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"Paréntesis", Mauricio Wacquez

Extracto

 


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Paréntesis, publicada en 1974, fue finalista del Premio Barral de Novela ese mismo año.

"Paréntesis" es, ante todo, una deslumbrante lección formal. En el espacio de una acotación -un paréntesis- cuatro voces narrativas se persiguen, se intercambian, establecen contrapuntos, fugas, complicidades. El único plano que no alcanzan -y esa imposibilidad es deliberada- es el de la coincidencia: la historia que pretenden narrar está siempre más allá, es otra, admite otra síntesis, otras voces que intentarían la insensata, la infinita tarea de contarlo todo en una palabra. Como la derrota está en el punto de partida y no el resultado, la novela de Wacquez se sitúa en el límite frágil y atormentado de la experiencia literaria, no es el amor sino el vacío que deja su imposibilidad, no es la sintaxis sino las vueltas en redondo en el laberinto de los significados. No la novela que leemos, sino el espacio autónomo que ella convoca para convocarnos en la ausencia.

Extracto

(...) Isabelle era, como te dije, un símbolo de algo que, estaba seguro, nunca conocería, me dejaba proteger por ella sin dejar de pensar que la verdad estaba detrás, encubierta por esas miradas de falsa simpatía y por esa calmada seguridad con que me vigilaba, pero yo no me engañaba, resistía a cualquier atadura, pues sabía que después de Isabelle existiría una vida más libre y más verdadera, salía solo, con el perro, atravesábamos el parque y las granjas y nos internábamos en el campo, ¡ah!, en medio de esos árboles me sentía yo mismo, íbamos casi siempre al mismo sitio, se podría decir que era un lugar sagrado, con un árbol que tenía mi nombre en medio de un claro de bosque, yo estaba seguro que ese sitio me pertenecía y no los otros, los que veían y aprovechaban los demás, ese sitio era mi única fortuna y mi refugio, yo, que había nacido poseyendo por derecho la propiedad de todo ese dominio, sólo me sentía sereno en lo más secreto y escondido del bosque, donde nadie me veía, para abreviarte, allí me sentía aislado, con permiso para soñar o imaginar sueños felices, y mi niñez se alimentaba de aquella soledad, esa niñez que no tardaría en trizarse un día de mis trece o catorce años, el día en que iba por el bosque con el perro y vimos en las cercanías de mi refugio un caballo blanco amarrado a un árbol, al verlo sentí rabia, una sorda rabia por la violación de ese lugar, por la violación de mí mismo, sujetando al perro me lancé a la carrera, dispuesto a castigar al intruso como fuera, pero en ese momento los vi, brutalmente unidos sobre la hierba del claro, ella desnuda y él vestido, demasiado absortos en sí mismos para darse cuenta de que no estaban solos, no sé lo que sentí, un vacío, una acidez en la garganta, una conmoción que me impidió caminar, me dejé caer en el sendero y atraje el perro contra mí, durante mucho rato los miramos fascinados como se debatían sollozando, murmurándose frases que no comprendía pero que eran frases dulces, dulcisimas, dichas al oído de ella, sobre su piel sudorosa o en medio de su boca ávida, el terror me tenía clavado contra la tierra, incapaz de reaccionar sentía que la sangre había abandonado mi cuerpo, iba a morir, pensé, ahogado por aquella emoción y por el silencio que sólo quebraba el arrullo dulce y doloroso que salía de la garganta de él, hasta que finalmente vi que se sosegaban, que una paz parecida a la muerte descendía sobre ellos, permanecieron abrazados, ella con los ojos cerrados, él escondiendo el rostro en el cuello de ella, fue entonces y no sé por qué razón que la rabia volvió en mí y en una fracción de segundo me puse de pie y azuce al perro, al principio no se percataron bien de lo que sucedía, él se volvió a mirar hacia donde yo estaba y se levantó de un salto, así vi su naturaleza a plena luz, por la primera vez, cosa que me dejó paralizado de horror, con un inexpresable deseo de desaparecer, de no estar, pero yo ya había gritado y el perro corría a atacarlo, fue un tiempo muy corto, aunque suficiente para que él arreglara sus ropas y sacara un cuchillo, para que ella tomara una capa y corriera a refugiarse entre los árboles, el perro ya saltaba y él lo esperaba con las piernas separadas, el cuchillo en la mano y los ojos fijos en la dirección del salto, tan expectante y en tensión como antes había sido tierno y abandonado a las caricias de la mujer, con un movimiento rápido esquivó el ataque y se volvió, yo lo observaba desde el sendero, inmóvil, sin poder gritar ni llamar al perro, ni pensar, observaba la danza del animal con el homre, revolcándose sobre la hierba, unidos por un sorprendente espasmo de lucha, pensé en la escena anterior entre el hombre y la mujer ya de repente la lucha cesó y, como antes, el hombre permaneció inmóvil, echado junto al animal y en silencio, cuando se levantó, vi que la sangre le cubría las manos y el rostro, sus ropas y la hierba, me miró desde donde estaba y alzó el perro tomándolo por la cabeza, entonces, nuevamente se animó y presa de una furia irreprimible, comenzó a cortar, a cortar, hasta que separó la cabeza del tronco palpitante y la levantó como un trofeo sobre su cabeza, sin embargo, por detrás de esos movimientos había algo que se mantenía fijo, su mirada, fría tranquila, me miraba acezando, cubierto de sudor, pero sus ojos permanecían helados, con la silenciosa mirada que después llegué a conocer y a amar tanto, me miraba despiadadamente mientras se dirigía hacia mí, tuve tiempo de reconocer esos ojos que me penetraban mientras Roger avanzaba, dentro de mí me decía que debía huir, escapar de ese sitio de pesadilla, pero no, él se aproximaba y yo permanecía inmovilizado por su mirada, antes de llegar y viendo probablemente que yo quería escapar comenzó a hablar bajito, murmurando no te vayas, no temas, llegó cerca de mí y lanzó la cabeza del perro a mis pies, yo di un salto y él me agarró en el instante que comenzaba a correr, caímos juntos, rodando por el sendero y me sujetó los brazos y las piernas, se puso sobre mí diciendo, no temas, ¿por qué te tienes que ir? ¿de dónde eres? y entonces, creyendo que me iba a hacer lo mismo que le había hecho a la mujer, comencé a llorar, comencé a llorar al escuchar la voz porque creí que me decía esas palabras para que yo me abandonara como la mujer, ¿de dónde eres?, me decía, no temas, no tienes nada que temer, y yo continuaba llorando, más que todo porque de pronto me vi lleno de sangre, él y yo estábamos llenos de sangre, y no podía parar de llorar, el miedo había desaparecido y me daba cuenta de que estaba llorando por la primera vez (...)



 



 

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