«Como narrador no tengo intención de que la melancolía (…) imponga un orden estético, ni siquiera nostálgico. Aquí todo es de quita y pon. Es preferible este sistema, que no ayuda, es verdad, a una perfecta inteligencia del texto, pero que permite expresar los bandazos que da habitualmente la memoria». Así habla este animal bifronte y narrador, en sus primeras páginas, como susurrándole al lector las reglas de un juego en el que él también podrá ser una sombra. Si tomamos en cuenta la situación actual de la literatura nacional, esta novela constituye un ajuste de cuentas inusitado; un lujo oscuro y desproporcionado. Eso, de cualquier forma, acercaría a Mauricio Wacquez (1939- 2000, Toda la luz del mediodía; Excesos; Paréntesis; Frente a un hombre armado y Ella o el sueño de nadie) a un circuito que hace años no es el suyo. Después de tantos escritores que sienten la urgencia de no volver sobre lo mismo y que, sin embargo, no sospechan que en ello se les puede ir su, digamos, estoica defensa de la cultura; después de tanta «Nueva» narrativa autoproclamada y vuelta a delirar, póngase el lector, en resumidas cuentas, ante dos ejercicios «asaz simples: primero, allí mismo, en el sofá, la tía Louise o Louisette se colocó a horcajadas sobre Santiago, de espaldas a éste. Luego, Santiago había imaginado que una penetración en esa postura podría imponerse por la violencia que despertaría en ambos, una al sentarse de golpe en la gruesa porra de Santiago, el otro al ver en primer plano cómo toda aquella blanquísima redoma se tragaba su ponderada y, en algunos casos, prudente naturaleza». Para este tipo de imágenes, que en la novela surgen deliciosamente por todas partes, el lector no tendrá que aguzar la vista; los primeros planos, las muecas incontenibles, las explosiones apoteósicas de semen, el estallido rotundo del himen y, cómo no, su majestad la sodomía, son narrados con el placer monstruoso de la exactitud. Y en todas esas imágenes, Wacquez es un maestro que salta, juega y duerme en aquel contacto sexual-fenomenológico.
Una novela que es también gastronomía, coloquialismo, aviación, mitología, flora del Valle Central, Ñilhue, Santiago de Chile, crimen, Andrés (el Gran Pichula Blanca), putas, Lectura, adolescencia y, sobre todo, mucha infancia. Una memoria que es el recuerdo inefable de un novelista siempre convaleciente, ansioso e imposibilitado de contarlo todo, en un instante de final asumido, muerto y resquebrajado también por el olvido, por la terrible presencia del olvido con que todo recuerdo necesita para existir, multiplicarse y narrarse.
Son muchos los episodios que suceden en esta novela. Hay, eso sí, espacios de infinitas descripciones al milímetro siempre molestas si no están enmarcadas en cuadros de acción, ironía y humor hacia un país que ha desaparecido y que con la aparición de esta Epifanía puede empezar por sentirse apuntado desde lejos por un testigo muerto. Hay que decir que Epifanía de una sombra forma parte de una trilogía («La Oscuridad»). Es de esperar que Wacquez haya alcanzado a escribir algo más para cerrar el círculo (¿cómo hacerlo?, «¿cómo contarlo todo?»); es de esperar que Wacquez sabía lo que decía cuando, cual sabio al final del camino, apelaba al lector: «Tranquilo, corazón, no te encabrites, toma el néctar pero a sorbos; ya lo verán tus ojos, disponte a beberlo todo y muchas veces (…) No muestres un juego del que depende cualquier delicia conocida o entrevista. Todo es tuyo. Y no te jactes de nada. Lo importante es ganar la última mano»
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"Epifanía de una sombra" de Mauricio Wacquez.
Santiago, Sudamericana 2000
Por Gonzalo Rojas González
Publicado en Taller de Crítica Literaria Mariano Aguirre, 2002