Iniciaremos esta reflexión con una arriesgada maniobra desde el pensamiento de Wittgenstein. Ensamblados a su Tractatus, podríamos perfectamente decir que la existencia en sociedad es un juego, uno permanente, que se está jugando ahora mismo. Un juego cuyas reglas hacen del acto de existir una suerte de hado, en el que el sujeto no tiene otra opción que «jugársela». Los juegos no son frívolos, son de lo más serios, puesto que reconstruyen el mundo a partir del ingenio, de la palabra ágil, del primigenio movimiento: arrancar de las bestias para no ser devorados.
El lenguaje es un juego, quién podría dudarlo, uno vital, las relaciones humanas lo son, estucadas de estrategias y gestos operan como un monstruo imposible de zafar. Amar es un juego, y amar sí que es algo serio. La seducción, el sexo, el desamor. Para el placer, se toman riesgos. Lo es por supuesto la memoria, que se las arregla para ganarle algunas partidas al olvido. El arte es un juego, probablemente para la consola más fascinante que ha existido. La literatura… por cierto. Un videojuego también es un juego, también es un arte, tras crearlo y (re)crearlo cuando se juega o modea, un eléctrico juego a veces de lo más sencillo e íntimo, por más cables y botones que tenga. Se toman riesgos, es pura sensibilidad al volante. Hay duelos, hay memoria, hay situaciones inolvidables que alimentan como nadie la nostalgia. En los videojuegos se toman más riesgos que en la vida. Por eso, vincularlos con lo que sea es serio, y vital para el arte, por ejemplo, para seguir leyendo la dictadura. Sin ir más lejos, uno de los bellos ejercicios de plantarle cara al horror por medio de un videojuego, lo podemos hallar en una obra de Nona Fernández quien, en La dimensión desconocida escribe:
Los años pasaban lentos. El tiempo era pesado, con tardes eternas de televisión, de Cine en su casa, de Sábados gigantes, de Perdidos en el espacio, de La dimensión desconocida y de Atari jugando Space Invaders en patota. Las balas verde fosforescente de los cañones terrícolas avanzaban rápidas por la pantalla hasta alcanzar a algún alienígena. Los marcianitos bajaban en bloque, en un cuadrado perfecto, lanzando sus propios proyectiles, moviendo sus tentáculos de pulpo o calamar, pero siempre terminaban explotando (…). Diez puntos por cada marciano de la primera fila, veinte por los de la segunda y cuarenta por los de más atrás. Y cuando moría el último, cuando la pantalla quedaba pelada, otro ejército alienígena aparecía desde el cielo dispuesto a seguir batallando. Entregaban al combate una vida, otra y otra más, en una matanza cíclica sin posibilidad de fin. Proyectiles iban y venían como en alguna gesta heroica de esas que celebrábamos con actos e izadas de bandera en el liceo.
La analogía es impecable en términos de ingenio. El clásico de Atari al que Martin Amis, en 1982, le dedicó uno de los libros más innovadores sobre videojuegos hasta el día de hoy (La invasión de los marcianitos) entra en la trama, al Cono Sur, donde la dictadura irrumpió con balas, neoliberalismo y también con videojuegos, en un subcontinente que parece un flipper -en palabras de Bolaño- de tugurios, de callejones sin salida, de sitios inhóspitos donde se instalaron los primeros videojugadores, del todo menospreciados, entre otros, por Beatriz Sarlo, en Escenas de la vida posmoderna. Perdedores.
Fernández logra susurrar y aullar el espanto de miles que eran asesinados, espectacularizados, como si fueran frágiles navecitas en un vacío redentor. Una niña, palanca en mano, abre un agujero hacia un futuro compuesto, y habrá escrito una de las analogías que cruzan los tiempos y siguen pensando la dictadura desde los tan divertidos flashes y narrativas presentadas en televisión, todas encabezadas por Don Francisco, por esa cabeza enorme y cruel y pusilánime, que silenció el inmenso dolor para transformarlo en concurso: “Dispara usted o disparo yo”.
Dice Nona Fernández, más adelante, en La dimensión desconocida: “En la misma pantalla televisiva en la que antes se jugaba al Space Invaders ahora vimos aparecer a los carabineros responsables de las muertes”. El videojuego y su lógica de shoot ‘em up es situado desde la fatalidad de la calle durante la dictadura, desde los ojos ya no de la niña o de un jugador, sino de los marcianitos blancos que deben ser asesinados:
Eran tiempos de marchas y manifestaciones. (…) Tiempos de especiales sobre la tortura. Tiempos de cuartos oscuros y de mujeres encerradas junto a las ratas. Noches enteras soñando con esos cuartos oscuros y con esas ratas. Tiempos de rayados con spray en las paredes y panfletos que hacíamos en un mimeógrafo y luego repartíamos por las calles. Tiempos de lienzos, de asambleas, de petitorios, de reuniones de la Federación de Estudiantes Secundarios ahí en el galpón de la calle Serrano. Tiempos de las primeras militancias, de las primeras tomas, de las primeras detenciones. Tiempos de listas. Largas listas en las que buscábamos el paradero de los compañeros detenidos. Tiempos de parkas de pluma gruesas que nos protegían de los culatazos y patadas de los carabineros. Tiempos de limones, de sal, de olor a bomba lacrimógena, de chorros del guanaco, que no sólo mojaba y botaba, sino que también dejaba un hedor a podrido que no se lograba sacar de encima en varios días. Tiempos de dirigentes. Recuerdo a alguno de ellos parado arriba de una fuente de agua en el bandejón central de la Alameda, discurseando algo, dando instrucciones a la espera de que los pacos llegaran a sacarnos a punta de culatazos y de disparos al aire, como si hubiéramos sido marcianitos del Space Invaders. Éramos chicos. No teníamos quince años. Un ejército de alienígenas enanos, todos con bigotes pintados de hollín, liliputienses que nos tomábamos las calles y los liceos gritando con voces chillonas, agudas, reclamando, exigiendo el derecho a tener un centro de alumnos libre, pidiendo que bajaran el precio del pase escolar, que soltaran a los compañeros detenidos, que se fuera el tirano, que volviera la democracia, que el mundo fuera más razonable, que el futuro llegara sin cuartos oscuros, sin gritos y sin ratas.
La dictadura es juego macabro, tan serio y banal como el horror mismo. Como la organización del daño. Resistimos y sobrevivimos como navecitas cuya suerte fue un poco superior a la del resto. Pero como la memoria es también energía estática, la electricidad que cruzó alguna vez sus cables, aguarda que la toquemos de nuevo para darnos sendos choques de corriente. Los marcianitos muertos siguen luchando a muerte en nuestra memoria. Y a veces ganan. Y a veces cambian sus estrategias, modean el juego y buscan protagonizar la escena, cobran voz y buscan justicia por los caídos.
Clásica pantalla del Space Invaders.
¿Acaso sus colores no nos recuerdan a los
militares y,
en Chile,
a la policía? Miren a los
alienígenas, como una población marchando,
sobre ellos una nave roja,
símbolo del
poder popular, ¡quien la destruya obtiene más puntos!
Más adelante en esta misma novela, específicamente, en la muerte de una manifestante, se despliega todo el ejercicio que hace una remediación del fenómeno del Space Invaders con la cacería de la dictadura: “Estrella, le grita con fuerza. Nuestra joven compañera apenas alcanza a mirarlo cuando recibe dos balazos en el pecho, uno en la cabeza y un cuarto en la espalda. Como un marcianito del Space se desarticula en luces coloradas”. Ya unos años antes, la novelista había dedicado una historia al personaje González y a Estrella, precisamente en la novela Space Invaders, donde persiste esta atadura, vernácula y medial (en una acepción básica: lo que ocurre entre los medios, entre el videojuego y la literatura como disciplinas tradicionalmente divididas que chocan como los autos en Burnout, la academia se divierte o mira con desprecio). A la luz en este fenómeno, como en la influencia de la fotografía, la televisión, el archivo, y otros medios como el videojuego, pareciera que ha vuelto la discusión de los sesenta y en específico de Dick Higgins, en que el arte ha vuelto a tener un gran vuelco intermedial.
Es inevitable no pensar en el exmilitar condenado por la muerte de Víctor Jara, HCS,
quien se suicidó
antes de que lo llevaran a Puntapeuco. ¿Cuántos milicos habrán competido
por romper la marca del highscore
en estos 17 años de Space Invaders en Chile? ¿Y qué elucubra
ahora fuerzas especiales en estos 33 años
de Space Invaders: Remaster? Fuente: Amis (2015: 26)
Frente a esto, escribimos, quizá en la línea creativa intermedial que Nona Fernández logra en su combinación literaria, pero distinto. Es decir, leer el gameplay en Bolaño, combinar dictadura y videojuegos en alguna de sus historias sin que persista ese vínculo explícito. La écfrasis, técnica que domina Nona Fernández y aplica muy bien en Space Invaders y La dimensión desconocida, también es un recurso feroz que Roberto Bolaño despliega a sus anchas. Siguiendo a Fernando Moreno, en un cuento como “Laberinto”, de Bolaño, se elabora una écfrasis narrativa, distinta de la descriptiva, ya que “implica introducir un relato al describir la historia representada en un objeto o en una obra artística”. Y esta diferencia es crucial por la libertad demencial que nos permite Bolaño. También esta es una de las razones por las que este escritor nos permite con cierta facilidad ponerle fichas a una lectura medial. Porque también demostró desasosiego al incluir el lenguaje del cine, sus materias y mociones; segundo, y más importante, si bien se siente ‘cada vez peor’ cuando le hablan de los videojuegos, había un interés ahí, en los juegos de mesa, en los wargames, en toda clase de juegos como se puede observar, sobre todo, en la tercera parte de Los detectives salvajes, en cómo leen, interpretan y juegan con el poema “Sion” de Cesárea Tinajero, dos chicos de las clases populares, que pululan por los flippers y fuman marihuana y juegan con Amadeo Salvatierra.
Y tenemos en las narices a Nocturno de Chile que muestra que la literatura es también un juego maestro que el escritor chileno pulsa hasta con la burla que uno se encontraba en los arcades de su barrio. Bolaño, como Hideo Kojima, no escatima gastos en mostrarse un hardcore de la cultura alta y popular, de los espacios siniestros, del cine B y de los personajes masculinos solitarios, heridos, crueles. Pareciera escarnecer, desafiarnos, Bolaño nos es cercano. El jugador de Nocturno de Chile no tiene puntos de guardado, ingresa a Silent Hill como Harry Mason, escritor que busca a su hija en un pueblo inundado por demonios, procesiones religiosas y sobrevivientes desesperados. El derrame narrativo se produce sin pausas, no da respiro al lector, es una experiencia de arcade de barrio, decíamos: intensa y en el que cualquier parpadeo significa malgastar el vuelto del pan, ser devorado por algún zombie de la villa.
¿De qué nos sirven los libros cuando se busca a una hija en el infierno?
En uno de los niveles del juego, del infernal juego narrativo, Nocturno de Chile manifiesta con dientes y muelas que la literatura, por muy seria y elevada que se la pretenda instalar, también se desespera ante la derrota histórica. Impugna el ejercicio bárbaro que se ha podido desarrollar al alero de la explotación campesina, de la tortura a un par de pasos de donde se hace un taller literario (Townley y Callejas, dixit). Con otrora figuras importantes del espectáculo literario, de sus oídos sordos, e inspiración lunar, juega al límite, graficando cómo en el sótano de la inmensa casa ponían electricidad en las gónadas de la resistencia.
Así como Rockstar Games en varios de sus títulos de Grand Theft Auto nos permite, al nivel de ser atractivo, bajo de la piel de Carl Johnson en el clásico San Andreas, por ejemplo, irnos a cortarnos el pelo, pagar como un civil, salir del recinto y a los dos pasos (R1, R2, L1, R2, Izquierda, Abajo, Derecha, Arriba, Izquierda, Abajo, Derecha, Arriba), sacar un arma y derribar de unos cuantos balazos a no sé, tres personas, robar un auto e iniciar una persecución con la policía. ¡La diversión continúa! Ir sumando estrellas de persecución es más deseado todavía, experiencia intensa y divertida, con helicópteros y todo. Te agarran y ¡WASTED! Loading… Apareces intacto, con varias cosas menos, afuera del hospital. Solo faltó la silla de ruedas, o el ataúd, para que Pinochet y otros milicos fueran una especie de live action del GTA.
Críticos, escritores y torturadores se ponen chapas (¿cómo serían sus nicknames de youtuber?) y cometen acciones para romper récord, para ver quién tiene más destreza acabando con los marcianitos, que vuelven una y otra vez, que les hacen sentir invadidos, como nos recordó el audio filtrado de Cecilia Morel, la primera dama, tal vez el mismo día en que Piñera comía pizza en un barrio de élite de Santiago, donde, porqué no, volvió con su nieto para verlo jugar Fortnite, derribar y edificar, edificar para derribar, bien, así se hace, le decía.
¿Cómo se describe un cuerpo?
Somos todos alienígenas, hermano. Gamers tozudos y entusiastas que avanzan y avanzan contra niveles infames de banalidad. Gamers de un videojuego infinito, contra el olvido acomodaticio que promueven los civiles de la dictadura. Hay que ser un gamer con toda la dignidad y aguante, no queda otra, el arte afortunadamente nos encadena a este arcade. Fichas tenemos de sobra, también memoria. Jugaremos contra la dictadura hasta que nos hagamos amigos del game over. Aunque seamos nosotrxs las próximas navecitas en caer.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Insert Memory. Nibaldo Acero / Javier A. Pérez Díaz