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Mauricio Wacquez y José Donoso. Mallorca, 1968
El jubileo de José Donoso
Por Mauricio Wacquez
Publicado en La Vanguardia, España. 13 de febrero de 1985
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El general Augusto Pinochet ha querido celebrar el jubileo de los sesenta años del novelista José Donoso de forma original: metiéndolo preso. Le propuse a Luis Izquierdo ir a ver al cónsul chileno sólo para hacerlo rabiar con una pregunta impertinente, por ejemplo, que para cuándo sería el fusilamiento.
Pero como la situación era más grave y triste que una simple charada, decidimos indignarnos solos y callar. O hablar. O recordar. Porque esto de andar haciéndole preguntas a los cónsules no es una novedad. Parece que uno tiene el prurito legalista de creer que una simple cuestión, planteada dentro de las formas, va a poner en movimiento toda una suerte de mecanismos legales que terminarán indefectiblemente por aclarar la inocencia de los poetas. Nada más ilusorio, claro está.
A comienzos de 1971 inauguré este tipo de planteos cuando de forma inocente nos presentamos en la Embajada cubana en Santiago de Chile, Enrique Lihn y yo, a preguntar por nuestro amigo el poeta Heberto Padilla, encarcelado misteriosamente en La Habana el día anterior. Fuimos recibidos por el agregado cultural, el preclaro novelista Lisandro Otero, que por entonces, a más de compaginar las labores de escritor y policía, había echado sobre sus hombros las responsabilidades del diplomático. Fuimos recibidos, digo, por él, en la modesta residencia de la legación cubana de la avenida de los Leones. Otero, relajado, puro en ristre, soberbia andorga, nos hizo pasar a su despacho y sin que ni siquiera tuviéramos que echar mano al tercer grado, nos confesó que si el poeta estaba preso era porque algo habría... (el consecuente de rigor).
Me pregunto si el cónsul chileno en Barcelona, seguramente coronel o algo parecido, será aficionado a la literatura. Tiemblo. Porque nada hay que odie más que las simetrías. Si me apersono en la oficina consular de la Gran Vía y me encuentro con la situación de hace catorce años, caería seguramente en el estupor especular de los relatos borgeanos. Felizmente la simetría se rompió por sí sola al cabo de algunas horas cuando excarcelaron a Donoso y mi teléfono dejó poco a poco de sonar, tranquilizada la familia catalana por la suerte del escritor.
Ahora se podrían hacer ciertas consideraciones sobre el incidente. En primer lugar, el que ha salido beneficiado es el novelista, según la doctrina idealista que reza que el ofendido lleva las de ganar (Sócrates “dixit”), aserto que, en el “Fedón”, no convence demasiado al cínico Calicles. De todas maneras, Donoso se ha incorporado finalmente a la pléyade de los luchadores por la libertad, por lo que no sería extraño que, habiendo satisfecho el requisito de la cárcel, se lo pueda ver dentro de poco elevado al altar de los nobelables. Sí, ahora, contra sus íntimos propósitos de no hacer demasiados aspavientos públicos dentro de la cosa política, Donoso es “testigo”, “luchador infatigable”, quizá “punta de lanza” de la vanguardia anti imperialista. El general, el pobre, no conoce los dividendos que un incidente así puede aportar a la historia de las ideas. Desde nuestras cómodas poltronas nos parece perfecto que el escritor haya roto el fuego contra el mal absoluto. Nos felicitamos. Después de esto se nos ocurre pensar que la insidia se ensañará con el general, que su figura señera se tambaleará, que sus torneadas piernas tenderán, como ocurrió con su precedente italiano, a buscar la altura de las farolas; en suma, que será víctima de todas las calamidades reservadas a los generales que se meten con los novelistas.
Pero ¿qué ha ocurrido?: un régimen brutal ha encarcelado a un escritor. Un escritor con derecho a protesta en todos los diarios del mundo, con comentarios en las portadas, con una movilización inmediata de los medios de opinión. Es decir, para mi felicidad, no se trató de un dirigente sindical, ni de un obrero. En principio —decimos arrellanados en nuestras poltronas— el escritor se halla rodeado por una inmunidad que le impedirá el relegamiento en Pisagua, o en Chacabuco, o lo salvará del paredón o la tortura.
Los entusiastas de los traumas sociales se alegrarán seguramente porque todo ello constituirá un paso más en la larga lucha contra la oligofrenia profunda del régimen chileno y por ende, un paso más hacia la recuperación de la democracia.
Yo no soy tan optimista. Ni me alegro de su arresto, ni creo que el ofendido gane algo más que la ofensa. El maestro Calicles, con su impudicia, nos enseña mucho más sobre las acechanzas del mal que los que desde aquí esperan dividendos de un instante de terror. Si el dolor, la tortura o la muerte alcanzan a Donoso no estaría sucediendo nada extraordinario, o, al menos, nada que no haya sucedido ya, en Argentina, en Polonia o en Cuba. Los escritores también mueren. Los oportunistas, los que a la postre negocian, se reparten o regatean un cadáver, ignoran que un mundo como el chileno es de verdad un ámbito sin ninguna garantía, de barbarie pura, sin alegría y sin esperanza. Si allí la racionalidad no existe, ¿cómo podríamos no temblar? Debemos temblar teniendo la certeza de que el temblor es el único derecho realmente reconocido por la arbitrariedad, la tozudez y la estupefacción de un régimen que no sabe, si no es a través del crimen, cómo salir del berenjenal en el que se halla.
"Prou." Sólo quería decir que nosotros, los chilenos, no hemos cultivado, a través de la historia, el refinado arte de permanecer con vida y que a menudo caemos en la tentación ofídica de la ingenuidad. Digámoslo de una vez: en Chile, la gente muere, también de verdad, no hay personajes inmunes a la amenaza. La oposición política es ineficaz y nada política. José Donoso, por su parte, es culpable del innecesario candor de vivir en Chile. Yo, más amigo de Calicles que de Sócrates, me refugio detrás de un abanico de pasaportes, de un billete permanentemente abierto, de un coche con el depósito lleno, todas medidas indispensables para sobrevivir en el mundo actual, so pena de que el escritor no pueda aspirar a una obra ni el ciudadano a llegar a una edad respetable. Sin embargo, y provisionalmente, alegrémonos de que el escritor José Donoso todavía pueda celebrar el jubileo de su edad solar. Por lo pronto, el régimen chileno lo ha hecho a su manera: con la habitual ceremonia del escarnio.