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Marguerite Yourcenar: lucidez e incógnitas
Por Mauricio Wacquez
Publicado en La Vanguardia, España. 28 de agosto de 1984
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De entre todos los modos posibles del amor, Yourcenar separa algunos que —aunque ajenos, en principio, a la inteligencia— pueden saborearse en el orden de la distinción. Por ejemplo, distingue la pasión del amor, y lo hace cuando reconoce la violencia y determinación por someter a otro ser que define a la pasión, desvirtuando así el “padecimiento” que designa su vocable. Sí, la pasión “se padece” pero se manifiesta en forma de arrebato e iracundia por romper la resistencia de una voluntad que se niega a unas caricias exultantes. Por tanto, la pasión se muestra activa, feroz, inconmovible, tan caprichosa como la voluntad política: es sorda a cualquier clamor de aquel o aquéllos que pretende subyugar. “La pasión es más bien del orden de la agresividad que de la abnegación.” Entonces, la abnegación se desmarca de la pasión como modo contrapuesto de amor, como acción que se pone al servicio del ser amado y resuelve dirigirse hacia su dicha. No es azaroso que el amor-abnegación acampe sobre todo en corazones de largo aliento y se despliegue en lapsos que pueden abarcar la vida entera de un amante.
Cuando el amor-abnegación no se inquieta por ser correspondido —la célebre frase: “Je t'aime, est-ce que cela te regarde?— deviene amor-fervor, como el de Laura por Petrarca. Y tanto éste como el amor-abnegación son menos frecuentes en el hombre que en la mujer “porque el hombre ha sentido siempre que en el universo y en la vida existía algo más que un gran amor”. La diferencia no es exclusivamente sexual, sino también emocional: la morbilidad de estos afectos crece entre los que son capaces de compartir el territorio de la flaqueza: niños, mujeres, adolescentes, hombres sensibles, sabios, enfermos, todos los que por alguna razón han experimentado que la violencia no es la única fuente de la ventura. Porque, según Yourcenar, en el combate que libran el Hombre y la Mujer por asumir sus vagos roles, es el Andrógino el que finalmente lo consigue. El teatro del amor es un teatro de sombras, donde los lindes, el lugar de encuentro, de los contrarios están difuminados: sus polos extremos se tocan mediante una operación inefable y en un lugar sin cualidades ni identidad. Esto en cuanto fenómeno real, ya que en general las distinciones se hacen mediante el lenguaje. Razón suficiente para proclamar que los pormenores amorosos sólo pueden ser ventilados por la literatura.
De oídas
Dicho esto, recordamos a La Rochefocauld: “Hay muchos que no habrían amado si no hubieran oído hablar del amor”. La emoción, la sensualidad, los celos, la ambición, se aprenderían de oídas. Llegamos a un nuevo modo: el amor-vanidad, que Yourcenar y Sthendal localizan especialmente en Francia, una corrupción sentimental que prefiere el estilo y se funda en la tradición. Un amante y un sombrero se diferenciarían sólo en que el primero aburre con su conversación puntual.
En su libro “Les yeux ouverts”, larga entrevista de Marguerite Yourcenar con Matthieu Galey, la escritora intenta teorizar respecto del amor, aportando un dato nuevo a los ya reseñados y que son precisamente los de sus libros. Me sorprende que los personajes de sus novelas se decidan sobre todo por modelos amorosos que mezclan la pasión, el amor-abnegación y el amor-vanidad. Sin mencionar la categoría más habitual en sus obras, cuyo arquetipo es Alexis: el amor-simpatía. Se comparte una dicha o un destino y la simpatía es menos clara, entonces, que su equivalente etimológico, la compasión. Alexis prefiere compartir el componente sagrado que lo une a su mujer que las debilidades y las culpas que le ofrece el amor-placer aportado por los hombres. En “Les yeus ouverts”, Yourcenar parece querer negar sus propios arquetipos. Al desenfreno de Emma Bovary prefiere el sentimentalismo simple y sin aspavientos de Charles, su marido. Es como si la flamante académica volviera sobre sus pasos y quisiera barrer el interés que poseían sus héroes. Acaso el personaje que más se ajuste a sus nuevos valores sea Alexis. Porque el trío que nos muestra en “El tiro de gracia” se acomoda mal a la postura amorosa proclamada en “Los ojos abiertos”: “La forma más lograda es, sin duda, la ‘Maithuma’ hindú. El amante que se acostumbra a la presencia de la mujer amada, quien, por lo demás, es generalmente una profesional, pasa la noche con ella en la misma habitación: la viste y la desviste, de manera que finalmente se llega a una intimidad cada vez más grande y cada vez más sagrada, antes de la unión completa. Sin embargo, esto es muy complejo, es una obra de arte. Es la unión divina a través de una persona”.
Péndulo
Pocos elementos de la Maithuma amorosa encontramos en la obra de Yourcenar. Más habitual es el amor-fervor, como en el caso de Antinoo por Adriano, o el de Ana de la Cerna por su hermano Miguel. Al contrario, el amor de Adriano y el de Miguel está teñido de pasión; uno, el del emperador, permite que éste complete con perfección el diseño de su vida; el de Miguel de la Cerna lo precipita sin más en la muerte.
Hay que reconocer que la misma Yourcenar se define distinta cuando habla del amor —como en este libro— que cuando lo transmite en sus obras de ficción. Los diversos estadios de su clasificación amorosa se hallan mezclados en estas últimas y tanto se ve el amor-abnegación de Eric por Conrad —en “El tiro de gracia”— como el amor-pasión de Sophie por Eric. También se pueden observar movimientos pendulares en las definiciones mismas que establece la escritora: Miguel de la Cerna, obsesionado por su hermana, presa de una típica pasión, es capaz de renunciar a ella y de elegir la muerte.
Muchos podrían oponerme el hecho de que las obras hablan de las contradicciones de la vida universal y que en “Los ojos abiertos” Yourcenar intenta la inteligencia del amor. Mi explicación es meramente intuitiva. Marguerite Yourcenar vive una madurez que la acerca cada vez más a la trascendencia. Entre los fervores que se abandonan con la edad, el más doloroso es acaso el de la “voluptas”, tan magistralmente descrito por ella en “La memorias de Adriano”. Cuando en “Los ojos abiertos” se decide por una opinión, la “voluptas” palidece ante la presencia de la sabiduría. El amor-pasión que une a los amantes durante los primeros tiempos —cita expresamente el caso de Julieta y Víctor Hugo: “Hubieron dos o tres años de un amor que se creía compartido, para luego ser la humilde sirviente del gran hombre”— debe ceder su lugar a uno de los tantos sentimientos tristes que cita la escritora, el amor-simpatía, el amor-caridad...
La duda general que trato de expresar en este parvo informe está adelantada por la misma Yourcenar en “Adriano”: “No es necesario que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no es del todo fiel a su dios”. Es cierto que para ella la trascendencia pertenece a la esencia misma del amor. Pero la divinidad alcanzada es el amor en sí, su fin se cumple en su actividad. Mientras que ahora parece decirnos que el amor, como en el caso de la Maithuma hindú, es un medio que lleva a la divinidad, diferente de Eros, una conciencia universal penetrada y conocida por el amor, su Dios pagano.
¿Qué duda o qué temblor se halla detrás de este afán intelectivo? Las novelas de Yourcenar nos habían acostumbrado al hambre de caricias, al devaneo y a la sinrazón del amor. En “Los ojos abiertos” nos propone la excelencia de la “unio mistica” frente a la carnalidad amorosa. Porque el fenómeno del amor es contrario de la trascendencia y de la unidad, es precisamente un desafío, desde una individualidad, a los motivos armónicos de Dios. El amor es un desorden, una transgresión de las leyes que nos permitirían una concordia con el entorno, Dios incluido. Lo diferente y específico de la experiencia amorosa es su índole única, diferente de los afectos que atraen o repelen a los organismos unicelulares. En éstos sí que hay armonía, “logos”, y no la enfermedad humana y cultural (casi) que denominamos amor y cuya exégeta más lúcida —junto a Racine, Shakespeare y Juan de la Cruz— ha sido Marguerite Yourcenar.
Sin embargo, la lucidez que tienta ahora una explicación no es la misma que antes nos presentaba paso a paso, razonablemente, los pormenores de una irracionalidad. Tanto en “Adriano” como en muchos otros textos nos transmitió la lista de fenómenos que la razón no comprende: la muerte, las enfermedades incurables, Dios, la poesía, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida... Estaba segura de que la razón se confundía frente a tantos prodigios y que lo lúcido era encerrarlos en su condición de arcanos. Ahora, al final de su vida, intenta explicaciones que a nadie convencen (“Toute explication lucide m’a toujours convaincu”) aceptando un desafío, tratando de iluminarlo con un fulgor menos banal que el de la inteligencia. He aquí, tal vez, las nuevas fronteras de Marguerite Yourcenar, una mujer que parece haber traspasado los umbrales de esa inteligencia y que, sin embargo, continúa cercada por sus incógnitas.