Mis apellidos han sido siempre fuente de mil complicaciones, falsas interpretaciones, todo tipo de errores y horrores ortográficos y fonéticos. Y han ido cambiando según los países en que he vivido. En el Perú, normalmente me apellidaba Bryce, en inglés, pero no todo el mundo deletreaba este nombre debidamente. Por otra parte, durante mis estudios universitarios en Lima, algunos optaron por llamarme afectuosamente mister Bryce y otros optaron por el apodo de Briceño, en un afán de popularizar mi nombre entre todas las clases sociales que frecuentaban la Universidad de San Marcos. Todavía hay amigos en Lima que emplean este apodo y que lo utilizan al empezar sus cartas. Recuerdo, también, cuando algún episodio de las páginas policiales limeñas dio a conocer el apellido Bryson que, según más de un amigo bromista pero con cierta audiencia, por decir lo menos, era el nombre con que los Bryce bautizaban a sus hijos naturales.
Durante los largos años que vivi en Francia, tuve que acostumbrarme a que se me llamara Bris o Brys o Brice, por ser este último un nombre de pila francés, aunque poco frecuente. Y mi primer libro traducido al francés apareció con el nombre de A. Bryce Echenique, lo cual dio lugar a una confusión que hasta hoy dura: me llamo A. Bryce y me apellido Echenique. Generalmente soy el escritor peruvien Etchenique. En Estados Unidos, donde por fin se pronuncia correctamente Bryce, se emplea sin embargo el segundo apellido, o sea el materno Echenique. El incidente más frecuente a que esto ha dado lugar es el de mi desaparición en ordenadores que, a su vez, han impedido una asistencia médica de urgencia, por ejemplo. También, en alguna oportunidad, el mismísimo senador por Texas John Pickle tuvo que intervenir desde Washington D.C. ante el fisco norteamericano para que yo recuperan varios miles de dólares que se me debían, con abogado y todo.
Y a veces, además, uno se confía. Y muy confiadamente esperaba yo poder tomar un vuelo de Cleveland a Madison, porque era el primero en la lista de espera y porque la señorita de Continental Airlines me había llamado mister Bryce con toda la gentileza y buena pronunciación inglesa del mundo. «Espere un ratito, Mr. Bryce, con seguridad le confirmaremos su viaje por los altoparlantes.» Me instalé a esperar con una revista en inglés, y mi fe en llegar a Madison a tiempo para una conferencia era tal que ni cuenta me di de que aquel señor griego, sin duda de apellido Equenaiqui o Ekenaiki, al que habían llamado hacia horas por megafonia, era yo. Desde entonces vivo muy atento a que en Estados Unidos soy Mr. Ekenaiki o algo por el estilo.
Ahora que vivo en España, cuando reservo mesa en un restaurant lo hago a nombre de Echenique, en vista de que todos me entienden y en vista de que, muy a menudo, por toda la geografía española la gente me pregunta por la pronunciación de mi primer apellido y normalmente transamos en Brice, a pesar de mis buenas intenciones anglosajonas. Cuántas veces antes de empezar una entrevista no me han preguntado: «¿Cómo prefiere usted que le llame, Bryce o Brice?». Finalmente, vivo en un país donde la gente dice Jolivú y vengo de un país donde todo el mundo sabe decir Bryce aunque medio mundo es capaz de escribir Brais, para simplificarme el asunto. Como la vez aquella en que, al mostrarle mi pasaporte a un simpático aduanero, me recomendó poner «Periodista» en vez de «Escritor», en el apartado «Profesión», por sonar esto último más conocido o, en todo caso, más viril. «Ya usted sabe la fama que tienen los artistas, señor.» Algo muy grato sucede en cambio cuando llamo a un restaurant y, al reservar la mesa a nombre de Echenique me preguntan si Echenique se escribe como Bryce o como Brice Echenique: sé que voy a comer bien.
Pero el asunto de mis apellidos jamás le había causado daños y perjuicios a terceros. La primera vez, y la más memorable también, fue en Barcelona en 1982. Viajaba a México y vivía en Montpellier, por lo cual debía obtener mi visado en esa ciudad y tomar allí también el avión con destino a la ciudad de México. El télex de la compañía de aviación distorsionó de tal modo mis dos apellidos que el vuelo me dejó tirado en el aeropuerto de Barcelona. No había billete para mí. El télex de ida y vuelta aseguraba que yo no figuraba en la lista de escritores que debían viajar a un congreso en la capital de México. En fin, mientras trataba de aclarar el asunto, me dediqué a llamar a algunos amigos y fue Mauricio Wacquez, amigo divertido, generoso e inteligente como pocos, quien me dijo que su departamento quedaría vacío por un par de días y que me alojara allí y no gastara en hotel. Él se iba a pasar el fin de semana a su casa de Calaceite, en Tarragona. Dejaba, eso sí, a sus gatos, pero con ellos no tenía que preocuparme en lo más mínimo. Les dejaba comida suficiente para dos o tres días y una puerta abierta a la azotea o balcón para que salieran a ventilarse y a hacer sus cositas. Sus gatos estaban ya acostumbrados a las ausencias del escritor, además.
Pude, pues, alojarme en casa de Mauricio y dejar ese número en México, donde un amigo se estaba encargando de arreglar el maldito embrollo que la compañía aérea o quien fuera había organizado con mis apellidos. El amigo mexicano quedó en llamarme hacia la una de la madrugada y aproveché para comer con la buena escritora Nuria Amat, pendiente eso sí de estar de regreso en el departamento de Mauricio hacia medianoche. Y, a las doce en punto, se abría el ascensor en un piso bastante alto del edificio de Infanta Carlota (hoy Josep Tarradellas) en que vivía Mauricio, cuando oí que en el departamento sonaba el teléfono. Era, sin duda, mi tan esperada llamada y realmente me precipité, abrí corriendo y como pude la puerta y no me tomé el trabajo de cerrarla debidamente. Celosos de la ausencia de su amo, vi cómo se escapaban los enfurecidos gatos de Mauricio y, lo que es más, olí, mientras hablaba con México y recibía instrucciones que me obligaban a salir literalmente disparado al aeropuerto (se había arreglado todo lo de mis apellidos y mi vuelo salía en menos de dos horas). Olí lo que literalmente había ocurrido: los perversos gatos del escritor Mauricio Wacquez habían depositado repetidas necesidades liquidas y sólidas sobre los manuscritos de su amo.
Mauricio me tranquilizó cuando, desesperado, lo llamé a su casa de Calaceite. «No te preocupes, Alfredo. Así son mis gatos. Déjalo todo tal como está y corre al aeropuerto.» Confiado en recuperarle sus gatos a Mauricio, nada le dije de la escapada en masa de sus animalitos caseros y me precipité por las oscuras escaleras del edificio. Nunca fueron más pardos todos los gatos de noche y nunca se encendieron y apagaron tanto las luces de una escalera. Estaba arañadísimo cuando por fin logré reunir tres gatos en una verdadera cacería nocturna que hizo que más de un vecino airado o sospechoso abriera su puerta.
Y realmente fue un milagro que pudiera subir al avión a México aquella madrugada. Lo malo, claro, es que el pobre Mauricio se quedó realmente desconsolado al regresar a una casa que apestaba más que nunca, como si sus gatos esta vez no sólo hubiesen ensuciado en sus locos celos sus manuscritos, sino toda su biblioteca y la sala y la cocina y... Horror de los horrores: era de día y los gatos ya no eran pardos. Pero tampoco eran los gatos de Mauricio. En mi arañada cacería nocturna y mientras maldecía los líos que suelen causarme mis apellidos urbi et orbi, no había acertado con un solo gato y sólo la bondad del escritor chileno me ha perdonado tanto estropicio y que le haya cambiado de animales caseros.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com LOS GATOS DEL ESCRITOR MAURICIO WACQUEZ
Por Alfredo Bryce Echeñique
En "Permiso para vivir" (Antimemorias). Anagrama, 1993