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“Los últimos centímetros de un lápiz de grafito”.
Mercado, (neo)autonomía y la ‘operación Mike Wilson’
Por Jorge J. Locane
Publicado en Literaturas Latinoamericanas en el Mundo, Vol.5, 2020
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I
El desmantelamiento del orden bipolar que había organizado el mundo durante gran parte del siglo XX y el posterior devenir histórico a partir de los años 90 marcan un quiebre epistémico, político y cultural a escala global. El ingreso en la nueva fase de la globalización se manifiesta asociado de manera indisoluble con una hegemonía del relato (neo)liberal y el consecuente fin de los relatos antagónicos que habían estado vigentes hasta el momento. No se trata, según el tan difundido como desacertado apotegma de Jean-François Lyotard, del fin de los grandes relatos, sino, más bien, de que un relato logra imponerse, aunque sea temporalmente, sobre otros que hasta entonces compartían un significativo poder de interpelación y se presentaban, por consiguiente, como competencias viables. De modo que, a punto de ingresar en la tercera década del siglo XXI, nuestra realidad sigue gobernada por cierto consenso; es una relativamente “estable”, pero también desencantada. Apelando a un eslogan que por un tiempo estuvo en boga en Argentina, se podría decir “cambiamos”. Lo hicimos, y ¿ahora? Simple, la historia apaga su motor para dejarnos suspendidos en un eterno presente. Puesto que las transformaciones radicales en este escenario no configuran ninguna agenda pública, la imaginación (crítica) ya no resulta necesaria. Y por extensión, la literatura, según la concibió el pensamiento occidental moderno, de Immanuel Kant a Theodor Adorno, como el territorio de lo posible, tampoco estaría vigente. Esto ocurre también porque la consolidación y naturalización de la lógica de gestión (neo)liberal, ahora propagada como solución de alcance global, implica una sensible reconceptualización en los modos de producir y concebir la literatura. Desde un cierto punto de vista, con el afianzamiento del mercado como agente regulador privilegiado, estaríamos asistiendo, como anota Gustavo Guerrero, a un resurgimiento del “drama romántico del fin de la literatura y el arte”(83), pues lo que estaría en debate, finalmente, es la autonomía, al menos si se la entiende de acuerdo con los postulados de la modernidad europea.
Escribe Guerrero que,
Aunque es cierto que el debate sobre la cuestión de la autonomía de los campos literarios y artísticos se remonta entre nosotros [latinoamericanos], cuando menos, hasta el movimiento modernista, los niveles de tensión (e incluso de crispación) que adquiere en la última década del siglo XX no tienen precedentes en la historia de nuestra cultura. Escribir, publicar y leer con los telones de fondo de unos volúmenes de sobreproducción [de libros] tan evidentes y asombrosos supone adentrarse en un paisaje bastante conflictivo y donde se han alterado sustancialmente los equilibrios tradicionales que regían las relaciones entre autores y editores, entre críticos y promotores, entre distribuidores y libreros. Pareciera que hay una ruptura, un antes y un después, no solo en lo que concierne al peliagudo asunto de la apreciación o valoración de las obras literarias, sino en lo que toca asimismo a otros aspectos de la mediación editorial y, por tanto, de la imposición de un sentido a través del proceso de transformación de un manuscrito en libro impreso. (81–82)
Para captar la esencia de esta evolución, hace más de diez años Josefina Ludmer introdujo un término que enseguida hizo escuela. Según su fórmula, a nuestro presente le corresponden las ‘literaturas posautónomas’. Dos axiomas las sostienen. Uno, el que para los fines de este trabajo interesa, sería “que todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)” (150–151). Se trata, nuevamente, de que, en este reino gobernado por la lógica de gestión (neo)liberal, no habría existencia fuera del mercado, no habría –dicho de otro modo– producto de la actividad humana que no se realizara como mercancía. Las literaturas posautónomas “representarían a la literatura en el fin del ciclo de la autonomía literaria, en la época de las empresas transnacionales del libro o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios, tv y otros medios” (150). Con lo que “Al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder ‘el valor literario’ (y al perder ‘la ficción’) la literatura posautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica” (154)[1]. En breve, se trata de que la literatura del siglo XXI, al haber aceptado determinaciones de mercado, también habría sacrificado su capacidad de perturbar la gramática del orden establecido.
Hay una serie de problemas con los postulados de Ludmer, ya señalados por varios investigadores. Uno, observa acertadamente Ben Bollig, es que monta sus argumentos sobre una sinécdoque implícita: al tomar la parte (la novela) por el todo (la literatura) y no revelar su operación, evita confrontar su hipótesis con otras “partes”, fundamentalmente con la poesía, que posiblemente la obligarían a revisar su planteo. Por lo pronto, “Las oficinas y empresas transnacionales del libro” que menciona Ludmer y que, sin duda, actúan como decisivos agentes reguladores de los flujos y significados de la literatura de nuestra época no suelen ser lugar de acogida para la poesía: si algo caracteriza a los numerosos catálogos del grupo Bertelsmann, a los de las dependencias del grupo Planeta o incluso al de Anagrama es, precisamente, que no reservan espacio para la poesía (cfr. Guerrero 98 y ss., Locane cap. IV.4). Que Ludmer extraiga conclusiones generales a partir de la observación de un único género –hegemónico, pero de todas maneras uno entre otros– solo se puede explicar como una maniobra ideológica condicionada –también– por el régimen dominante en la industria editorial a gran escala[2].
Diría, con todo, que sus argumentos no son ajenos a un Zeitgeist y que, en efecto, auscultan una articulación hoy particularmente sensible. Sin duda, en la actual coyuntura histórica, el enlace entre literatura y mercado se ha tornado en cierto modo inescindible, de manera que las principales categorías –autonomía, valor estético o literario, obra, etc.– que permitían pensar los fenómenos literarios de acuerdo con premisas arraigadas en la modernidad occidental parecen exigir fuertes reconsideraciones. Una de ellas, particularmente desafiante, es la que ofrece Ignacio M. Sánchez Prado en el artículo “Más allá del mercado. Los usos de la literatura latinoamericana en la era neoliberal” (2015). Su propuesta es la siguiente:
en la medida en que en los últimos treinta años las lógicas del mercado literario [...] se han exacerbado en direcciones impredecibles, un modelo basado en la distinción entre una literatura estéticamente autónoma, por un lado, y un mercado que canibaliza sus producciones y las introduce a la lógica de circulación económica, por otro, es inoperante. [...] La literatura latinoamericana contemporánea exige, en contra de muchos presupuestos críticos y afinidades ideológicas del legado intelectual latinoamericanista, una comprensión de estética y mercado como parte del mismo sistema de producción cultural. (19–20)
Para no abusar del espacio reservado para la introducción, voy a decir que, en principio, coincido en todo –también, aunque abunde en contradicciones, en cierta medida, con Ludmer–, pero que aun así no puedo dejar de escuchar el llamado de una intuición que me sugiere que tal vez haya producciones literarias –en su sentido más amplio– que, incluso hoy, en el marco del totalitarismo del mercado, están eludiendo las prescripciones del polo heterónomo y que nosotros, investigadoras e investigadores, –y esto es lo que considero más preocupante– no las estaríamos viendo porque –como Ludmer– fuimos adiestrados para no poder pensar artefactos que no se realizan como mercancía o incluso los que se resisten a tomar su apariencia.
II
Leñador o ruinas continentales (2013), de Mike Wilson, es un texto[3] radical no solo en la etiqueta, es decir, de esos que no suelen estar presentes en las estanterías de las librerías y mucho menos en los catálogos de las “empresas transnacionales del libro” que invoca Ludmer. Basta decir que en quinientas páginas apenas hay períodos narrativos y que, en lugar de eso, lo que se encuentra son entradas a manera de una enciclopedia que van dando cuenta del aprendizaje llevado a cabo por el protagonista y narrador homodiegético, un boxeador y excombatiente, acaso de Malvinas, que comienza una nueva vida en una comunidad de leñadores de Yukón. Si el texto puede ser caracterizado de alguna manera es por la postergación indefinida de la acción o, dicho en otros términos, por el detenimiento en el material de la narración, la palabra, antes que en el desarrollo de una trama narrativa. Es uno de esos textos de los que se dice que “no pasa nada”, como también sucede en una película –y el paralelismo da para un examen en profundidad– sobre otro leñador, La libertad (2001), de Lisandro Alonso. Entre los pocos pasajes narrativos del libro, se abre una línea argumentativa muy tangencial y esporádica que tiene como protagonista a un enigmático leñador haitiano. Creo que, a pesar de su carácter en apariencia marginal, esa línea es clave y que merece atención. Cito:
En el centro del campamento hay una cabaña de troncos construida por los leñadores. Adentro hay una estufa a leña, un par de sillas y mesas también hechas por ellos.
Una escala lleva a un altillo estrecho. En él hay una pequeña ventana cuadrada, da a la cordillera. Anoche subí al altillo a ver de qué se trataba. En un rincón se sentaba el leñador haitiano.
Un hombre grande encogido sobre un cuaderno. Entre sus dedos gruesos sostenía los últimos centímetros de un lápiz de grafito. Escribía. (22)
La primera propuesta es que se retenga la imagen de esos “últimos centímetros de un lápiz de grafito” en las manos ásperas de un leñador completamente aislado del mundo: en el rincón de un altillo de una cabaña rústica en un bosque de Yukón. Reténgase también el “escribía”. Se configura, así, una escena en la que una persona dedica su tiempo a la escritura –lo derrocha– sin que, al menos en un principio o como supuesto, se pueda identificar un público receptor/consumidor destinado a ella. El personaje va a reaparecer en unos pocos pasajes más; siempre, sin embargo, en el mismo lugar y las mismas circunstancias. Cito otra vez:
Anoche regresé al altillo. El leñador haitiano seguía en el rincón de siempre, trazando líneas en una libreta. Se escuchaba el ruido seco del grafito contra el papel.
Esta vez me acerqué, me miró de reojo. Le pregunté por qué se aislaba del resto. Al comienzo no respondió. Insistí. Dejó de escribir y alzó la mirada. Tenía ojos grandes, el rostro oculto tras una barba densa y crespa.
Me pidió que lo mirara, que lo mirara bien, que viera su entorno, que de verdad lo viera, no solo como una idea ni como un cuerpo, que me detuviera en él independientemente de todo lo demás, que sólo así entendería por qué se refugiaba en el altillo.
Me senté en el piso y lo observé. Él recogió el lápiz y retomó la escritura. (37)[4]
Creo que lo más interesante de esta imagen y la serie que conforma es que, con toda su infinita sutileza, contiene el poder inconmensurable de desbaratar el relato –dominante, generalizado y difícil de cuestionar– de que la literatura solo puede adquirir estatus ontológico dentro de los límites del mercado. El leñador haitiano de Wilson, iluminado por determinada operación crítica, desmiente el axioma, compartido por el público amplio y gran parte de los estudios literarios/culturales, que sostiene que la literatura exige, como condición, la plataforma de difusión que conocemos como mercado para que pueda manifestarse como tal. La literatura –según esta concepción–, antes de pasar por los consabidos mecanismos de la industria editorial, solo sería escritura e intrascendencia. Pero, vale preguntarse, ¿por qué escribe el leñador haitiano? ¿Para quién escribe? ¿Contiene esa escritura la referencia implícita de un consumidor?[5] En breve, ¿es la escritura del leñador haitiano susceptible de ser interpelada como mercancía? La hipótesis que sugiero es que no, que “esos últimos centímetros de un lápiz de grafito” constituirían, acaso, la última encarnación posible –e irreductible– de una cierta autonomía literaria, de una, para responder a Ludmer con otro prefijo, (neo)autonomía[6]. En Yukón, en medio de un bosque, en una comunidad de leñadores, en un altillo. Es decir, radicalmente fuera de los dominios del mercado literario, fuera incluso de los territorios del saber académico, en una circunscripción altamente localizada y replegada sobre sí misma, la literatura –aunque casi invisible– pareciera seguir existiendo. ¿Y en qué tipo de autonomía se sostiene? Desde luego no en la del artepurismo, sino en una que procura reservar para la literatura el examen crítico del lenguaje en tanto materialidad y que, por consiguiente, al indagar ese elemento púbico por excelencia, asume también una misión política. Leñador ,frente a la literatura mundial (hegemónica), se opone al ‘contenidismo’ (cfr. Guerrero 97 y ss., Locane 42 y ss.), a la literatura al servicio del mensaje útil y de fácil comercialización; incluso como narración, se desliza hacia la poesía para convertir en objeto de análisis al lenguaje y, finalmente, a la literatura misma, sus límites y posibilidades.
Pero ese microlugar extraterritorial, donde la literatura por la literatura misma como garantía para el pensamiento crítico todavía es posible, pertenece –concedo momentáneamente– al orden de la ficción. Un recorrido por la trayectoria del sujeto que asume la autoría del texto –proceso que podría ser denominado ‘operación Mike Wilson’ –permite vislumbrar, no obstante, que ese lugar de excepción también puede ser creado en este mundo, en el de la realidad empírica. Mike Wilson después de haber publicado un par de novelas en editoriales menores, continúa con el itinerario convencional hasta irrumpir en el campo de la literatura latinoamericana a través de los mecanismos habituales de producción de ‘literatura mundial’ (cfr. Gallego Cuiñas, Locane): con Guillermo Schavelzon como agente desde Barcelona, publica Zombie (2009) y Rockabilly (2011) en la editorial ahora dependiente del grupo Bertelsmann Alfaguara. Algo, sin embargo, ocurre en ese momento que lo lleva a invertir la lógica e iniciar un proceso de progresiva demarcación de las pautas de mercado y de la circulación internacional: rompe el contrato con su agente, y hace un salto “de retorno” a la publicación en editoriales de escasa cobertura territorial y baja proyección de ventas. Como ya anoté, la primera edición de Leñador (2013) aparece en la editorial Orjikh, la segunda (2016), en Fiordo, y la tercera (2016), en España, en Errata Naturae. Con lo cual, después de pasar por una editorial como Alfaguara y su potencial alcance internacional, opta por una reinserción en circuitos localizados[7]. Consultado sobre ese tránsito, Wilson dijo
Sabía que con Orjikh iba a poder publicar el libro exactamente de la forma que quería. Es una editorial que cuida bien los libros. Además el perfil de Orjikh es más bien de ensayo filosófico y me gusta eso, publicar una novela en un contexto como ese. En parte también quería alejarme un poco del ruido, similar al alejamiento de las redes sociales, publicar la novela en una editorial pequeña, que no es conocida por sacar narrativa. Me pareció un buen refugio. (Salgado Boza)
Me gustaría, entonces, poner en paralelo ese “refugio”, que acá representa Orjikh, con el altillo del leñador haitiano: las pequeñas editoriales ancladas a sus contextos serían, así, el refugio de la (neo)autonomía. Y en ese circuito, al menos en relación de tensión con la industria editorial establecida, eventualmente, habría que rastrear indicios de la supervivencia y regeneración de la literatura –por decirlo de algún modo– en el sentido adorniano[8].
Pero la ‘operación Mike Wilson’ no concluye ahí, sino que se va a acentuar hasta llegar a la forma más radical de autoedición, autodistribución y descomercialización del producto literario: en 2016, después de Leñador, publicó el relato Scout armado por él mismo como booklet y distribuido gratuitamente en algunas librerías del circuito alternativo de Santiago de Chile. La sentencia “Scout es gratis. No vender” cubre gran parte de la portada y remarca la sustracción del producto al circuito comercial, lo cual –cabe señalar– de ningún modo lo estaría inhibiendo como fenómeno literario. Al respecto de esta política editorial, Wilson declaró: “La gratuidad del texto es una forma de bypasear todo el sistema editorial que tiene que ver con echar a correr un texto literario” (Rozas). Bypasear: el neologismo me parece adecuado. Se trataría de que, mediante este ‘puenteo’ del régimen heterónomo, que implica ante todo la desmercantilización del texto, el sistema de la literatura todavía seguiría funcionando, es decir que, al contrario de lo que comúnmente se cree, la literatura no necesita del mercado para garantizar su existencia.
A Scout, le siguió Ártico (2016), también publicado, aunque ahora como primera edición, en Fiordo, con lo que, después de la incursión por los extramuros, Wilson parece haber retornado al circuito alternativo pero comercial de las pequeñas editoriales independientes. En este caso, sin embargo, la aclaración genérica desaparece. En el paratexto legal la categoría empleada para clasificarlo es “Literatura”. El subtítulo, que podría arrojar luz al respecto, es “una lista”, de modo que lo que compra el consumidor, al comprar Ártico, en principio, no es ni narrativa ni poesía, sino “una lista”. Al leerlo, sin embargo, se encuentra, sí, con una suerte de narración que reconstruye, en primera persona, el deambular accidentado, físico y psicológico, de un hombre. Lo que interesa, no obstante, es la resolución formal, cercana a la poesía, pero sin llegar a serlo, porque bien podría ser una lista de breves episodios narrativos. O, tal vez, sí se trata de un poema, pero uno despojado de los abusos estilísticos de la poesía manierista. Lo cierto es que, con Ártico, al narrar sin relato, Wilson sigue evadiendo prescripciones de la industria editorial y manteniendo su escritura en un régimen soberano y experimental que difícilmente sería imaginable en el circuito de la gran industria editorial.
III
Pero la operación Mike Wilson, aunque con sus particularidades, no es exactamente un caso aislado, sino que forma parte de una trama algo más compleja donde diferentes formatos, expresiones y proyectos coinciden en rebatir el supuesto de que la intersección entre literatura y mercado resulta hoy en día obvia e insoslayable y que, por esa razón, habría que admitir que la primera, aunque sea parcialmente, deba ser regulada por el segundo o que, necesariamente, haya que buscar dentro de los límites más estrechos de este último las soluciones que mejor pueden valer como “literatura”[9].
A partir de la imagen del leñador haitiano, me gustaría, entonces, convocar y poner en consideración fórmulas que “bypasean” el régimen heterónomo, que negocian poco o nada con este, es decir, soluciones que, de algún modo, muchas veces se estarían inscribiendo más allá, en un dominio diferenciado, del de la autonomía, según los planteos de Bourdieu[10], y configurando una suerte de (neo)autonomía crítica. Si esta zona que quiero iluminar –que va desde la edición independiente o autoedición radical y de fanzines hasta la oralidad, la performance y la publicación en internet –no pertenece a la literatura, habría que preguntarse por qué los estudios literarios, de todas maneras, la incluyen dentro de su horizonte de intereses. Me refiero, ante todo, a lo que no se publica, a lo que se publica en los bordes del circuito editorial o a lo que no se publica a través de mecanismos convencionales, a iniciativas que, ante todo, sortean los agentes, las ferias del libro y las grandes librerías y que suelen no trascender fronteras locales. Piénsese, por ejemplo, en Osvaldo Lamborghini encerrado en una habitación de Barcelona produciendo ese mítico ejemplar único de Teatro proletario de cámara (2008)[11], un libro objeto/collage sin rasgos que permitan decir que fue concebido o siquiera identificarlo como un bien de mercado. Recuérdese la revista mural Prisma (1921–1922) publicada y dirigida por Eduardo González Lanuza, Francisco Piñero y Jorge Luis Borges, pegada en la vía pública en Buenos Aires y accesible, por lo tanto, para cualquier pasante. Considérese toda la tradición de literatura oral presente hasta la actualidad en América Latina en la voz de los cuentacuentos y poetas de la oraliteratura como Wiñay Mallki/Fredy Chikangana y Elicura Chihuailaf[12]. Recuérdese la literatura de cordel y la poesía marginal[13] brasileras en la que funda su estudio Cecilia Palmeiro y que, finalmente, emparenta con proyectos editoriales como Belleza y felicidad y Eloísa cartonera. Piénsese en todas las editoriales cartoneras y la edición artesanal. Incluso en la publicación pirata ampliamente difundida en países de América Latina. Considérese la cita que sigue de Palmeiro acerca del proyecto/galería/lugar de encuentro Tu Rito fundado en 2009 por Fernanda Laguna y Cecilia Pavón en “un local sin terminar de una galería comercial que estaba casi en desuso” (339): “En Tu Rito no hay puertas (unas cortinas de tela cuelgan de lo que sería el frente, y a veces se recogen, como en un escenario); tampoco hay nada a la venta, y salvo algunas noches, nadie atiende o recibe. A Tu Rito puede ir cualquiera, cuando quiera y hacer lo que quiera, incluso robarse las obras, intervenirlas o instalar nuevas” (340). Evalúese toda la autoedición que circula subterráneamente, por lo regular fuera de librerías y bibliotecas, sin registroISBN[14], como Scout.
Uno de los problemas, subyacente en varias de estas observaciones, tiene que ver con la asociación mecánica e irreflexiva entre literatura y el soporte libro convencional, como si este objeto fuera el único capaz de contener literatura y como si el libro estuviese predestinado a contener exclusivamente literatura. Pero la pregunta central, para no abundar, sería: ¿Cómo pensar todas estas fórmulas si los límites establecidos para el análisis de los fenómenos estéticos/culturales son los mismos que delimitan el mercado? ¿Cómo pensar, desde ese lugar, al leñador haitiano? ¿Cómo pensar, si el marco de comprensión es la industria mainstream, cualquier proyecto no dispuesto a negociar nada o poco y a regañadientes en el territorio de esta última?
Estas preguntas sirven, ante todo, para problematizar el alineamiento entre mercado y literatura que guía cierta percepción de la crítica y la investigación contemporáneas. En efecto, pienso que la reciente evolución histórica ha dado lugar a una clara hegemonía del polo heterónomo, pero lo que ocurre es que esto vale, principalmente, para el dominio de la literatura mundial, para el circuito donde se resolvió el así llamado boom de la literatura latinoamericana de los años 60 y, ahora, la literatura netamente comercial que va de la siempre mentada Isabel Allende a las pseudorevueltas de El crack y compañía. Es decir, el circuito al que Mike Wilson, oportunamente, le sustrajo su producción, de Leñador en adelante. Anota Sánchez Prado que
la interacción entre estética y mercado producida por mecanismos como el premio literario es, de hecho, orgánica al género mismo de la novela y podría decirse que la suspicacia en torno a esta relación es, en buena medida, un producto ideológico de la economía de bienes simbólicos, cuya construcción de capital cultural opera, en parte, a través del ocultamiento de la dimensión puramente económica de la producción cultural. (28)
Es cierto, pero, nuevamente, ¿se reduce la literatura a la novela o, como dejé anotado con Bourdieu, en realidad se trata de que esta constituye el género más condescendiente y acomodaticio a la lógica de mercado? La pregunta, en el fondo y en vista de la ‘operación Mike Wilson’, extendida, a su vez, a la serie de casos que acabo de mencionar, es si, efectivamente, todo producto cultural es al mismo tiempo una mercancía o si todos lo son de la misma manera. Diría, porque tampoco hay que pecar de inocente y porque el marco general no deja de ser el orden capitalista, que en principio sí, y que Theodor Adorno se equivocaba cuando consideraba a Arnold Schönberg, por ejemplo, expresión radical de la autonomía del arte. Pero esto tampoco debería cegarnos ante fenómenos estéticos/culturales que, incluso hoy, en el contexto del totalitarismo (neo)liberal, no adoptan la forma de mercancía o, como dice Wilson, bypasean el sistema editorial. Héctor Hoyos escribe que “La realidad del consumo literario y de la relectura académica es que la oferta con mucho excede la capacidad de asimilación y análisis. No hay tiempo para navegar sin brújula y mapas, por lo cual el Mercado entra a mediar” (93). Tampoco creo que sea conveniente, ni responsable en términos profesionales, dejar en manos del mercado tareas que deberían incumbir a la crítica y la investigación. Quiero decir: para el público en general y ante el exceso de oferta, puede ser coherente, a falta de mejor recurso, que el mercado establezca mecanismos de selección y jerarquización, pero la misma afirmación no valdría para las y los especialistas que deberían actuar como compensación ante las fuerzas que, también para evaluar la literatura, priorizan el rédito económico.
Para cerrar, me permito insistir en que la reinscripción del artefacto estético en algún régimen de (neo)autonomía estaría implicando un necesario desprendimiento del circuito internacional o, valga decir, de la literatura mundial: un abandono de Bertelsmann para pasar a Fiordo o de modo más radical a la autoedición o, valga decir, al altillo. De acá, por lo tanto, que el estudio de una literatura mundial no regulada por pautas exógenas, por principios heterónomos, debería, al contrario de lo que normalmente sucede, concentrar su atención en los dominios locales, en la no-circulación y en la circulación alternativa o subterránea.
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Notas
[1] El segundo postulado que define las literaturas posautónomas sería que en nuestra coyuntura de sobreexposición mediática ya no resultaría posible distinguir entre realidad y ficción, de modo que en estas “el sentido [...] es ocupado totalmente por la ambivalencia: son y no son literatura, son ficción y realidad”(150). No puedo profundizar acá en lo que, desde mi punto de vista, constituiría una serie de complejidades, no exentas de contradicciones y desprolijidades, en los planteos de Ludmer: por un lado, las literaturas posautónomas estarían subordinadas al mercado y, por lo tanto, desprovistas de autonomía, pero, por el otro, al confundirse con “la realidad”, se aproximarían a la vida y, por consiguiente, entrarían en sintonía con premisas de las vanguardias históricas. Si se sigue esta lógica, las literaturas posautónomas o, vale decir, “neoancilares”, estarían superando la autonomía artepurista vía reinscripción en el mercado, es decir, que, así como ganarían en poder crítico, por apartarse del artepurismo (cfr. Palmeiro), también lo estarían perdiendo al aceptar prerrogativas de mercado.
[2] Ya Pierre Bourdieu, cuando examinó el proceso de autonomización de la literatura durante el siglo XIX francés, daba cuenta de esta distinción entre novela, como género tendiente a la conciliación con el mercado y las determinaciones del poder, y la poesía, en tanto discurso disruptivo y, por lo tanto, sospechoso para las instituciones. De acuerdo con sus planteos, durante la segunda mitad del siglo XIX, “Los gustos de los nuevos ricos instalados en el poder se orienta hacia la novela, en sus formas más asequibles, como los folletines, que se arrancan unos a otros de las manos en la corte y en los ministerios, y que dan lugar a empresas editoriales lucrativas; por el contrario, la poesía, todavía asociada a las grandes batallas románticas, a la bohemia y al compromiso en pro de los menos favorecidos, es objeto de una política deliberadamente hostil, particularmente por parte de la Fiscalía del Estado, asunto del que por ejemplo dan fe los juicios instruidos contra los poetas o el acoso judicial contra los editores como Poulet-Malassis, que había publicado a toda la vanguardia poética, especialmente a Baudelaire, Banville, Gautier, Leconte de Lisle, y que acabó arruinado y encarcelado por deudas” (83)
[3] La primera edición apareció en la editorial chilena Orjikh editores sin clasificación genérica y sin nombre de autor en la portada. La segunda, aparecida en Fiordo, de Argentina, por el contrario, indica en la tapa no solo el nombre de autor sino también que se trata de una “novela”. Cito de esta última.
[4] El personaje va a reaparecer esporádicamente en las páginas 118 y 119 y apenas mencionado por el narrador en algunas más. En uno de esos pasajes se lee: “Ya no subo al altillo ni busco al haitiano. No sé bien por qué, pero simplemente no siento la necesidad. Me basta con saber que él sigue allí, sigue escribiendo en su libreta, haciendo cálculos, anotando silogismos, mapeando su entorno. Él ya no baja, vive, come, duerme en el altillo” (212). El narrador, así, pasa de ser el único y circunstancial receptor del mensaje del haitiano al último conocido. Desde ese momento, la escritura del haitiano, aunque él mismo nunca se haya preocupado por ello, no cuenta con ninguna recepción y, sin embargo, no pierde su condición ontológica. La escritura, por lo tanto, sigue su desarrollo aunque no exista instancia receptora.
[5] Del mismo modo, podría hacer la pregunta ¿para quién escribe Mike Wilson?, ¿se orienta su escritura por y hacia la recepción? El paralelismo entre el leñador/escritor de la ficción y el sujeto de la enunciación la establece, a su manera, el mismo Wilson cuando afirma “Para mí escribir representa en muchos sentidos [...] libertad. Me parece lo más natural y lógico. No hay por qué limitarse ni restringirse, nadie es autoridad en esto, no hay que pedirle permiso a nadie ni rendirle homenaje a nadie ni escribir para nadie si uno no quiere. No hay reglas ni fórmulas ni gramáticas que importen. Nada de eso importa, menos aún criterios comerciales o editoriales. Todo eso atenta contra escribir con libertad. Las supuestas aduanas literarias son la invención más dañina que hay para un escritor. Incluso pienso que es maravilloso dejar de considerar al lector” (Ruiz Ortega).
[6] La autonomía decimonónica implicó una desvinculación de la literatura de las esferas de los poderes políticos y religiosos. La reinscripción de la literatura en un régimen de neodependecia, ahora del mercado, supondría, por lo tanto, el surgimiento de una nueva autonomía relativa. Como se sabe, las vanguardias y neovanguardias, cuestionaron los postulados del arte por el arte y procuraron estrechar el vínculo entre arte y vida, intentaron poner el primero al servicio de la segunda. La neoautonomía que estoy tratando de conceptualizar se definiría en relación de tensión con las prerrogativas de mercado, implicaría, sí, una autonomía relativa en relación con este, pero, en consonancia con demandas vanguardistas, con el fin no de restaurar algún tipo de solipsismo o tautología, sino como condición, aunque no siempre sea suficiente, para que la literatura pueda sostener su potencial crítico ante todo frente a la lengua y su instrumentalización como herramienta para la producción de sentido común.
[7] Las tres ediciones, incluso la española, corresponden a lo que normalmente se conoce como editoriales independientes. Al margen de la discusión que se pueda dar acerca de la adjetivación ‘independientes’, en los tres casos se trata de editoriales de baja proyección de ventas y escasa cobertura territorial (cfr. Locane). La inserción en el mercado español, y acá le agradezco la observación a César Domínguez, trajo aparejada una (re)semantización de Leñador en clave ecologista, vinculada al mito Henry Thoreau, de buena acogida comercial. En la presentación del libro que ofrece el sitio web de la editorial se pueden constatar la creación de este marco de lectura. Lo mismo se observa en notas publicadas en periódicos españoles, como “Los frutos salvajes: herederos de Thoreau” aparecida en ABC. Esto ocurre porque los textos, como se sabe, viajan sin contexto y la circulación internacional conlleva una pérdida de control sobre los significados. Mike Wilson, no obstante, ha tratado de despegar el texto de cualquier lectura en clave ecologista. En una entrevista concedida en 2017 a Joel Vargas, decía: “No tengo una relación especial con la naturaleza, pero me interesan mucho los espacios, los lugares, suelen ser protagónicos en lo que escribo. Creo que el vínculo con Thoreau es válido desde la perspectiva del lector, ellos deciden esas cosas. Pero para mí, al escribir la novela, no era un referente importante, no estaba tan interesado en la naturaleza en sí ni en el oficio de leñador, eso era un pretexto. Me interesaba más el tema del lenguaje. Ese espacio me permitió explorar ciertos límites y ciertas formas de lenguaje, de texto y pensamiento. Fueron otros los referentes, libros como manuales, guías, textos no-narrativos de todo tipo, textos obsoletos, estos jugaron un papel más importante en la novela”.
[8] También Gustavo Guerrero emplea el término “refugio” para pensar la articulación entre autonomía y edición independiente en el marco de régimen de gestión neoliberal: “En aquel fin de siglo [XX], y hasta bien entrado el siguiente, el discurso de y sobre la edición independiente se erige en uno de los raros espacios donde se reivindican sin ambages una cierta legitimidad literaria y un valor propio de la literatura. La discusión que Paz y Sarlo habían iniciado a principios de los noventa (y que se echa tanto de menos entre jóvenes generaciones emergentes durante la década) repunta así de una manera radical, inesperada y abierta en las palabras de los editores. Hablar del poder liberador de la escritura, hablar de la importancia de la forma literaria, hablar de la coherencia y la calidad de un catálogo, los convierte en portavoces, garantes y refugio de una autonomía que ahora se defiende no desde fuera sino desde dentro del mismo mercado, en un enfrentamiento claro con los grandes conglomerados y sus expectativas de rentabilidad. La diferencia pasa aquí por la manera de arbitrar y articular las relaciones entre el valor literario que se atribuye a una obra y el valor económico que resulta de la venta de un libro: los independientes reconocen la prioridad de aquel y acusan a los grupos de someterlo todo a los dictados de este. Aún más, los independientes reclaman una cierta idea de legitimidad literaria que se traduciría en la coherencia de la construcción de un catálogo y constituiría así una propuesta estética, crítica y creativa de la cual carecerían los catálogos de los megagrupos” (121–122) (el subrayado es mío). Nótese que el planteo de Guerrero, al sostener que la autonomía se postula necesariamente dentro de los márgenes definidos por el mercado, no se aparta del de Bourdieu (ver nota 10).
[9] La propuesta de dar por superada la oposición entre mercado y literatura, que a su modo se encuentra tanto en Sánchez Prado como en Ludmer, aparece sustentada también por José Luis de Diego, quien afirma que “Hace ya varios años, la literatura comercial y la literatura de vanguardia tenían circuitos (y mercados) diferenciados y alternativos, y editoriales especializadas en cada caso; hoy se ha impuesto un criterio midcult en el que el best seller de calidad convive con el best seller abiertamente comercial, con el long seller y con el texto experimental. Pero esto no siempre fue así” (238). En parcial desacuerdo con estos postulados, mi opinión es que la literatura experimental, la más arriesgada, la que, por lo general, toma distancia crítica de la novela en su formato más convencional, sigue generando, y tal vez hoy más que nunca, sus propios espacios de desarrollo al margen del circuito más comercial. Pensar únicamente dentro de los límites de este último, sería, desde este punto de vista, un recorte centrado en la novela y daría lugar, en cualquier caso, a observaciones parciales.
[10] Obsérvese que Bourdieu diseñó su modelo con la mirada puesta en el mercado/campo francés y que el polo heterónomo, guiado por las premisas del desinterés y el rechazo al beneficio económico (a corto plazo), en favor del simbólico, podía estar encarnado por una editorial como Éditions de Minuit (214–221), es decir que la tensión entre ambas lógicas, en su esquema, se da siempre dentro de los límites de la industria editorial convencional. Con la mirada puesta en América Latina, donde la exclusión no solo del orden económico sino también estatal es constitutiva, resulta necesario activar un dispositivo gnoseológico que permita dar cuenta de lo que ocurre –también– fuera del horizonte de las instituciones. Ese territorio, precisamente, es el que en muchos casos tampoco llega a sondear la investigación latinoamericanista.
[11] Teatro proletario de cámara fue durante mucho tiempo un libro objeto de ejemplar único compuesto por varias carpetas armadas a mano por Lamborghini, y no hay registro de que su proyecto haya sido publicado. En el 2008, recién a veintiocho años de la muerte de Lamborghini, apareció una versión facsimilar a cargo de AR Publicaciones, de Santiago de Compostela, con lo que el libro, en un tiraje mínimo, de trescientos ejemplares, ingresó, aunque sea de modo muy marginal y sin que su autor lo hubiera previsto, en el circuito comercial.
[12] Para un análisis de las lecturas de poesía como un espacio vital de producción y difusión de literatura irreproducible a través de la industria editorial mainstream y, fundamentalmente, en el circuito mundial, véase Moscardi en este volumen.
[13] Sobre la poesía marginal, en la caracterización contenida en O que é poesia marginal, Glauco Mattoso escribió que estos poetas “são desconhecidos do grande público, e produzeme vinculam suas obras por conta própria, com recursos ora precários, ora artesanais, ora técnicos, mas sempre fora do mercado editorial”(20) (el subrayado es mío).
[14] Para un estudio en profundidad sobre publicaciones sin ISBN recientes, ver Cella et al. En uno de los artículos que componen el volumen, Lisa Rosenblatt anota: “Para algunas minorías sociales la autoedición representa la posibilidad de articular y difundir sus reclamos y perspectivas sociopolíticas. De este modo, los medios impresos autoeditados constituyen una alternativa a los medios comerciales de la cultura dominante. Muchas autoras y autores pertenecientes a algún grupo desfavorecido o no se sienten representados por estos medios o representados en una luz distorsionada que no hace justicia a su propia percepción” (418) (la traducción es mía).
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Bibliografía
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-Bourdieu, Pierre. Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Anagrama, 2015 [1992].
-Cella, Bernhard et al. (eds.). NO-ISBN. On Self-publishing. Salon für Kunstbuch/Walther König, 2015.
-Cueva, Carmen G. de la. “Los frutos salvajes: herederos de Thoreau”. ABC Cultural, 7 de febrero 2017.
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-Gallego Cuiñas, Ana. “Las narrativas del siglo XXI en el Cono Sur. Estéticas alternativas, mediadores independientes”. Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas, 859–860, 2018, pp. 9–13.
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-Hoyos, Héctor. “Bolaño como excusa: Contra la representación sinecdótica en la Literatura Mundial”. Letra anexa, 1, 2015, pp. 91–106
-Locane, Jorge J. De la literatura latinoamericana a la literatura (latinoamericana) mundial. Condiciones materiales, procesos y actores. De Gruyter, 2019.
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-Rozas, Daniel. “Mike Wilson: ‘Algunos creen que para escribir Leñador me interné en los bosques con un hacha’”. La Segunda, 18 de noviembre 2018. http://impresa.lasegunda.com/2016/11/18/A/7531UVDA, consultado 15 de enero 2019.
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