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Una lengua de cortesía
Por Mauricio Wacquez
Publicado en La Vanguardia. Jueves 15 de Diciembre de 1994
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A1 observar desde fuera las polémicas idiomáticas, uno tiene la sensación de que las ideas están -impensablemente- al servicio de muchos intereses, salvo los de la ciencia o de la persuasión. En privado, nadie se asusta del hecho -pareciera extraordinario- de que "en Cataluña se hable catalán". Todos se dan cuenta de que en este juicio el consecuente desarrolla tautológicamente lo que es consustancial al antecedente. Es decir, que los que juzgan esta obviedad con violencia o rencor están negando el ser mismo del principio de identidad. He visto pasar apuros y sonrojos a un rector valenciano cuando tuvo que aceptar a regañadientes que la lengua que se hablaba en Valencia era el "valenciano". Como si tuviéramos que asombramos de que en la Valonia belga se hable francés. Convengo que los políticos tienen razones que la razón no comprende. Pero no estaría de más estar atentos para que no nos extrañemos de que en la España castellana se hable castellano y que en Francia, francés. Reconozco que las verdades de Perogrullo son muy difíciles de aceptar. Pero esto no es óbice para que nos dejemos embaucar por proposiciones como las proferidas por el areópago de la Academia Española de la lengua, entre las que se aconseja que la televisión pública, en Cataluña, debía emitir en castellano. Aceptar lo aberrante es casi siempre un problema de inadvertencia, de despiste. Si la proposición a la que aludo no apareciera oculta entre otras frases edulcoradas, podría inferirse que los que la proponen son sólo partidarios de que el castellano se coloque a la cabeza de las lenguas universales, es decir, podría inferirse que sólo están equivocados. Pero el azúcar que destila el texto, en medio de la adulación y la aparente ecuanimidad, me autoriza a suponer una marcada mala fe en los propósitos del mencionado areópago. Toda explicación lúcida corre el riesgo de convencer. Pero habremos topado con la ideología académica y no con un texto persuasivo.
Los ilustres inmortales deberían limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua de que se ocupan y no hacer informes que sobrepasen los límites estrictamente lexicográficos. Se permiten hacerlo debido a que el castellano es una de las tres lenguas occidentales, con el inglés y el francés, verdaderamente imperiales. De las palabras del presidente de la Academia se desprende la distinción que él hace entre "imperial" y "vernacular", con la subordinación peyorativa que existe entre ambos vocablos.
Digamos que se acabaron los imperios y que lentamente los estados acusan la usura de lo anacrónico, usura que permite apostar por un continente solidario, pero regionalizado, un continente más manejable y en el que las lenguas carezcan de pretensiones de conquista y puedan desarrollarse sin que tengan que ser súbditas de otras lenguas imperiales.
Por otro lado, la internacionalización siempre ha sido deseable en la cultura, en las artes y en las ciencias, cuya condición cosmopolita debe ser el pilar en el que se asiente su misma existencia. Pero cosmopolitismo no es imperialismo. En el primero no hay imposición, sino persuasión. Y hoy en día la Academia no puede aspirar a ejercer violencia sobre toda una comunidad sin caer en lo cómico.
Los líderes políticos hablan en inglés, en francés o en castellano entre ellos. Por pragmatismo. No tienen problema en olvidar el árabe o el ruso o el danés, porque saben que las lenguas que los comunican en ese momento son sólo instrumentales. Las lenguas imperiales son lenguas "de cortesía". Pero -otra verdad de Perogrullo- no reemplazan en ningún caso a sus lenguas propias.
El bi, tri, o tetralingüismo es, por una parte, una ambición política y, por otra, una distinción de geografía humana dentro de un mismo país. En la práctica, a nadie se le ocurre aprender alemán o romanche o italiano en un país como la Suiza francesa. A los suizos les tiene poco cuidado el cultivar lenguas de cortesía. Saben que ello no pone en peligro ni atenta contra el estatus político de la confederación. Claro que cuando alguien necesita comunicarse en una lengua diferente que la propia elige esas cómodas lenguas de cortesía, y lo hacen, precisamente, por cortesía. Es el caso del inglés en Alemania y en los países nórdicos. Y es el caso del castellano en Cataluña. Lo que sucede es que en Cataluña se había olvidado que el castellano era una lengua ajena, no materna, y que desde el punto de vista cultural sólo el catalán podía desempeñar esta función primigenia. La contingencia histórica o política que hace que en Cataluña exista un gran contingente de castellanohablantes no afecta la realidad de que este idioma, que además es el oficial de España, sea culturalmente foráneo. Razón de más para que se lo reconozca como idioma de cortesía. Puesto que la mano ha venido así, hay que extremar la cortesía aludida, mientras, por supuesto, y también por razones políticas e históricas, se recupera, es decir, se normaliza, el catalán.
Hay que tener claro que el bilingüismo no es una obligación, que un idéntico plano de igualdad entre las dos lenguas es, en primer lugar, una quimera. A decir verdad, los primeros que no respetamos el supuesto bilingüismo somos los castellanohablantes. La mayoría de nosotros no hablamos catalán. Y a . muchos no nos interesa. El problema de las lenguas es que son difíciles de imponer, o prohibir, por decreto. Lo único que le queda a la Administración de un país, pues, no es prohibir la otra lengua, sino desarrollar la propia, en la escuela, en la calle, en la cultura, después de que durante tantos años las ociosas prohibiciones la despreciaran, la banalizaran y persiguieran. Si nos ponemos de acuerdo en que la lengua de Cataluña es el catalán, todo lo demás se colige de suyo.
Claro que nada es fácil. En mi pueblo aragonés se habla catalán, la gente lo habla en la calle, en las casas, en el amor, en la muerte. El "chapurriau", que es un catalán tortosino y leridano, define la vida social y cultural del lugar. Digo que nada es fácil porque pisando suelo aragonés y perteneciendo administrativamente a un ámbito lingüístico castellano, las gentes de aquí hablan castellano "por cortesía". Uno advierte los esfuerzos y la violencia que ejercen sobre sí mismos para enhebrar las frases del idioma oficial. Por otra parte, Caláceite tuvo la suficiente sensatez como para haber sido uno de los primeros pueblos de la franja aragonesa de Poniente en abrir, en la escuela, una cátedra de catalán, o de chapurriau, tanto da. Lo bueno es que los niños, que nacen y se crían en esa lengua, puedan conocerla y elevarla a un plano de comunicación cultural. Paradójicamente, en este caso, el castellano es un idioma perfectamente prescindible. Lo menos que pueden hacer los dirigentes políticos es proporcionar los medios para que las personas conozcan -lean, escriban- la lengua propia.
Yo, que soy chileno y hablo y escribo en castellano, siento sin equívocos la benevolencia de estas gentes cuando -pese a ellos- ejercen la suprema cortesía de desestimar la propia lengua para hablar la mía.