EL AZAR en el desorden constituía el método de Jean Cocteau. Como todo niño, era aficionado a las coincidencias y a los riesgos de lo maravilloso. Si a lo largo de estas páginas el aliento se corta y es preciso recomenzar la lectura, se cumplirá una de las fatalidades que el poeta le atribuía a la escritura: herir pese a todo. La ordenación se efectúa cuando todo salta por los aires y vuelve a caer pêle-mêle en el bazar de nuestro corazón, donde no se sabe bien si, cuando hablamos de sus libros, El Potomak es anterior a La sangre de un poeta, o si, como sucede a menudo, la obra se llama Los niños terribles o Los padres terribles, o si ambas existen en la bibliografía del poeta. Puros ecos, frases luminosas, un perfil, un tono: eso es lo que queda para siempre de la obra entera. No es preciso entonces una sistemática: ni cronológica, ni genérica, ni antológica. Lo importante es comenzar, entrar ahora por esa estrecha y secreta puerta de Opio, donde todo son guiños, sobreentendidos, alusiones, esa incómoda puerta que hay que forzar para que su automatismo y su sueño nos revele la zona nunca bien delimitada de la palabra. No es
una justificación de mala fe. Hasta los editores, y yo no soy una excepción, pueden llegar a respetar y a amar la poesía. Jean Cocteau fue el poeta de la chiripa, del milagro, el poeta sin planes, sin destino, el poeta angelical y maldito, el poeta niño. ¿Por qué entonces no entrar en este diario poético con la pasión de los niños? ¿Por qué no vamos a desafiar el azar de la poesía y convertirnos en esta traumática destilación del genio que es recapitulación —cura— del dolor?
Lo primero que debe sorprendernos en Opio es el hecho de haber sido escrito a destiempo. En realidad, Opio debió datar de 1925, y no de 1928, de la clínica de Thérmes y no de la de Saint-Cloud. La raíz del "mal", la iniciación en las soleadas marismas del opio, es de 1924, año de la ¿primera? gran depresión de Cocteau. Veo, sin prisas, al poeta de treinta y cinco años hundido por la muerte del novelista niño Radiguet, ese inverosímil rescatador del clasicismo en literatura, dueño de la suficiente inconsciencia como para reírse de los "modernos", de los dadá, los automáticos, los surreales: después de reírse de ellos, volvió a la reciente penumbra de la nada: tenía veinte años. No podemos entender al Cocteau crucial de Opio sin referirnos al hecho también crucial —tanto en la vida del poeta cuanto en la literatura moderna francesa—: su encuentro con Rayrnond Radiguet, su fugaz y apasionada relación, la muerte fulminante del efebo del Marne, el 13 de diciembre de 1923. Dejaba una novela, clásica inclusive antes de su publicación, El diablo en el cuerpo, y una inédita —borroneada, llena de faltas de ortografía y de manchas de tinta, a medias dictada a Auric—: El baile del conde de Orgel. Este inquietante adolescente —cuyo antecedente, tanto por el genio como por la belleza, es Arthur Rimbaud— fue, estoy seguro, el modelo del protagonista de la más conocida y genial de sus novelas, Los niños terribles: el alumno Dargelos. Raymond Radiguet vivía en Saint-Maur des Fossés, uno de esos deliciosos pueblos de la región de París, a orilla del Marne detrás del bosque de Vincennes. El Marne, en aquella zona, se halla a punto de asaltar el Sena, corre sinuoso entre altas riberas sembradas de pequeños pueblos. A veces, Cocteau acompañaba a Radíguet hasta su casa; atravesaban juntos, hablando, el monumental bosque, bajo la luz entreverada por los castaños, las encinas, los olmos, apresuradamente planeaban lo mucho que debían hacer en poco tiempo. Ambos mutuamente encandilados, Cocteau, por el descaro, la belleza y el genio de Radiguet, que a los diecisiete años se había presentado en su casa con un bastón; Radiguet, por el poeta dandy, la voz a la moda, el mimado de los salones y la prensa de París. Así, a toda carrera, debieron hablar de cómo harían para salvarse de ser "modernos". En esto, es seguro que la mano que a los diecisiete años había escrito El diablo en el cuerpo cambió, definió y aseguró la estética de Cocteau, más que al contrario. La desfachatez con la que Radiguet desenterraba la escritura de Pascal, la de Lafayette y Stendhal, en un momento en que todos se dedicaban a la onomatopeya y a la poesía concreta —por sus ruidos—, debió marcarle el rumbo definitivo a Jean Cocteau. Influencia diabólica, ciertamente, como la que ejerció Rimbaud sobre Verlaine, pero que la muerte detuvo para destruir una simetría demasiado terrible. La prueba es que Thomas el Impostor es el reflejo —tan fiel como invertido— de El diablo en el cuerpo.
Raymond Radiguet muere a fines de 1923, dejando a su maestro-discípulo en una grave depresión que atravesará todo 1924. Es en este año que el poeta echa mano del opio. Su clima mental es el del que ha abandonado la literatura. Porque se siente abandonado como si el niño hubiera sido él y no al revés. Su imagen trastocada por el espejo, le muestra un alumno de cabellos alborotados, de rodillas fuertes, lastimadas y sucias: Radiguet-Dargelos, que además se desdobla en el expectante, dócil y pueril Cocteau-Paul: todo ese mundo sombrío y enfermizo —léase, poético— que configura la ambigüedad inquietante de Los niños terribles.
El editor suplica la benevolencia del lector que no conozca la obra de Cocteau. No es mi intención —aunque contradiga toda intención prologal— introducirlo en la vida y en la obra de Cocteau. La justificación es tan simple como oprobiosa: cada obra de Cocteau llevará su propia introducción que dará cuenta del clima y los resortes —biográficos y bibliográficos— que la causaron. Por lo que este
prólogo es un prólogo a Opio, limitado a sus sinsabores y sus glorias.
Sigamos, entonces. Un hecho: muere Radiguet de un tifus absurdo que lo convierte de repente en una estrella fija. Así la luz inmediata de Cocteau se apaga para iluminar la inmortalidad incorruptible del niño. Atrás habían quedado cuatro años de vértigo, de viajes, cuatro años en los que esa insólita pareja frecuentó Le Boeuf sur le Toit, lugar louche que llevaba el nombre de una obra de Cocteau, cuartel general de los recalcitrantes adversarios de Breton. También viajaron juntos al Piquey, en la bahía de Arcachon, donde Radiguet escribió y dictó la mayor parte de El baile del conde de Orgel, y donde Cocteau redactó El secreto profesional. De existir los antibióticos habría sido una amistad larga. Pero Radiguet pertenecía a esa escasa familia de velocistas que llegan, desparraman el mundo, y se van campantes.
Dije ya que Opio se escribió a destiempo, pues debió dar cuenta tanto del efecto —la intoxicación— cuanto de la causa —la pérdida de Radiguet— de la horrible depresión de 1924. El hecho de que lo haya escrito en 1928-1930 —fechas en las que ya una brizna de piel recubría la carne viva—, le otorga al texto y a su inspirador una perspectiva ponderada que aleja de alguna manera el tono de la pasión. Si Opio hubiera sido el diario de la desintoxicación de 1925, en la clínica de Thérmes, seguramente estaríamos en posesión de un informe mucho más álgido, más descarnado y menos lúdico. En Opio se verá al poeta vuelto a la vida, mirando ya a su alrededor, pensando en su obra, comentando a sus contemporáneos. Nada de esto habría sido posible en 1925, cuando el golpe era tan duro como un "puñetazo de marmol", como la pelota de nieve que Dargelos-Radiguet le lanza al pecho a Cocteau-Paul, dejándolo inconsciente.
Es este rasgo elíptico —apariencial— el que hace de Opio lo que dice ser: el diario de una desintoxicación. Las menciones a Radiguet son tan reservadas cuanto muchísimo menos frecuentes que las a Proust, Roussel o Picasso. ¿Adónde entonces se fue ese atroz material de una muerte? Hasta aquí me he limitado a decir lo que no está en Opio, pero que debió estar, lo que fue la causa de ese descenso a los infiernos de la mano de la adormidera, y que la adormidera encubre, llenándolo todo. Si Opio es únicamente el diario divagante de una desintoxicación, la depresión de 1924, "el puñetazo de mármol", el descenso a los infiernos, debe estar en alguna parte, ailleurs. Porque Cocteau baja a los infiernos no por el opio —como la estulticia de la clase media, de la medicina o de la administración pudieran creer—, sino con el opio. El opio es ese virgiliano sostén que lo guía, que le impide morir, que lo libera de la cercana tortura de pensar en lo que de verdad lo ha arrojado a las tinieblas: la muerte del poeta-niño: Radiguet: él mismo: Orfeo.
Nadie discute ya que Radiguet sea el inspirador y el modelo de Orfeo, obra escrita en 1925, y en la que Cocteau vuelca todo el horror de su reciente descenso infernal. Radiguet-Orfeo-Cocteau quieren rescatar el impalpable abismo de la muerte en el que el autor ha vivido los dos últimos años. Un ángel, Heurtebise, ángel de vidrio, dice: "Los espejos son los puentes a través de los cuales la Muerte va y viene . No se lo diga a nadie. Por lo demás, mírese a lo largo de su vida en un espejo y verá a la Muerte trabajar como abejas en una colmena de vidrio".
Es la muerte, la Dama Blanca según él, la que está detrás de todo el texto de Opio. En sus primeras páginas nos aseguramos de que se trata de la segunda desintoxicación, posterior al Orfeo y a 1925. Leemos: "Me intoxiqué por segunda vez en las siguientes circunstancias: antes que nada, parece que fui mal desintoxicado la primera vez". ¿Qué quiere decir esto? Si respetamos nuestra hipótesis y seguimos viéndolo aferrado al espectro de Radiguet, quiere decir: ni Orfeo, ni el opio, ni la cura del opio de 1925, sirvieron para exorcizar al fantasma, para alejar su delgada figura de ojos fijos. Pero en las minuciosas, casi fenomenológicas descripciones que aparecen en Opio no hay ninguna referencia explícita. Cuando pudo hacerlo —un poco más adelante de lo que he citado— escribe: "Me reintoxiqué... porque encontré de nuevo mi desequilibrio nervioso y porque prefería un equilibrio artíficial a una total ausencia de equilibrio". ¡Desequilibrio nervioso! ¿Cuál era la naturaleza de ese desequilibrio nervioso? Este prólogo intenta dar una respuesta a esta pregunta, respuesta que Cocteau no ofrece porque prefirió, en esta obra, limitarse al efecto y no a la causa . Es más, Cocteau parece creer que con su texto —con la explicación más o menos "cientista" de sus experiencias físicas, con la crítica a los métodos médicos— hace una aportación importante a la toxicomanía. Es decir, apenas hay en Opio elementos de análisis psicológico que nos permitan ahondar en las desesperaciones de un alma. Por esta razón, he creído necesario apuntar al contenido oculto tras lo que él llama "desequilibrio nervioso". Es lo que —fuera del interés per se de la obra, del cual hablaremos más adelante— me importa por encima de todo. Descender como Orfeo para rescatar un rostro amado es una tentación demasiado imperiosa como para no mencionarla, incluso si ese descenso escapa a los pormenores de la presente obra. Hay, sin embargo, explicaciones superficiales del Orfeo: el origen del nombre de Heurtebise, las "coincidencias en torno de un nombre y de una obra" (Orfeo), etc.; y ciertas citas de lo que decía Radiguet, de cómo éste pertenece a una elite de escritores inmunes a la censura, y un largo exposé sobre el "alumno" Radiguet —modelo tanto de Thomas el Impostor cuanto del alumno Dargelos de Los niños terribles—, en el que se lo compara con otro prestigioso "alumno" adolescente: Alain Fournier. Esta referencia a la terrible infancia —simbolizada repitamos, por Radiguet y sus epónimos— le sirve de pivote para hablar de su propia infancia y de los primeros modelos —sus primos, también un hermano de Radiguet— de niños conspiradores y diabólicos. Tanto la infancia como el genio son asesinos de la realidad. El crimen está vivo, como el fulgor de los ojos del gángster Dargelos, que es amado por Paul, el único que puede apreciar su dimensión divina.
Orfeo, en 1925, y Los niños terribles, en 1929, la primera insuficiente, la segunda exitosa, constituyen la verdadera "curación" de Cocteau. Opio es contemporánea de la segunda. Ya que si el análisis psicológico no existe en Opio es precisamente porque la obra de arte fait l'affaire, es el mejor psicoanálisis, la única realidad capaz de ahuyentar los fantasmas que devoraban al poeta. Siempre me ha sorprendido el carácter catártico de la poesía. Cuando al final de Opio Cocteau habla de que está curado: "Curado me siento vacío, pobre, asqueado, enfermo. Floto", siente de verdad una liberación. Pero no está vacío porque haya vuelto del infierno, porque esté desintoxicado o haya escrito Opio. Está "vacío" porque en tres semanas del mes de marzo de 1929, durante su curación, escribió Los niños terribles, el gran espasmo que le permitió sentirse definitivamente "curado". Así, lo primero —o lo último— que piensa es en su próxima obra. "Mi próxima obra será una película." En seis años de infierno, como un Orfeo que sale del espejo después de buscar reiteradamente a su amor, el poeta ha logrado el olvido en la memoria de la poesía.
La agudeza poética de Cocteau se despliega a lo largo de Opio de esa manera terrible que él le pedía a toda escritura. Las descripciones de la latencia de la droga y de la suspensión del espíritu de la desintoxicación son vistas y descritas con la velocidad de los sueños. "Narro una desintoxicación: herida lenta." ¡Qué prodigio! Poesía, escritura automática —riqueza que fue uno de los escollos más terribles de la traducción—, dan cuenta de un chorro espiritual tan facetado como las visiones de la droga: abismo consentido al cual hay que arrojarse junto con el poeta. ¡Ojo!: es recomendable leer este libro acompañado de un joint. Así podrá leerse lo que la mano no puede escribir, pero que está en esos dobleces que sólo la droga ilumina. "No esperéis de mí que traicione... el opio sigue siendo único... Le debo mis horas perfectas." ¡Fuera la moral contídianal "Es una lástima que en lugar de perfeccionar la desintoxicación, la medicina no trate de volver el opio inofensivo."Cocteau defiende el opio porque es inofensivo. La ofensa sería de otra naturaleza, sería lo que compromete al fumador como su tragedia o su enigma. "Si usted oye decir: X... se mató fumando opio, sepa que es imposible, que esa muerte oculta otra cosa." La tesis —si tesis hay— de este prólogo es que Cocteau, de haberse matado, lo habría hecho debido a la muerte de Radiguet. En el fluir semiconsciente del texto existe siempre una lucidez vigilante. El poeta, torturado por los métodos de curación, quiere entender; en medio del dolor físico, ejerce ese antiguo arte francés que es reflexionar: "Vivir es una caída horizontal", "La estética del fracaso es la única durable", frases en las que se aúnan la hondura metafísica y la más eminente intuición poética, elementos éstos que en el fondo siempre son inseparables. Lo indiscutible es que en el momento de dolor que consigna Opio, el poeta no abandona el pensamiento: "La pureza de una revolución puede mantenerse quince días". "La falta de compostura es la marca del héroe." Ahorro citas que reitera mucho mejor la obra misma. Pero advierto que Opio es un libro al cual el lector deberá volver a lo largo de la lectura de toda la obra del escritor; en él hay claves importantes, anécdotas, referencias, que, aisladas, parecerán crípticas pero que configuran, como muecas engarzadas unas con otras, la geografía total del Rostro y del Libro. Por ejemplo, las referencias al teatro, constituyen toda una estética de la escena, como las impresiones del opio son una verdadera iniciación en lo que nos sobrepasa. "El opio debe volvernos un poco visibles a lo invisible." "Después de haber fumado , el cuerpo piensa." Hay algo notable, compartido quizá por todos los que alguna vez hemos recurrido a la droga, y es el fenómeno de la velocidad distinta que procura: "El opio es la única sustancia vegetal que nos comunica el estado vegetal. A través de él obtenemos una idea de la velocidad distinta de las plantas".
El hombre normal. —Fumador con médula de saúco, ¿por qué vivir esta existencia? Más le valdría arrojarse por el balcón. El fumador. —Imposible; floto. El hombre normal. —Su cuerpo llegará abajo rápidamente. El fumador. —Llegaré lentamente después de él.
Todo lo que Opio tiene de estricto análisis del problema de la droga se enriquece con observaciones autobiográficas, estéticas, morales, bibliográficas, a las que de una forma divagante ya hemos aludido. Sin embargo, no dejará de interesar una dimensión anecdótica en la que aparecen como hongos las cabezas de Picasso, Stravinsky, Díaghilev, Proust, los de Noailles, Victor Hugo, Dullin, de Chirico —que es, en pintura, un Cocteau mecánico—, Eisenstein, Buñuel, Gide, es decir, el mundo espiritual del primer tercio del siglo XX.
Finalmente, una pequeña observación sobre la traducción: hemos traducido vous por usted y no por vosotros. Una elección que nos concierne enteramente como traductores y de la cual creemos poder responsabilizarnos. En verdad, si un libro puede ser traducido por dos personas, a menudo sólo es leído por una. Creemos que el tono queda más intimista si se nos habla directamente de usted y no con un abstracto vosotros que nos compromete menos con el texto.
Infanta Carlota, octubre de 1980
Opio
[Extracto]
He querido tomar notas durante mi estadía en la clínica, y sobre todo contradecirme, a fin de seguir las etapas del tratamiento. Convenía hablar del opio sin trabas, sin literatura y sin ningún conocimiento médico.
Los especialistas parecen ignorar el mundo que separa al opiómano de las otras víctimas de los tóxicos, la droga de las drogas.
No intento defender la droga; intento ver con claridad en lo oscuro, penetrar en la entraña de la cuestión, abordar de frente problemas que se abordan siempre de soslayo.
Supongo que la moderna escuela de Medicina empieza a sacudirse el yugo, a rebelarse contra unos prejuicios ridículos, a seguir la marcha de su época.
Cosa extraña. Nuestra seguridad física acepta médicos que corresponden a los artistas a quienes nuestra seguridad moral rechaza. ¡Ser curado por un Ziem, un Henner, un Jean Aicard!
¿Descubrirán los jóvenes, o bien un método activo de desintoxicación (el método actual sigue siendo pasivo), o si no un régimen que permita soportar los beneficios de la adormidera?
La Facultad odia la intuición, el peligro; quiere prácticos, olvidándose de que los tiene gracias a los descubrimientos que chocan al principio contra el escepticismo, una de las peores especies del confort.
Oponen este argumento: el arte y la ciencia siguen distintos caminos. Es inexacto.
Un hombre normal, desde el punto de vista sexual, debiera ser capaz de realizar el acto amoroso con cualquiera e incluso con cualquier cosa, pues el instinto de la especie es ciego; trabaja al por mayor. Esto es lo que explica las costumbres acomodaticias, atribuidas a vicios, del pueblo, y sobre todo de los marinos. Sólo cuenta el acto sexual. El bruto se preocupa muy poco de las circunstancias que lo provocan. No me refiero al amor.
El vicio comienza en la elección. Según la herencia, la inteligencia, la fatiga nerviosa del sujeto, esta elección se refina hasta llegar a ser inexplicable, cómica o criminal.
Una madre que dice: «Mi hijo no se casará más que con una rubia», no sospecha que su frase corresponde a los peores embrollos sexuales. Disfraces, mezclas de sexos, suplicios de animales, cadenas, insultos.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com «Opio: diario de una desintoxicación», de Jean Cocteau
Edit. Sudamericana, 2002, 201 pp.
— PRÓLOGO —
Mauricio Wacquez