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"Los más terribles sueños imposibles"
¿Qué hacía yo el 11 de septiembre de 1973?. Lom Ediciones 1997
Por Mauricio Wacquez
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Los días martes se cuentan entre los más anodinos de la semana. Parece que, salvo en eso de la suerte, nada sucede en martes, ni muertes, ni loterías, ni, claro está, para nosotros chilenos, golpes de Estado. Pues bien, a las once y media de la noche del martes 11 de septiembre de 1973, el último telediario español dio cuenta de los hechos cotidianos habituales, esos telediarios que ocultaban mucho más de lo que pretendían informar. Después de los deportes le llegó el turno al tiempo y después del tiempo -ya mis amigas Elsa Arana Freire, Ana María Pecanins y yo mismo estábamos adormilados frente al televisor- un flash de última hora nos despabiló en forma brutal: se había producido un golpe de Estado en Chile, la Moneda había sido bombardeada y no se conocía la suerte que había corrido el Presidente Allende.
Este pavoroso despertar nos hizo precipitar al teléfono, sin saber en realidad a quién llamar, si no fuera a la familia. Llamé a mi casa de la avenida Holanda y mi inefable cuñado apenas pudo disimular el placer que le producía el hecho político. ¿Y Allende?, pregunté. Tu valeroso presidente se pegó un tiro antes de responder por sus fechorías. Corté, obvio, porque en la tele estaban dando la noticia de que el Presidente Allende había muerto en circunstancias aún desconocidas.
Pensé de inmediato en mis amigos, en mis colegas de la Universidad de Chile, donde habían enseñado tantos maestros y era un centro de discusión filosófica de altísima calidad -esa Facultad de Filosofía que hervía de ideas y posturas maximalistas, sobre todo acerca de cómo debía hacerse la política-; pensé en esos alumnos radicales, en los puros, en los violentos, en los escépticos y también en los oportunistas. Todos debían estar escondidos o escondiéndose, sin ninguna experiencia en asonadas, pogroms y represiones Pensé en el que había muerto y los que estarían muriendo en ese momento. Y en los que morirían. Imaginar a un hombre huyendo de su propia historia, de sus ideas, de sus convicciones, para salvar la vida, era tan inexplicable que una parte de mí intentaba negar la realidad de aquella protervia.
También pensé en mí. En lo que podría estarme ocurriendo si hubiera estado en Chile. Ya el Pedagógico debía ser un lugar donde la cacería tendría una máxima incidencia. Aunque yo no pertenecía al régimen de la Unidad Popular y mi acción era más bien teórica -bueno, enseñaba filosofía-, siempre me sentí chapoteando dentro de un anarquismo marginal que, ahora lo sé, me ponía en contra de todos, salvo quizás de algunos profesores y alumnos del Departamento de Filosofía. Es decir, mi papel era ínfimo y denostado por mis colegas de la Unidad Popular y por la derecha. Pese a mi carácter vehemente, nunca consideré enemigos a los colegas que se habían adscrito al régimen. Más bien me sentía un animal crucial, como ese iracundo que se pone anteojos oscuros para no ver el sol. Tanta historia contemporánea me había familiarizado con el horror político y si algunos de mis alumnos de ese tiempo, 1971,1972, recuerdan mis clases, sabrán que, paralelamente al movimiento político y social que se vivía en Chile, algunos profesores de filosofía, entre ellos yo, hacíamos de aguafiestas, recordando al reguero de muertos que las ideas habían dejado a lo largo del siglo XX. Recuérdese que éramos profesores de filosofía y que nuestro papel debía ser ése: corromper o desvirtuar el proceso chileno. Los autores que comentábamos con mis alumnos eran Koestler, El cero y el infinito, Merleau-Ponty, Humanismo y terror, Klaus Heinrich, Antiguos cínicos y cinismo contemporáneo, en versión castellana del filósofo y profesor Ian Mesa, quien por cierto, hostigado políticamente por sus amigos comprometidos, tiró la toalla y se pegó un tiro el 8 de julio de 1971. Leíamos a Maquiavelo y nos entusiasmaba el materialismo (y cinismo) del pensamiento de implacables fustigadores de tontos como Diógenes, o posturas como las de Calicles frente al idealismo de Platón. Tras mis amargas experiencias de mayo del 1968 en París y de un año en Cuba, en 1970, había pocos caminos que no estuvieran trillados. Uno de ellos, surgido del bofetón que los nihilistas de la Sorbona le dieron a la sociedad bien pensante, fue la exaltación del hedonismo, de autores como Marcuse et al de la Escuela de Frankfort, de vociferantes como Jerry Rubin o Abbie Hoffman, de profesores tan serios como Norman O. Brown, o de clásicos como Donatien Alphonse Francois de Sade, marqués de Lacoste, o finalmente como Bakunin y los socialistas utópicos. No señalaré la contribución que mis compañeros y colegas de profesión aportaron en ese tiempo a la defensa de la utopía y de la libertad, creo que cada cual debe aguantar su vela. En todo caso, sus escritos están ahí y pueden ser fácilmente consultados. Lo que me interesa consignar aquí es que nuestro trabajo iba encaminado a hacer la crítica de una sociedad que no difería mucho de la de los hombres libres de Atenas en tiempos de Diógenes. Encandilados por el pensamiento luminoso de éste, de Antístenes, de Sexto Empírico, de Cicerón, pretendíamos alertar a nuestros conciudadanos sobre los errores de la ignorancia y sobre la insidia de siglos de sabiduría política de la derecha. Un ejemplo de los primeros fue un disparate que repugnaba a cualquier espíritu más o menos racionalista: la subida aritmética, en enero de 1971, en un 100 por ciento del sueldo de todos los chilenos.
La economía es una ciencia de derechas. No se puede jugar con ella, ni despreciarla ni mediatizarla. Pero tampoco se la puede adjetivar. El concepto "economía revolucionaria" tiene una contradicción en los términos. Como también nos parecía insensato hablar de democracia revolucionaria, pues la adjetivación nos hacía temer que tendríamos que pasar por ese, según Marx, "necesario" paréntesis de la libertad, la dictadura del proletariado, previa a la sociedad sin clases. Nosotros queríamos la libertad pero sin interregnos de tiranías. Quiero decir que, como todo se hacía "a la chilena", no había razón para que nosotros no fuéramos originales, incluso al precio de esa "hermosa extravagancia", como alguien escribió en un muro de la Escuela de Filosofía: "Abofetear a Lenin".
Sí, esa noche barcelonesa pensé en todos y cada uno de esos protagonistas de la libertad y el desatino. Ellos, que no tenían infraestructuras partidarias, debían estar huyendo como conejos, abocados al terror oficial pues sus dossiers, elaborados por el Partido Comunista, que era el encargado de Investigaciones durante Allende, estaban a la vista de todos los que los quisieran ver y sólo era cosa de buscar a la gente por lista. En esos terribles días universitarios de 1972, un alumno, simpatizante de nuestras ideas, llegó atrasado a clases y le vi inequívocamente el bulto de una pistola bajo la chaqueta: lo invité amable pero perentoriamente a abandonar la sala. ¿Por qué?, me preguntó. Salí fuera con él y le respondí: porque aquí y ahora deberás elegir entre la filosofía y ese artilugio.
¿Estarían muertos? Esa juventud maravillosa, confusa, lozana como el rocío, atarantada, esos muchachos lirios, esos muchachos espinos, ¿estarían muertos? Y los otros, los que no tenían por qué pensar como yo pero que eran mis amigos, mis camaradas de infancia y de gustos literarios, ¿hacia dónde correrían? ¿en qué forma estarían muriendo? Porque, me dije, como yo no pertenecía a ningún partido y, en principio, no era un blanco relevante parapetado detrás de la derechura de mi familia, tal vez habría pasado inadvertido. Pero no, creo que en esos momentos me habrían matado por equivocación, por haber roteado a algún paco o porque, demasiado acostumbrado a la molicie de la libertad, le habría dicho a cualquiera que me interpelara, esa frase chilena, pilar de la decencia de nuestras instituciones: ¡usted no tiene derecho!
La mañana del 12 de septiembre, la noticia llenaba todos los medios de comunicación y mi despacho en la Editorial Labor se convirtió en una especie de sede de un gabinete de crisis, papel que posteriormente cambió por el de consulado oficioso y oficina de recepción de refugiados. Primero hablé con los Donoso, por si tenían noticias. No las tenían, salvo un telefonazo de una dama chilena que le había dicho: no ha muerto nadie, linda, puros rotos nomás. Tampoco sabían mucho de los otros chilenos que vivíamos en Barcelona. De Jorge Edwards, que por casualidad estaba en Barcelona y no en su puesto de embajador accidental de Chile en París, no supe hasta muy entrada la tarde. En general, todos decidimos, debido a nuestros trabajos, reunirnos el fin de semana en Calafell, pueblecito marítimo donde vivía el editor Carlos Barral.
Entretanto, los detalles del asalto al poder llegaban casi en su minucia. Las caras de alegría no faltaban pero en general, en nuestro medio, había un ambiente de luto regio, sobre todo después de escuchar el último discurso del Presidente Allende, joya literaria y ejemplo de la verdad profunda y postrera de un estadista superior. Ver las ruinas de La Moneda y las primeras medidas que tomaban los jerarcas de aquella asonada que tanto tenía de sartreana Republique des Porc, eran experiencias lejanas, que a nosotros no nos comprometían personalmente, pero que fracturaban en un instante un modo de felicidad, la dignidad intachable de un pueblo benevolente y cortés. Era tal la incredulidad que nos sorprendíamos dando un respingo como cuando de pronto recuerdas que anoche tu amigo ha muerto.
El viernes 14 nos reunimos en casa de Carlos Barral. Hay que recordar que en España tampoco se podía expresar muy efusivamente la iracundia por la sublevación de la soldadesca y que habíamos aprendido a leer entre líneas y a hablar en medias palabras. En la terraza, frente al mar, nos reunimos José Donoso y María Pilar Serrano, Jorge Edwards y Pilar Fernández de Castro, Carlos e Yvonne Barral y otros escritores españoles. Era verano y Jorge Edwards se sentía, se sabía ya, ex diplomático, tal como se confirmó poco después. Paradójicamente, había terminado de escribir Persona non grata y dijimos que debido a las simetrías del terror, sería un libro con malos augurios puesto que no se vendería ni en Chile ni en Cuba. Pero ya Jorge Edwards estaba acostumbrado a ser un escritor incómodo tanto para la derecha como para la izquierda. Ricardo Muñoz Suay ponía su granito de ironía recordando que los militares no hacen nada desde muy temprano. Juan Marsé reargüía recordando que Ortega y Gasset creía que en general los generales tienen pocas ideas generales. El más hundido era José Donoso, desolado como un niño perdido en la muchedumbre. Claro, José Donoso siempre tuvo un sentido agudísimo de la decencia política, de la justicia y de la libertad, reflejadas perfectamente en sus obras, pero nunca se acercó demasiado a los centros reales del poder. Él se conformaba con sus venerables diputados y senadores pues sabía que el cinismo y los peligros de la fuerza eran inherentes a la condición humana y que cualquier cosa podía resultar de su frecuentación. Tenía cara y actitud de huérfano. Los Donoso y yo estábamos instalados desde hacia tiempo en Barcelona y la familia Edwards se disponía a trasladarse a esta ciudad desde París, a vivir un exilio incierto. Carlos Barral intentaba levantarnos el ánimo y leía, recuerdo, el manuscrito de El gran momento de Mary Tribune, una de las obras maestras de la novela del siglo XX, de Juan García Hortelano. Consigno otro hecho literario histórico que sucedió en ese momento traumático para todos. Nos habíamos trasladado a la playa y bajo un parasol conversábamos a media voz. Estaba el poeta Jaime Gil de Biedma. A nuestro alrededor revoloteaban los niños, los mellizos Barral, la Pilarcita Donoso, la Jimena Edwards, y también otros no tan niños como Yvonnette Barral y un hijo adolescente de Rosa Regás. Ambos jóvenes eran una pareja luminosa, frutal, arrebatada por la juventud y por la dicha de vivir. Jaime Gil de Biedma, el mejor poeta español contemporáneo, de parva obra, se inspiró en esos dos espléndidos jóvenes para componer unos de sus mejores poemas, el "Himno a la juventud", en el cual el personaje aludido es una hipóstasis de los dos adolescentes que retozaban a nuestro alrededor:
¿A qué vienes ahora, juventud,
encanto descarado de la vida?
¿Qué te trae a la playa?
Estábamos tranquilos los mayores
y tú vienes a herirnos, reviviendo
los más terribles sueños imposibles,
tú vienes para hurgarnos las imaginaciones.
Me dirán que la tristeza es un sentimiento mezquino porque no lleva a la actividad y la mayoría de las veces paraliza y debilita a quien la experimenta. Ese día, unos más, otros menos, estábamos tristes y paralizados, impotentes, sabiendo que habíamos doblado un cabo definitivo, que el never more se había arrojado sobre nuestro país, un país que hoy en día, por convaleciente que esté, no podrá olvidar nunca el clamor y la presencia imperecedera de sus muertos.