He aquí el problema: saber, cuando nos referimos a Borges, cuál es su biografía. Si la transparentada en su obra —su obra misma— o la que cuentan los diarios y entrevistas. He pisado la quinta de Adrogué, un atardecer, llamándome extrañamente Lönnrot, más firmemente que si Borges la evocara conversando en un café. Las mismas Dianas solitarias y simétricas, las mismas escaleras, y el Hermes de dos caras, ese que, transformado por su fiebre de niño, devino odioso Jano bifronte. Se me dirá: es una ficción, la otra, la quinta de Adrogué, es la real. ¿Dónde está? me pregunto, ¿la habrán destruido?, ¿constituirá un espeso sueño de la memoria? En cambio, jugando a llamarme Lönnrot, he pisado las hojas del jardín y me he perdido en las repetidas escaleras interiores. He muerto, claro está, como Lönnrot.
¿Qué sentido tiene la cronología de un hombre que se empeñó en destruir los tiempos reales y llegó a escribir al contemplar la eternidad: «me sentí percibidor abstracto del mundo»? Si su nacimiento —como insiste Barnatán[1]— se sitúa el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, es inútil asociar esa fecha y ese lugar exasperantemente exactos con movimientos que la obra crea y que niegan a aquellos.
Así, Borges, menos que nadie, es acreedor de una biografía. Los datos contradicen el espíritu de su obra y ésta tiende a respirar el enrarecido aire de la eternidad. Sin embargo, es necesario creer en el juego de una vida y de un tiempo.
Barajados al azar, los momentos de la vida de Borges se reducen a unas constantes fijas: ciertos terrores infantiles, que en el recuerdo se presentarán rodeados por la penumbra de la miopía («esa neblina que borra las líneas de la mano»); terrores que repiten la imagen del tigre o de la esfinge y se multiplican en los espejos; ciertas lecturas que subsisten aún y que lo sobrevivirán.
El comienzo de esta minucia es una infancia feliz (si feliz puede ser la infancia de algún hombre). La imagino mucho más luminosa que lo que la memoria de este poeta de ojos ciegos puede presentárnosla. De aquella primera casa de Palermo hay, la visión de un niño perseguido por la imaginación y por las palabras. Su primer recuerdo: el jardín, la verja, el arco iris, es seguramente inferencia de aquella casa. Barnatán escribe: «Allí pronunció por primera vez la legendaria palabra: tiger.» El mundo americano es doblemente monstruoso pues su identidad está conformada por elementos que no le pertenecen de la manera como el oxígeno pertenece al agua. Un niño argentino que al hablar de la fiera la llama tiger es una muestra de esa realidad. Abundemos en un juicio miserable: Borges es un reaccionario y un europeísta. Los diarios de América lo han repetido hasta la aversión. Sábato rebate: «Borges es un europeísta, no un europeo. Hay que ser argentino para ser europeísta. Los europeos son europeos, no europeístas.» Hablar inglés antes que castellano o hablar castellano antes que aymará o quechua, es una de las esencias del hombre americano. Borges participó de ella. En su sangre están el criollo y el inglés; fue educado en Ginebra junto al fantasma de Calvino; en España se transformó en el iconoclasta de la poesía que siempre ha sido; se rió de su tiempo y un poco de sus contemporáneos. Y quedó ciego después de crear una de las literaturas más universales y asombrosas del siglo.
El ámbito internacional de su infancia y juventud, las lecturas indiscriminadas y el continuo vivir la vida de otros, agudizó en aquel niño el problema de la identidad. Seguramente fue Huck Finn y don Quijote y todos los héroes de Las Mil y Una noches. Acosado de máscaras (de personas por ser), pensó quizá que ser era ser otro. Así el poeta nació sin deliberación. Jack London, al obligarlo a vivir un destino no perfilado en su entorno inmediato, lo obligó a ser Jack London o a querer serlo.
En el cuento El Sur se encuentra la referencia más flagrante a su biografía:
«(Borges) Juan Dahlmann era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de Infantería de línea que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios del Catriel; en la discordia de sus dos linajes Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de su sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico...»
Dejo al lector la tarea de proseguir la lectura y de cambiar dos o tres nombres.
Quisiera, sin embargo, detenerme más adelante, en un párrafo donde la realidad no está hipostasiada sino «calcada»:
«Dahlmann había conseguido esa tarde un ejemplar descabalado de Las Mil y una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas».
Veamos cómo Barnatán reseña este episodio de la vida de Borges:
«El mismo año que pierde a su padre, en la Navidad de 1938 sufre un gravísimo accidente que lo mantuvo varias horas en el límite mismo entre la vida y la muerte. Subiendo la escalera de una casa en la que no funcionaba el ascensor, su mala vista no le permitió advertir una ventana de ventilación que estaba abierta, y se golpeó contra ella la cabeza. Siguieron al golpe tres angustiosas semanas de fiebre alta y delirios, poblados de horrendas visiones, que referirá después en un relato.»
Los personajes de estos relatos siempre recuerdan una finca del Uruguay, los últimos se han afiliado al partido conservador, son ciegos, profesores de literatura inglesa, se apasionan por la filosofía y por las culturas orientales, estudian anglosajón, leen a Stevenson, Hume y Las Mil y Una Noches. Además la mayoría son bibliotecarios.
Como Borges, exactamente como Borges. Quienes aún insisten en el idealismo de la obra borgeana debieran inclinarse sobre estos textos que constantemente hacen referencia a una realidad innegable: la vida y el tiempo de su autor. Lo que quizás exaspere es la dificultad para identificar al escritor (o a los escritores) entre el sinnúmero de máscaras detrás de las cuales se oculta. Lo que él llama «la discordia de sus dos linajes» está siempre encarnado en dos Borges fundamentales: el Borges-Hume-y-otros y el Borges-Martín Fierro-y-otros. También el Borges de Manchester, escéptico y anciano, y el Borges de Ginebra, snob, aún no ultraísta, pedante y apasionado. Creo que la lectura de El Otro (de El Libro de Arena) es una de las alegrías menos engañosas que puede experimentar un borgeano.
Con respecto al tiempo de Borges puede decirse que es menos apasionante que la eternidad de su obra. Un dandy de la literatura que tuvo acceso desde niño a todo lo que un poeta necesita: la biblioteca paterna, la polémica juvenil (en Mallorca, Madrid y en Buenos Aires), el encuentro con sus pares, el placer de la amistad y la conversación, de las cuales esta última fue elevada por él al orden de la obra de arte. Y la obra misma, la obra de un hombre que aunque atacado por muchos (por desconocimiento o ignorancia, cosas distintas, a saber, el desconocimiento es una ausencia, la ignorancia casi siempre un vicio de la mala fe) nunca se lo puso en duda como artista. En la soledad de una confidencia no he escuchado a nadie atacar a Borges en lo único que podría ser atacado: en su escritura. Hay, sí, el otro Borges, que desconcierta con la picota de la ironía: «A mí se me combatió por mágico, y ahora ellos, los realistas, quieren hacerse los mágicos. Creo que ahora voy a tener que escribir cuentos sociales, joven.» «Me leyeron unos libelos que escribieron en Madrid contra mí. ¿Usted cree que lo dicen en serio? ¿Serán bromas, no?»
Retomando la acusación de reaccionario que se le imputa, existe un texto normativo: «Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de líderes, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor.» Huelga ningún comentario.
Un hombre que emite paradojas mordaces acerca de la violencia, de la juventud y de la raza, un hombre que ejerce el coraje del escepticismo, Borges, parece estar en el centro de un movimiento perpetuo, el de los atrabiliarios, inmóvil por una insólita ataraxia, lleno más de melancolía que de desdén. La ceguera, estoy seguro, le ha traído un bienestar necesario. Ahora puede mirar el ceremonial de la memoria con más nitidez que antaño. Y entrever —pues el amarillo es el único color que vislumbra— la forma definitiva de su amado tigre.
La eternidad
La manera que tiene Borges de historiar el universo produce una extraña emoción y un secreto fastidio: el escritor es Dios y los hombres, algunos hombres, sus antólogos. Así Cervantes creó La Mancha y las sucesivas Manchas que le siguieron, de las cuales habla la gente, son comentarios de ese primer y original paradigma. Aunque, necesariamente, la Mancha de Cervantes es también un comentario del capítulo del Libro que se llama «Mancha». Después de esto, del recuerdo que representa el conocimiento cervantino, no es posible concebir otra Mancha. «Concebir» y no «ver». Pues esta última operación es un esfuerzo desdeñable. Borges-Platón nos dice que la materia es irreal y que el mundo no es otra cosa que mundo entendido, mundo hablado, mundo poetizado. Pero este mundo es circular; está —ya antes de nosotros— lleno de ideas, es un universo creado ya; todo está dicho. Por lo tanto, aquellos que como usted, Borges, se dedican a jugar con las palabras, juegan con el universo, se remiten a los pormenores de una creación realizada, de una historia cuyo contenido lo hicieron otros y de la cual repiten sus temas eternos. Si el mundo es mundo entendido (el gusto de Borges por los empiristas ingleses, por la fruta de Berkeley, por el esse est esse percipi, no es azaroso en este sentido) quiere decir que el único universo posible es el mundo dicho o escrito: la Biblioteca.
Es el comienzo de un escándalo. La negligencia de Borges por lo accidental, por lo que los burócratas de la realidad llaman lo real, es escandalosa. En un mundo que camina hacia un destino cierto —la felicidad humana— no cabe ser escéptico. Conocemos el sentido de esta palabra: esceptizar, reflexionar, cavilar, son sinónimos, y los que mucho cavilan hoy en día se ven desviados del curso normal de la historia. A Borges le ha sucedido esto, en gran parte con el aplauso de todos. El desafío que supone su obra es menor que el de cualquier evangelio. Pero su obra no es un evangelio. Es una summa poética y una poética en sí misma. El mismo Borges lo dice: «Si usted está pensando en una persona, odiándola, usted depende de la otra, es un poco esclavo de la otra.» Y ésta fue nuestra trampa. Nos creíamos obligados a odiarlo a usted en nombre de las injusticias de otros hombres. No supimos entender el sentido de ese odio sino cuando estábamos atrapados por su obra, por la obra de los otros. Borges-Shopenhauer: «Yo siempre he sido yo; es decir, cuantos dijeron yo durante este tiempo no eran otros que yo». Nuestro castigo fue saber que Borges era prescindible y que él había sido el primero en saberlo. Los inacabables exágonos de la Biblioteca dan cabida sólo a lectores y el mundo en que nos debatimos es una enorme y escasa tautología: dos o tres temas —diría el escritor— lo pueblan, dos o tres temas cuyas infinitas combinaciones tienen un límite: «el aburrimiento o el asco.» Es el destino del escritor. Un destino que tiene mucho de culpa, como todo destino. En esa fatalidad —la de copiar aplicadamente a los otros— se ha visto atrapado Borges. Sin embargo, él lo sabe, ejerce esa diké irremediable, y eso, el hecho de saberlo, lo pone a la cabeza de los hombres. Yo también lo sé: usted no quiere jugar ese rol normativo, sabe que no puede dirigir y que, es más, ningún hombre de sus convicciones dirigiría a otro hombre, sabe que «con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos»; sin duda como en otras épocas —pues el tiempo termina reencontrando los mismos tiempos— en las que los hombres eran más sabios y cuyas ideas gravitan sobre nosotros desde los anaqueles de la Biblioteca.
Para vivir usamos los objetos a la mano, sin saber que esos objetos repiten o imitan una creación anterior. Borges no lo dice; es su obra la que nos lo enseña: perseguir la originalidad es una aspiración vana y secular. «A mí no me gusta lo que yo escribo. Tendré algunos cuentos que son buenos porque habrá algún eco de Kipling, por ejemplo.» Quizá también porque Borges y Kipling se encontraron en uno de esos terribles exágonos y se pusieron a hablar de tigres, cuchillos y esquinas de Buenos Aires que, por algún milagro incomprensible, son tigres, cuchillos y esquinas. Así de simple. Borges-Pierre Menard, escribe: «Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió:
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el "Ingenio lego" Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La grotesca paradoja no es tal. Porque el plagio —del Topos Uranos— es lo único que puede crear un hombre y porque ese cielo no es perfectible. Tanto lo sabe Borges que se atreve a llevarle y dedicarle un libro a un suicida porque «mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado».
Entonces, todo es licito. De nosotros se dice que somos sombras grotescas, aherrojadas en la caverna de la duración, desde la cual la eternidad se nos escapa. Sólo la eternidad, tema central de la imaginería borgeana, nos permitiría asumir la realidad en su totalidad. Por el contrario, los entes matemáticos son coherentes, es decir, no comportan contradicción interna. Así la eternidad, cuyo contrario no es el Tiempo, sino nuestro tiempo, el que sufrimos y nos gasta. De manera que la escatología de Borges es un remedo de la creación divina (hecho éste que parece tenerlo sin cuidado). Le tocaron en suerte algunas obsesiones con las que reconstruyó el universo. Los tigres —esos tigres eternos— fueron un pretexto para saltar «al otro lado». Como los espejos, que le produjeron el horror de su propia imagen, es decir, la certeza de que estaba allí, solo, individual y que eso —su identidad—, como para Anaximandro, era una culpa y una arrogancia.
Es curioso observar los dobles —las repeticiones— en las cuales el hombre encuentra su afirmación y también su sino. Como Catulo podríamos decir que el doble de Castor no es Polux sino Decastor, su réplica y su contrario. De igual manera Borges-Ireneo —fundador de la eternidad— tiene su contrapartida en Borges-Ireneo (Funes), «espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi inalterablemente preciso», un mundo particular y aristotélico. Sí, para Borges, las depredaciones del mundo pueden resumirse aún en un diálogo entre Platón y Aristóteles, entre lo general, ideal, y lo particular y concreto, aquello que el estagirita llamó «sustancia primera», este caballo, esta máquina de escribir. Poco a poco (yo, Borges-Aristóteles, que «camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel», que «me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson») voy cediéndole todo [al otro, al Borges-Platón, a ese «a quien le ocurren (verdaderamente) las cosas»]. También Borges-Dahlmann se desdobla en una alteridad imposible: en el gaucho que quiere morir en la llanura y no en la aséptica clínica donde debía morir. El universo es así, sus opciones se resuelven en parejas, en cualidades dobles y opuestas que terminan siendo facetas de una misma piedra.
Se verá que estas prosas son paradojales. A veces se tiene la intolerable impresión de que se trata de un catálogo retórico («De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de algunas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones») entre cuyas costuras revienta una erudición antojadiza. Todo se repite: las abrumantes citas, la clasificación desordenada de los nombres. Borges, sin embargo, mira nuestro fastidio o nuestra perplejidad con el desdén del que no le preocupa la suerte de su obra. «Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos.» Y no pretende nada más. Sabe que el resumen —la ciclopaedia, el saber circular, o lo que es más, la palabra única que lo expresaría todo— es imposible fuera de la mente del dios. Las «imprudentes enciclopedias» son tan reales (eventuales) como la idea de un libro en el que las razones fueran idénticas a sus refutaciones, o como un libro infinito y cambiante, hecho de arena, o como una obra parecida a la de Jorge Luis Borges. La obsesión temporal, desde la que nace buena parte de ella, se disocia en infinitas bifurcaciones, como los senderos de un laberinto cuyo plano se destruyó al ser acabado. Este mundo sin planificación (de libre arbitrio) se consuma, es decir, se cumple, de cualquier manera: todo, o cualquier cosa, puede denotarlo: una extraña pasión tanto como una pesadilla.
El tiempo. No el que describe Aristóteles en su Física, deudor del movimiento, sino aquel en el que la percepción se destruye y da paso a un abismo mucho más insondable que el temor que causa en nuestra carne: la eternidad. Su mejor paradigma es el laberinto, la pérdida, el descamino. Y el laberinto es a su vez un símil: el del universo y el de la obra. La voluntad de un constructor de laberintos es que éstos sean deliberados y que (esos universos, esos libros. Léase: «nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto») respondan a una inteligencia que ahuyente el azar. Borges también lo quisiera pero sabe que Dios pensó y creó el mundo desde la eternidad, con el tiempo, el pasado, el presente y el futuro, delante de sus ojos, y que esto le hizo prevenir cualquier accidente de su creatura. La obra de Borges, por el contrario, al estar hecha en el tiempo, es proclive a la injusticia. Azar y tiempo, lo sabemos, son lo mismo. De allí que la obra, o el Universo, cuyo reflejo es la Biblioteca, sea laberíntica. La cara del hombre es un arcano (laberinto), tanto como la mano o el juego del ajedrez (El Milagro Secreto). También lo son el mar, la llanura (El Sur), una ciudad o una línea recta (La Muerte y la Brújula), también el rayado de un tigre. Aunque el laberinto máximo, el maius, lo representan la vida y la muerte, a las que sólo separa el laberinto de una llave.
Entre el tiempo y la eternidad, lo hemos visto, Borges opta por la segunda. Es la actitud del demiurgo que sabe que el acceso a esa eternidad es imposible y que apenas puede jugar con la creación de otro. Me pregunto cuáles son las ventajas de hacer como si esa eternidad y esa creación fueran posibles. El lector de estas prosas se encontrará muchas veces con la imagen de la esfera, unidad perfecta y absoluta, vástago de la geometría, siempre aplicable a la totalidad. Pues bien, en la geometría y en la teología, los entes no pueden contradecirse (implicaría movimiento, por tanto, imperfección). Para Dios y para Platón (y para Borges) la parte no está contenida en el todo sino que cada Idea, «todo» y «parte» permanece estática en un mismo nivel de realidad. De esto resulta que la obra de Borges se nos aparece como una tautología donde el héroe no es otro que el traidor y donde un hombre es todos los hombres y al mismo tiempo ninguno. La movilidad que esta norma, método, procura a la obra es singular. Se repite que ella está al servicio de una erudición de la paradoja, de un gusto estetizante por el calambur y por el retruécano. Decirlo es tan arbitrario como negarle a Borges su pasión por la filosofía. Empero la finalidad última se encuentra en el deslumbramiento que nos produce la contemplación de una creación que, aunque jugamos a creer que es suya, no es otra cosa que el universo entero entrevisto y antologado por la poesía. Borges, repitámoslo, creó su obra en el tiempo. De ahí que esté plagada de irreverencias y repeticiones, de tiempos dobles, circulares, de tiempos que vuelven, se reinician, forman ciclos (círculos) de los que a lo más los astros pueden dar noticias. Esto es cierto. Aunque por serlo no es menos válido en tanto universo. El mismo lo reconoce: «El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo». Todo demiurgo, también Borges, quiere otorgarle a su creatura una imagen de su excelencia. Borges le otorga la suya y ya es bastante: esa excelencia es también una copia de la excelencia del dios.
Universo tan premeditado sólo puede tener símil en la simetría lingüística de un crimen, es decir, en la clásica parodia de un cuento policial (La Muerte y la Brújula). El plan del Hacedor o del poeta es contrario al impersonal y pausado plan de «los vegetales y los planetas» (El Milagro Secreto). Sin embargo, cuando Borges-Hladík se encuentra frente a la evidencia de morir, «en vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo terrible, no las circunstancias concretas». Insistamos, ésta no es la afirmación de un demiurgo: es la reverente claudicación de un hombre ante la realidad, ante la ceguera, ante una vida llena de recuerdos y de caprichosas digestiones, es la constatación de que el creador no es él sino otro que también es él. Es en esa realidad, mimesis o anámnesis, que se prueba la autarquía de la obra de arte: a la manera de la Naturaleza, sus partes deben funcionar aunque nieguen la realidad cotidiana. La reivindicación de Judas («Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma») pertenece más a la voluntad del creador (como para Agustín, las ideas de Dios se plasman en el mundo por voluntad) que a una lectura evangélica. Pero es eso, precisamente, lo que muestra la autonomía de la obra y del lenguaje.
¿Sólo la poesía, entonces, Borges, tiene sentido? Quiero preguntarle, ¿sólo la poesía puede ser culpable de crear un mundo, sueño o pesadilla? Eso es lo que yo entiendo. Y así como el dios creó nuestro universo antojadizamente, las muertes imaginadas por un cuentista pueden dar paso a resurrecciones, transmigraciones u olvidos, tanto da. Porque una obra como la suya, tan llena de ejecuciones, traidores y santos, de degollados y filósofos, tiene, necesariamente, que acudir, tal como lo hizo el Otro, a las imperfecciones del antojo.
El Sur
Martín Fierro es —a no dudarlo— el alter ego de Borges. Fierro y todos los que como él producen en Borges una sofocada nostalgia por las cosas del tiempo. Borges-Fierro hubiera sido el ser perfecto. Simbiosis imposible, claro está, aunque obsesivamente recurrida a lo largo de la obra. «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». En este verso, fatalmente, Borges no es Parménides ni su lejano discípulo Platón; es el Heráclito críptico, desesperado de inmortalidad. En Everything and Nothing, Borges-Shakespeare se presenta finalmente ante el creador y le suplica: «Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo». A lo que Dios le responde: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tu, que como yo eres muchos y nadie». Pobre consolación, es evidente, cuando se trata de no ser Borges y ser Martín Fierro, de no ser Apolo sino Dionisos, cuando se trata de ser el otro Borges.
En Fierro, Borges ha enajenado todo lo que un largo ejercicio de creador y una lenta ceguera le ha impedido ser. Por ejemplo, la guerra y la iracunda virilidad. El héroe es el Sur, o su prolongación humana, Fierro. El, Borges, se limita a parecerse a su arquetipo, a incorporarse en su biografía. Fierro es el que, borracho, reta a Borges-Juan Dahlmann. Este no hace otra cosa que admitir un destino siempre deseado. El ha invadido el Sur, él busca a Fierro en su llanura, él acepta el cuchillo, príapo filoso y mortal. (De todas las interpretaciones que pueden hacerse del tigre borgeano: laberinto, arcano, tranquila fuerza, la más curiosa es la que aparece en El Encuentro, relacionado con un émulo de Fierro: «esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado»). En verdad, ni el amable viaje, ni las descripciones del mismo, convencen de que Juan Dahlmann haya muerto en la llanura. Borges-Dahlmann no salió nunca de la clínica; murió mil veces, pero allí.
Al prescindir del mundo físico, al emplear su voluntad más en leerlo que en verlo, Borges le deja a Fierro la incómoda actividad de vivirlo. En la Biblioteca, Borges puede imputar cobardías a voluntad (la voluntad del hacedor). Sin embargo, su alteridad, Fierro, no puede tener el comportamiento de un teorema pues «comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe aceptar el que lleva adentro». El de Fierro es un destino heroico-mítico, no porque lo quiera Borges sino porque Hernández lo dispuso así. En La Otra Muerte leemos: «En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro es menos memorable que Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martin Fierro.»
Este hombre-idea, es uno de los pivotes que esclarecen la obra de Borges. Aunque esclarecer es un verbo presuntuoso. Hablando de Martín Fierro es mejor llamarlo constante que contamina la
tautología borgeana. Sí, nunca se sabe cuál de los Fierros es el que habla, si Fierro, el que usted desea vivir, Borges, o Fierro-idea, el que usted no puede tocar y continúa interpretando su vida pampera como gran arquetipo del comportamiento argentino. Hernández se limita a entretejer una historia pero usted la comprende, la eleva —como comentador que perfila sus infinitas posibilidades— a su categoría cierta: a su símbolo.
La esfera
Se me enseñó que Borges era un sofista y que su cultura era un calambur de citas sin base. Veamos un ejemplo: La Esfera de Pascal. Como en la mayoría de sus textos trata del universo y del símil que la tradición y Pascal han construido para referirse a aquél. «Es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.» Mientras la esfera se relaciona con Dios («Deus est sphaera cuius quot sunt circunferentiae tot sunt puncta», Alain de Lille, Regulae 7. «Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circunferentia vero nusquam», Anónimo, Libro de los 24 Filósofos. Deus est sphaera intelligibilis cuius centrum est ubique et circunferentia nusquam, San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, cap. 5) Borges está incómodo: «Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer a ese gremio)». Es comprensible que un panteísta como él no se sienta bien en compañía de «alguien» sobrenatural. La metáfora de la esfera comienza a interesarlo cuando es transpuesta al mundo. No se sabe si esta transposición la hizo Nicolás de Cusa o Alejandro Neckham. Lo cierto es que en Pascal la encontramos en todo su esplendor panteísta: «Tout ce monde visible... est une sphere dont le centre est partout, la circonférence nulle part». Borges, sin embargo, apunta en otra dirección. Quiere comunicarnos los diversos niveles por los cuales puede pasar una sentencia. Del primer nivel cosmogónico y sobrenatural al siguiente, que es cosmológico y panteísta. Además elige a Pascal porque en él se dan ensamblados el espectáculo sobrecogedor de la realidad (la misma que el Borges niño reconoció en los espejos) y la emoción del vértigo (de la perdición) que le depara ese espectáculo. De manera que, de los niveles cosmogónico y cosmológico, Borges-Pascal busca el antropológico. ¿Qué es lo que Borges agrega a la mera erudición? En el último párrafo de La
Esfera de Pascal cita la edición Tourneur de los Pensamientos: «la edición crítica de Tourneur, que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: Una esfera espantosa cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». El mejor editor de Pascal, Leon Brunschvicg, asegura que esa palabra no era effroyable sino étonnante. Poco importa. El demiurgo de estas disquisiciones es Borges y Pascal su pretexto. La laberíntica realidad es espantosa y su contemplación nos horroriza.
Porque se equivoca quien requiera de Borges la monótona coherencia científica (o filosófica). «Mis cuentos, como los de Las Mil y Una Noches quieren distraer y conmover y no persuadir.» Borges es un poeta y su erudición, por más antipática que resulte para los que no la tienen, es un mero perfil de sus materiales. Su república está más poblada de sorpresa (poesía) que de enumeraciones demostrables. Como en el símil de la caverna, el poeta descubre, no crea. «Es quizás un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra han existido siempre». Lo mismo seria suponer que el físico crea el átomo, la piedra que cae. La poesía para Borges estaba escrita en la naturaleza de las cosas, en el amor no correspondido, en la ceguera, en la enfermedad y en la muerte. «Una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente.» (Emerson, Essays, citado por Borges). Y la labor del poeta no es otra que la de antologar lo que ese dios problemático escribió. Antologar (seleccionar) la parte del universo que al poeta le ha tocado vivir es, sin duda, el espíritu de toda escritura.
Pero fuera ya de una toma de posición partidaria con respecto a la obra de Borges, queda el asunto, innecesario pero tantas veces abordado, de definir al autor y a la obra. Quizás —como en todo hombre— lo que no ha sido es lo que mejor define a Borges. Porque decir que se trata de un hombre que ama la literatura inglesa, que está inquieto por el tiempo y que le obsesionan u obsesionaban los tigres, que es «el escritor de los espejos» y las paradojas de la mismidad, decir esto, en conjunto o separadamente, es falso. Borges es —si él aceptara este verbo terrible— por elección y por renuncia, su obra entera. ¿Por qué, entonces, tendrían significación las definiciones parciales, o más aún, las definiciones tout court? Ya hemos visto cómo el tigre y el espejo, el tiempo y el gaucho y el malevo son dimensiones de un mismo ser. Después de esto queda poco: un fervor por la lengua, un sistema
de relaciones entre aquellos tópicos ordenados (y salvados) por el justo ejercicio del lenguaje.
El rigor y la inteligibilidad de los textos que comenta y antologa Borges son traslúcidos. Además de una pasión filosófica infrecuente (Foucault reconoce que Las Palabras y las Cosas(pdf) tuvo origen en un texto de Borges) en Borges se adita lo que Platón llamó enzeoi ontés (endiosamiento), cualidad exclusiva del poeta, ese extraño visionario dual que asegura la inteligibilidad del mundo.
También a cada paso Borges nos invita al ejercicio responsable de la lucidez. «Burlarse de tales operaciones (las de la Cábala) es fácil, prefiero procurar entenderlas»; «invito a mi lector a que repensemos lo que dice este párrafo.» Aunque en su obra no se trata de sistemas, sino, el contrario, de antisistemas con los que este escéptico feroz destruye la coherencia piramidal del discurso. En un momento en que la misma ciencia reflexiona sobre la realidad doble y espejeada, Borges continúa transmitiendo —simplemente— el secreto milenario de la poesía.
La escritura
«El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginadas: eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos, neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí en Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas.»
«Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética». Pero están muy cerca de serlo. Por la sencilla razón de su formulación. Es eso lo que, a nivel estético, ha preocupado a Borges. Cierto es que la enumeración no es exhaustiva pero no deja de imponerles un largo trabajo a los exégetas. A mí personalmente me ha conmovido eso y mucho más. Por ejemplo, la adjetivación. Otorgarle un adjetivo deslumbrante a un nombre oscuro, o uno negativo a un nombre tradicionalmente positivo o sagrado («el terrible nombre de Dios»), («las inútiles simetrías»), («las arenas de un desierto lluvioso») son recursos que encontramos a
cada paso. También la hipérbole unida a momentos de miseria («un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras»). Y por sobre todo, el constante enhebrar de paradojas, sean eventuales ( Aquiles y la tortuga) o imposibles ( los momentos que no son sino uno, el hombre que es todos los hombres, todos los lugares reducidos a un punto, la creación como sueño de un soñador que al mismo tiempo se sueña a sí mismo, etc.) Finalmente, la alusión constante a una biblioteca heteróclita y vasta, digna del bibliotecario que es Borges, a citas herméticas que el transcurso del texto se encarga de elucidar. Puede observarse que mientras más críptica sea la cita o la fuente o la tesis, más desconcertante es el desenlace (véanse La Muerte y la Brújula y Abenjacán el Bojari, muerto en su laberinto). En esto Borges es obediente al diagrama del cuento por excelencia, del cuento policial, cuya forma abierta es el cuento fantástico. Se puede afirmar que dentro de unas estructuras dadas (abiertas o cerradas), el escritor realiza todos los movimientos posibles. Inclusive el recurso de poner la coda al principio para así dejar que el final sea sorpresivo por la ausencia de sorpresa. A menudo el nombre del asesino se inscribe al comienzo y se lo olvida durante la narración: cuando nuevamente vuelve al final, surge duplicado en su maravilla.
Quiero acabar señalando un peligro: el de transformar a Borges en un clásico, incólume a la pasión o al fervor. Clásico —él también lo define— es para mí una estructura determinada de una obra. Pero también es una tumba. Entregar Borges a los escolares y a los tesiólogos es rendirle un homenaje que no merece, es levantarle una estatua en medio de los hombres que, como toda estatua, nadie se detendrá a mirar. El premio Nobel, al único escritor en castellano que no merece es a Jorge Luis Borges.
Nota
[1] Remito al lector a dos obras: Marcos Ricardo Barnatán. Borges, Epesa, Madrid, 1972; Jorge Luis Borges, Ediciones Júcar. Madrid, 1972, que nos evitarán duplicaciones biográficas innecesarias.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Borges, comentador y antólogo de Dios
"Jorge Luis Borges. Prosa. Relatos completos".
Círculo de Lectores, 1975, Barcelona. 814 pgs.
Prólogo de Mauricio Wacquez