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Entrar en la muerte con los ojos abiertos
Homenaje a Marguerite Yourcenar
Por Mauricio Wacquez
Publicado en La Vanguardia, España. 19 de diciembre de 1987
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Ella lo sabía: uno de los pasajes más estremecedores de las “Memorias de Adriano” es cuando el viejo emperador enumera lo que se encuentra en la raíz de todo arte: la muerte, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, todos esos lindes de la inteligencia que sólo tienen solución en el espanto o el éxtasis. Es la visión del vacío, la alcurnia de lo irreparable, únicas reaIidades, o realidades reductoras, que contienen y alojan el resto de lo que nos sucede, pero la experiencia del límite es motor privilegiado del acto poético, su mera vivencia no la convierte en garantía de una obra, y mucho menos de una obra como la de Marguerite Yourcenar. La irremediable irracionalidad del mundo —el hecho desintegrador de la conciencia que supone la biología, con todas sus servidumbres y desdichas— constituye para esta artista severa y exigente el punto de partida desde el que, sin prisas ni pausas, se reconstruye el universo desde el fenómeno de la creación. ¿Qué pedía, qué admiraba, qué buscaba esta minuciosa artesana de lo eminente? Una recreación del mundo, una reordenación de las instancias que fuera acorde con el ideal axiológico del “kalós kai agathós”. La única forma de llevar adelante este nuevo intento de utopía estaba en la escritura, que hace visible tanto la intelección de los mundos cuanto crea la belleza menos omitible a la que se puede acceder: en la poesía se refugia la mesura, la sibilina divinidad que avala hasta los actos más parvos del escritor.
Así, de la lectura atenta de la obra de Yourcenar se desprenden las palabras que palían, pero que exorcizan la relación de pavores cotidianos: eternidad, valor, luz —sobre todo luz— y amor. Debido a la proximidad de la alusión, habría que apuntar que en la gran tradición de Racine, La Fayette y, después, de una buena parte de la literatura moderna, Yourcenar constituye un hito sin paliativos en la descripción de los pesares y delicias de la pasión amorosa.
La figura del andrógino domina la comunión universal. El andrógino es perfecto: su imposibilidad real alimenta el amor y, por ende, la poesía. Todo —como en los movimientos totalizadores de la literatura de Yourcenar, tan imbuidos en los últimos tiempos por la mística oriental— puede dar paso a una obra, a un absurdo “como si” semejante al que los niños realizan para espantar sus propios miedos. El artificio no es más que eso, la obra no es más que artificio. Es decir, es falsa. Pero Yourcenar lo sabe. Tal vez el hambre de caricias, el devaneo y la sinrazón del amor, no son más que formas groseras de una escatología imposible.
Sin embargo, si en un inútil homenaje, en un último esfuerzo por entender su muerte, evocamos la capacidad de esta mujer para transmitir, a través de sus libros, la capacidad humana del amor, no se puede olvidar el papel que le dio —al apartar la violencia y el desorden— a la lucidez. Aquí recuerdo la última frase de “Memorias de Adriano”: “Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”. Los ojos abiertos suponen la visión, y la visión supone la luz. El método artístico de Yourcenar no fue otro que la distinción diurna de los fenómenos, convertidos en opuestos entre los que ella elegía el menos monstruoso. Esta exigencia civil, discreta, enorme, hizo de ella una exégeta de la moral. Sabía que la razón permanecía confundida frente a los prodigios del mundo, pero también que bastaba poco para que esos prodigios se volvieran contra nosotros. Si describió tan bien el arrebato amoroso, no fue porque lo prefiriera —véase la larga entrevista, de muchas sesiones, titulada “Los ojos abiertos”, realizada por Matthieu Galey—: al desenfreno de Emma Bovary, Yourcenar prefería el sentimentalismo simple y sin aspavientos de Charles, su marido, ya que —siempre dentro de su ordenación del mundo— el amor-abnegación poseía la excelencia absoluta entre los modos amorosos. Es paradójico que ella, cuyos libros en su mayoría estuvieron centrados, desde “Alexis o el tratado del inútil combate” hasta “Cuentos orientales”, en el rapto de la pasión, prefiera al final de sus días quedarse con la luz pura del amor, con la abnegación, con la compasión.
Rendir un homenaje a su vida y a su obra no es sino un vano intento de impregnarse de alguna forma de lo que ella escribió:
“Toda explicación lúcida / me ha convencido siempre, toda cortesía / me conquista, toda dicha me ha devuelto / casi siempre la cordura.”
Estoy cierto de que habrá entrado en la muerte con los ojos abiertos.