Joaquines. Total, que la abundancia
de cuarentonas ninfómanas y desatendidas convierten esa cacería
nocturna en algo más sancto que las horribles y peligrosas
excursiones a Ricantén; Chago, me imagino que sigues ahí.
Sí, y me correría una paja si no me estuviera mirando
Matamala. Están diciendo puras cochinadas, ya pues. Warni,
córtela que la luma me la meten a mí después.
Bueno, Andrés, te dejo, este colisa está a punto de
saltarme encima. Ya. Chau.
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