"Epifanía de una sombra", de Mauricio Wacquez (1939-2000), es la primera parte de una trilogía —que iba a titularse Oscuridad—, de la que el resto son manuscritos semitrabajados por el escritor chileno, pero que posee la suficiente autonomía como para desplegarnos, en una acumulación de fragmentos, el pasado intenso, tempestuoso, de unos jóvenes a los que «el esplendor de la edad no les permitía reconocer los momentos menos omitibles de sus vidas».
La novela o crónica o incluso registro consiste en el montaje o entrelazamiento de flujos de escritura que obstaculizan —en la desesperada búsqueda de un nuevo sentido o incluso sinsentido— la continuidad convencional de los acontecimientos.
Éstos se desarrollan en dos grandes escenarios, que se alternan o sustituyen, a veces vertiginosamente. Uno de ellos es el espacio rural de los viñedos y los cerros del Chile central, en la primera mitad del siglo XX, el lugar de origen del protagonista, con su orden aparente y su aparente rigor religioso, su apariencia afrancesada, que apenas encubre un fondo primario y tenebroso.
El otro es el espacio urbano de Santiago, la pretenciosa, modesta, asfixiante capital de Chile, a la que llega el adolescente para seguir una carrera universitaria, entregándose a una vida intensa, suspendida en la pura actualidad de sus sensaciones, en la persecución de la carne y el conocimiento, con todo el tiempo del tiempo por delante, sintiendo cada vez el roce de una potencial e (im)probable plenitud en ciernes.
El narrador retorna obsesivamente a sus orígenes rurales y desde su dudosa memoria —que mezcla indiscerniblemente los hechos con el mundo ilusorio de sus deseos— se entrega a la recuperación de los comienzos de su homosexualidad a través de imágenes que combinan el más refinado y perverso hedonismo con la liberación primaria, salvaje, de los instintos en una sociedad apenas refrenada por las prohibiciones religiosas y el machismo (de la sexualidad en estos campos se había ocupado ya José Donoso, por ejemplo, en El lugar sin límites —1967—, en que representa esperpénticamente la vida dolorosa de un viejo travesti de patas flacas y peludas, al que maltratan, atraídos oscuramente por él, los machos del pueblo, echándolo a los perros).
Esplendor del paisaje
Junto a la profusión de escenas eróticas —logradas y a veces malogradas por su exceso casi técnico de pormenores— habría que destacar el esplendor de las descripciones del paisaje, los jardines, parques, corredores o invernaderos en que coexisten la flora y el bosque nativo con especies importadas en las sucesivas olas de colonización y emigraciones que nos pueden incluso sorprender con la presencia, en esos rincones, de una pianista rusa que da lecciones de música. Un fragmento maestro de esta aprehensión estética de la naturaleza es aquél en que «en medio del estruendo de las piedras que se despeñan por el río solar, la mirada encaja en el paisaje como un juego de maderas finas».
Santiago —el protagonista central, si es que puede hablarse de centralidad en la extraordinaria dispersión y despedazamiento de esta novela— es hijo de un enólogo francés, que ocupa la amplia casa patronal de la hacienda vinícola y del cual no se sabe, durante mucho tiempo, si es dueño o administrador de esa hacienda. La identidad de Santiago es también ambigua en virtud de su doble procedencia y su atravesada posición social. Parece naturalmente instalado en el escenario señorial y se desplaza en él con la soltura de los dueños de la tierra, pero afirma y hunde sus pies en distintos niveles de procedencia y posición social —padre extranjero y madre criolla—, flotando entre la clase propietaria y la delgada capa media rural.
Me parece que la separación que practica Wacquez entre el narrador y el protagonista —que no es sólo producto de una estrategia, sino de la extrañeza, la escisión y el olvido generado por el paso del tiempo— es decisiva para el despliegue y constitución del disperso pero poderoso mundo de la novela y su fascinante y a la vez atroz esfuerzo de abrir las condiciones de encuentro de un sentido para una vida que, además, apenas se reconoce como dudosamente propia.
En este sentido, la reconstrucción de su vida se inscribe en el orden de la irrealidad verosímil —que hace confluir las imágenes del deseo de entonces con «los sinuosos caminos que llevan a la verdad de la infancia, que no se compadecen con el estricto rigor de los hechos»— en una búsqueda de legitimación o gratificación, casi in articulo mortis, del devenir (in)feliz de una vida salpicada por una serie, siempre insuficiente, de momentos de plenitud estético-erótica.
Por ello, insistiendo en alcanzar un erotismo liberado de las variedades represivas de la moral y del deber ser que no consulta la gratificación del cuerpo y no surge de su humanización, sino de su aniquilamiento, el viejo narrador, aún no suficientemente derrotado, se pregunta: «¿Qué son la sapiencia, la empiria y la cordura, sin la juventud, la belleza, el amor, la locura, sin que al fin se imponga la perturbada carne humana?»
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "Epifanía de una sombra", de Mauricio Wacquez
Sudamericana. Barcelona, 2001. 527 páginas.
Por Federico Schopf
Publicado en ABC Cultural, 28 de julio 2001