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El esteta libertino / Mauricio Wacquez según Manuel Vicuña (Cita)
Blog de Patricio Pron
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Con el tiempo, Wacquez se convertiría en el epítome del esteta y en el gran apologeta del hedonismo. Escribió la prosa suntuosa de un mandarín, tratando al lenguaje como otra zona erógena donde desplegar la voluptuosidad de las formas. En sus relatos y en sus novelas indagó sobre los placeres de la carne, las subversiones del deseo, las perversiones del amor y el goce del poder como hechos biológicos ajenos a los mandatos morales y a las buenas costumbres.
Tartamudo hasta la irrisión, de joven se inscribió en cursos nocturnos de teatro con el único fin de superar ese defecto, que juzgaba un atentado contra el imperativo estético de la vida. Más tarde se convirtió en un profesor universitario con un despliegue verbal deslumbrante. Doctor en filosofía por la Sorbona, con una tesis sobre el lenguaje en San Anselmo, enseñó filosofía e historia de la cultura en universidades de Chile, Francia y Cuba, antes de emigrar definitivamente a España, en 1972, a los treinta y tres años, convencido de la inminencia de un golpe de Estado.
Se establece en Barcelona, centro de irradiación de la nueva literatura hispanoamericana. Wacquez vivió en España hasta su muerte, de forma más bien precaria, a veces endeudado hasta las cachas. Se apañaba con trabajos para editoriales, sobre todo traducciones de autores franceses como Flaubert y Cocteau, y escribiendo por encargo textos tan variados como ensayos sobre Yourcenar, Hemingway, Sartre y Borges, además de una enciclopedia sobre pesca deportiva en seis tomos, que nunca se editó (aparentemente le rescindieron el contrato) y acabó por arruinarlo. Wacquez se pasaría el resto de su vida esperando una herencia que al final le birlaron.
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Convencido del derecho del narrador a experimentar a su antojo, sin preocuparse por pastorear a los lectores desprevenidos, Wacquez burló las fronteras entre los géneros para evitar el encasillamiento, desacatando todas las reglas literarias de los "burócratas de la realidad", como llamaba a los detractores de Borges. En vez de las convenciones del arte de la narración, propuso la incertidumbre, el vértigo y los disturbios de una literatura sacada de quicio. El aluvión de su prosa se salió de cauce mezclando los materiales lingüísticos de la poesía con los apremios reflexivos de la metafísica. Escritor experimental, no obstante desdeñaba las vanguardias y admiraba la prosa diáfana de autores clásicos, como Yourcenar y Radiguet. Definitivamente, su gusto como lector no se corresponde con su forma de escribir.
Orgulloso autor de minorías, prosista absorto en su propio virtuosismo hasta el extremo de la hipertrofia expresiva, escritor neobarroco aficionado a los fastos del lenguaje rangoso, Wacquez sólo escribía para el "lector macho" descrito por Cortázar: alguien que complementa y releva al autor en la producción del sentido. Sus textos pueden realizar cambios fulminantes de puntos de vista; alternar los registros realistas con los pasajes oníricos y las derivas de una conciencia febril o alucinada; violar la verosimilitud histórica y geográfica, ensamblando épocas y lugares al arbitrio de un montaje desquiciado, y hacer de la identidad de los personajes un fluido que circula entre distintos nombres propios.
Frente a un hombre armado (Cacerías de 1848) moviliza y exacerba todos estos procedimientos. Publicada en España en 1981, esta novela indaga en el sexo polimorfo como metáfora del poder basado en la complacencia erótica entre el verdugo y la víctima, el cazador y la presa, el amo y el siervo. ("La docilidad del sometido ¿se debe sólo a una disposición del que lo somete? ¿No hay también un consentimiento previo aparejado a un goce secreto?"). Este libro de madurez trabaja sobre la fuerza ciega del poder teniendo en mente el golpe del 73, tal como hicieron José Donoso en Casa de campo y Jorge Edwards en Los convidados de piedra. En Frente a un hombre armado, la dialéctica del sadomasoquismo pone en movimiento un escrutinio a fondo de la naturaleza humana y su violenta pulsión de vida. Los responsables de la distribución del libro prefirieron no importarlo a Chile para ahorrarse el escándalo.
"Mi universo narrativo es de total libertad", decía Wacquez, "y también las coordenadas morales en que se mueve". A su manera, en todos sus libros homenajeó el verso de William Blake adoptado como epígrafe en Excesos, una colección de relatos que escribió mientras deambulaba por Francia a fines de los sesenta: "The road of excess leads to the palace of wisdom". La narrativa de Wacquez recorre esa ruta y los excesos que explora trastornan el orden de las familias, las jerarquías sociales y los preceptos valóricos de ateos y creyentes, de conservadores y revolucionarios.
Además de una proyección de su vida transgresora, su literatura es un pretexto para darle espesor a su propia biografía, que incluyó la práctica del sexo predatorio con un desenfado que mezclaba el gusto pagano por los efebos con el hedonismo sin remordimientos de un discípulo de Sade. "Soy un hedonista innato y la libido es la emoción sexual que nos da impulso para poder vivir", declaró. "Nada hay en el mundo que me pueda apartar de la prosecución del placer, y me he dado permiso para todo". En España, algunos amigos con niños o hijos adolescentes, sabiendo los puntos que calzaba y sugestionados por las historias escabrosas que le rondaban, preferían tomar precauciones e irse a la segura. Porque las partidas de caza de Wacquez traspasaban los cotos vedados. Cuando vivía en Calaceite viajaba a Barcelona a recoger chavales de la calle, como dicen allá, para después festinar a lo grande, durante todo el fin de semana, haciéndole honor a su fama de libertino. Wacquez hablaba del "impulso libidinal" como una flecha imantada por los seres más diversos, pulsando el arco, con aire provocador, en dirección a la zoofilia.
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Wacquez tenía motivos de sobra para cuestionar la homilía revolucionaria. En 1970, mientras vivía en La Habana, la persecución a los homosexuales por parte del castrismo, que se esmeraba en confinarlos en campos de "reeducación mediante el trabajo" forzado, llevaba años en ejercicio y ya no era un misterio para nadie. De vuelta en Chile, en 1971, se sumó el encarcelamiento de su amigo, el poeta cubano Heberto Padilla, caído en desgracia ante el régimen. El bullado "caso Padilla" forzó a los intelectuales de izquierda a tomar partido por la libertad de expresión o por la fidelidad sin reservas al gobierno de Castro. Wacquez optó por lo primero, mezclando la candidez del iluso con la osadía del tránsfuga: junto a Enrique Lihn, otro escritor con vocación de disidente, acudió a la embajada cubana en Santiago al día siguiente de la detención de Padilla, con ánimo de pedir explicaciones a los diplomáticos a cargo. Se las dieron: si está preso, algo habrá hecho; punto.
Entre los ripios de la rebelión estudiantil y la revolución armada, la "exaltación del hedonismo" se presentó como una vía de escape afín a su sensibilidad anarquista, a su ánimo de fronda, a su temple parricida. Wacquez se identifica con Diógenes de Sinope, el filósofo cínico que "pretende poner en jaque a la polis", y con otros "fustigadores de tontos". De ahora en adelante nunca declinará su impaciencia con las fanfarrias revolucionarias, los dogmáticos de turno y la tiranía de los puros. Durante la Unidad Popular andaba con un pasaje de avión abierto que agitaba en la cara de sus amigos cuando las discusiones políticas se ponían odiosas y encallaban en el dogmatismo, anunciándoles que en cualquier momento se largaba. De hecho, tal como se integró al grupo de Rivano, de la noche a la mañana, así se largó, sin avisar ni despedirse, dejando un recuerdo medio espectral entre sus colegas del Pedagógico.
En su libro de memorias Fantasmas literarios, Hernán Valdés recuerda al Wacquez de esa época como alguien siempre de paso, en fuga, que hablaba y vivía con una intensidad desbordante. El crítico y novelista Camilo Marks asistió a sus clases de introducción a la filosofía; lo evoca como un profesor "magnético, mesmérico, encandilador", que no pasaba inadvertido entre la exótica fauna que merodeaba en los jardines del Pedagógico. En ese caldero ideológico, un espacio de candentes asambleas políticas que derivaban en batallas campales, Wacquez encontró un terreno de cultivo idóneo para su espíritu discrepante. Durante la Unidad Popular, algunos estudiantes asistían a clases con la pistola al cinto; Wacquez los fletaba al toque. El historiador Iván Jaksic, estudiante de filosofía en esos años, lo recuerda como un orador "valiente y confrontacional", alguien que "no daba tregua" en las asambleas.
Pitucón sin plata pero desprendido, francófilo con aires de gran señor y amante de los gatos, Wacquez tenía los gustos refinados de un dandy y su concepto de la elegancia comprendía el uso de sombrero y bastón de cacha de plata o marfil. Siempre en deuda con los editores o con uno que otro amigo, no sólo pedía dinero para salir del paso, sino para satisfacer gustos estrafalarios, como dar mil dólares en propinas durante un paseo en yate al cual había sido invitado. Igual que el poeta peruano Antonio Cisneros, se hizo su fama en el circuito literario de conferencias, encuentros y ferias por darse la gran vida a costa de los organizadores, a quienes les dejaba cuentas impagas en tragos y comidas.
Incisivo y vehemente, de risa estentórea y maneras teatrales, reunía los atributos discordantes de los tipos temperamentales: descreído y supersticioso, encantador e intratable, entusiasta y sombrío, profundo y frívolo, afable y hosco, eufórico y depresivo. Alfredo Bryce Echenique, que lo conoció bien, definió a Wacquez como "un gran pesimista que muy sinceramente deseaba que todo saliera bien, incluso perfecto". Hacia 1980, mientras se debatía entre si dedicarle o no la novela El jardín de al lado a Mauricio, Donoso apuntó en su diario: "Como siempre maravilloso, insoportable, intransigente, siempre renovador y cariñoso".
Wacquez a veces vivía como una tromba, prodigándose en actividades; otras se hundía en la desidia y se pasaba días viendo televisión con la indolencia de un hombre acabado, mientras Francesc le cubría las espaldas asumiendo los trabajos editoriales que le habían encomendado. Trabajaba a ráfagas y su relación con la escritura siempre fue discontinua, al punto que su prosa, descuidada durante largas temporadas, podía enmarañarse como un jardín abandonado en un clima tórrido.
Era un tipo liviano de sangre y sin aires de suficiencia, a quien le gustaba conversar sin apuro, intercalando los temas más diversos (lo más frívolo, lo más sesudo) con una agudeza jovial y disparatada que seducía a sus interlocutores. Mezcla sin precedentes ni sucesores de intelectual refinado, militante del hedonismo y huaso colchagüino, Wacquez conjugaba el profundo conocimiento de Stendhal o Proust y las claves de la arquitectura posmoderna de Ricardo Bofill, con la erudición sobre el arte de la pesca y los arcanos de las carreras a la chilena y del rodeo. Se prodigó e incluso se disipó en distintas aficiones, encarnando el espíritu del diletantismo en una época de profesionalización de los escritores hispanoamericanos.
En esto Wacquez difirió de su admirado José Donoso, escritor a tiempo completo impregnado de literatura y turbado por deseos de reconocimiento. Wacquez siempre estuvo dispuesto a desviarse, a dejarse llevar, a flotar a la deriva. No estaba para hacer carrera. Por lo mismo, nunca se enclaustró en la literatura o en la condición de escritor. La vida lo tentaba con una gama demasiado amplia de placeres físicos e intelectuales: navegar en velero, pilotear aviones, pescar y cazar, cocinar exquisiteces, degustar vinos y conversar y agasajar a sus amistades, que iban desde la señora socialité hasta el motoquero gay enfundado en cuero.
Murió el 14 de septiembre del 2000, a los sesenta y un años, días antes de que saliera de imprenta Epifanía de una sombra, el más autobiográfico de sus libros. Un fin previsible para quienes sabían de sus aficiones: las enfermedades de Wacquez llevaban años despertando presunciones de sida. Desde su muerte, el festín de Wacquez evoca esa desmesura transgresora, de destino trágico, que los griegos llamaban hybris. Varios años menor, Francesc murió veinticuatro horas después, de sida también, en el mismo hospital de Teruel. Wacquez concluyó Epifanía de una sombra sabiendo que corría contra el tiempo: contra la muerte, en definitiva, y contra el deterioro físico, mientras tanto. Hecho bolsa, fue perdiendo la capacidad de hablar y por un tiempo hasta la capacidad de leer. Hay que imaginarse a Wacquez, el traductor, mirando las palabras de su propio manuscrito como si fueran los signos de una lengua desconocida e inescrutable. En una fonda situada sobre la carretera, a los pies de Calaceite, apareció un día cualquiera, ya en las últimas, de pantuflas y bata, pidiendo refugio tras fugarse del hospital. Necesitaba que lo escondieran para avanzar en su trabajo sin ser importunado.
En
Manuel Vicuña
Fuera de campo: Retratos de escritores chilenos
Santiago de Chile: Hueders, 2014