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Illustration of Nitophyllum smithi in Flora Antarctica.
Drawn and engraved by Walter Hood Fitch
Lecturas rurales
Por Mauricio Wacquez
Publicado en
La Vanguardia, Miércoles 26 de Octubre de 1994
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Con la tipografía del siglo XVIII se transmite un placer estético igual al que obtiene, por ejemplo, el "lector" de láminas botánicas, zoológicas o geológicas. Pero aparte el placer visual, sentimos que la descripción de los seres que nos rodean pertenece también a una obra civilizadora, a un esfuerzo que, al conocer el mundo exterior, nos da datos fiables sobre nosotros mismos.
La investigación científica se desarrolla casi siempre en momentos de dominio sobre los oscurantismos, cuando la indagación y disquisición se pueden desplegar sobre todos los objetos de la tierra, desde la más mínima bacteria hasta los organismos más complejos del pasado y el presente. Ejemplo por demás claro es el enciclopedismo francés que, tras siglos de mitología, empujó a unos hombres admirables a recoger, clasificar, describir y, en muchos casos dibujar, el mundo natural. Y esto —pese a todo el lastre que representaba la superstición— se generalizó, como reguero de pólvora, hasta los rincones más desolados de la Tierra. La gran aventura hispánica en América posibilitó este tipo de exploraciones a partir del siglo XVI. El propósito no fue, en ese momento, científico, sino guerrero, comercial, de dominio. Pero nada impedía a los espíritus avisados ejercer la observación y hasta el embeleso frente a unas criaturas que hasta entonces pertenecían a un universo ahistórico, preservadas en el sosiego, al fondo de la selva, en la tundra, en los innominados desiertos.
Es verdad que la atención sobre las plantas estaba gobernada por la búsqueda de especies medicinales, es decir, por un impulso diverso al puramente científico. Ingleses, holandeses y franceses le disputaron a España unas parcelas de realidad, en un denodado afán de pillaje, cuyo resultado es hoy clarísimo cuando se examina el mapa del Caribe y de Norteamérica. Lo cierto y lo positivo de este fenómeno fue que se generalizaron las expediciones científicas a América. En 1709-1712 el francés Louis Feuillée realizó un viaje al Perú y a Chile, fruto del cual es su "Diario de las observaciones físicas, matemáticas y botánicas, llevadas a cabo por orden del rey en las costas orientales de la América meridional y en las Indias occidentales, desde el año 1707 hasta 1712" y publicado en 1714.
Decía que el impulso enciclopedista fue espontáneo y generalizado. El enterado rey Carlos III envió varias expediciones naturalistas a Perú y Chile. Hipólito Ruiz y José Pavón recolectaron y clasificaron plantas entre Santiago y Talcahuano en 1778. Tres tomos con más de 300 láminas fue el resultado obtenido. También el rey encargó a Luis Née que recolectara plantas en la zona central y austral de Chile. Dichas plantas fueron estudiadas y publicadas por Antonio José Cavanilles en seis tomos, con 600 láminas, que representan un punto cumbre de la iconografía botánica en Europa. También científicos chilenos, como el abate Juan Ignacio Molina, que en 1776 publicó en Italia una obra normativa sobre botánica, "Saggío sulla storia naturale del Cile", y en la que aparece por primera vez el pehuén (la araucaria), la "Jubea chilensis" (la palmera más austral), y el culén, una planta sucedánea del té, de la que se hace una bebida refrescante llamada aloja.
Ya en el siglo XIX son notables las colecciones publicadas en 1841 por William Jackson Hooker y G. A. Walker Arnott sobre las especias recolectadas por la expedición científica del capitán Beechey entre 1825 y 1828. Asimismo, en 1827, un alemán, Edward Doeppig, reside dos años en Chile y publica una obra de tres tomos y 300 láminas de especies sudamericanas. De igual manera, la expedición al Polo Sur de John Clark Ross, entre 1839 y 1843, facilita la labor del gran naturalista Joseph Dalton Hooker cuya "Flora antárctica" fue publicada en 1847. Es la obra que hoy tengo ante mis ojos.
Es ocioso ponderar la mayor obra científica del siglo XIX, encomendada por el Gobierno de Chile al naturalista Claudio Gay, y publicada en 28 tomos y dos atlas. Sólo la parte botánica abarcó ocho volúmenes y un atlas: "Historia física y política de Chile". También ocioso sería mencionar tantas otras expediciones científicas cuyos frutos configuran hoy el acervo cultural-civilizador de esa región del mundo. No por conocido habría que olvidar el viaje del "Beagle" y la aportación de Darwin al conocimiento de las plantas americanas.
Entre las plantas clasificadas y descritas por aquellos pioneros están algunas parásitas como el quintral, que posee varias especies a lo largo de la geografía del Cono Sur y cuya variedad "Desmaria mutabilis" vive de la savia del coigüe —una fagácea de excelente madera— descrita por Poeppig en su "Nova genera et especies plantorum quas in regno chilensi, peruviano et in térra amazónica annis 1827 ad 1832". Debemos también a Poeppig la reseña de algunas de las ochenta especies de orquídeas chilenas, amables y modestas flores silvestres, sin parangón con sus parientes tropicales, pero que en la primavera tapizan los altos promontorios frente al Pacífico. Los españoles Ruiz y Pavón incluyen en su obra el copihüe, la flor nacional de Chile, que llamaron "Lapageria rosea", en honor de Josephine de Beauharnais de La Pagerie, emperatriz de Francia. W. J. Hooker estudió y describió la "Fuchsia magallanica", flor silvestre, que nos desconcierta con la turbadora simetría de sus hermanas del Hemisferio Norte. El litre, también descrito por W. J. Hooker, es un árbol singular. Su nombre latino es "Lithrea caustica" porque sus hojas expelen una sustancia muy urticante. Basta ponerse a la sombra de su copa para que el inadvertido paseante quede lleno de pavorosas ronchas. Finalmente, una curiosidad. Los entendidos dicen que las pinguículas, un género de pequeñas plantas carnívoras, sólo existen en el hemisferio boreal. Pues bien, Joseph Dalton Hooker, en su "Flora antárctica", reseña la "Pinguicula antárctica", grasilla que crece en humedades entre Chiloé y Magallanes y que llaman violeta de pantano.
La lectura de libros como los citados produce tal deleite que uno se pregunta si —con el prurito por realizar cosas útiles— no pierde el tiempo en medio de un estéril ocio.
Después se reacciona ante semejante pragmatismo y se piensa: "Tal vez sea uno de los privilegios de vivir en el campo".