Leí hace un par de semanas en estas páginas que a Manuel Rojas le costó bastante que le publicaran Hijo de ladrón, ahora considerada una novela clásica. La envió a un concurso de la Sociedad de Escritores que terminó ganando un autor poco considerado hoy en día, Joaquín Ortega Folch, con Infierno gris, y luego fue rechazada por la editorial Zig-Zag. Pero la publicaría Nascimento al año siguiente de su composición, en 1951, con la condición más bien atinada de que se cambiara el título de Tiempo irremediable al que ahora lleva.
Así que Rojas finalmente no fue tratado tan mal como otros. Pienso, por ejemplo, en William Golding, que escribió su ahora célebre El señor de las moscas en esos mismos años. Tengo una hermana que trabaja en la editorial Faber, y hace poco se encontró en su archivo con el informe de lectura y la correspondencia relacionada con ese
libro. El lector de Faber determinó que El señor de las moscas era "una fantasía absurda y carente de interés... Basura. Ociosa y tediosa. Rechazar". Casualmente la vio otro editor que no opinó lo mismo. Ahora, a más de sesenta años de su primera publicación, El señor de las moscas sigue vendiendo al ritmo de cien mil ejemplares al año.
Lejos de ser excepciones, estos casos son la regla, y sería bastante corta la lista de los libros clásicos cuya importancia haya sido reconocida en un primer momento. Pero la ceguera editorial, como toda ineficiencia, tiene su lado positivo. No por ser rechazado sistemáticamente, un escritor tiene que perder la esperanza y suponer que su obra es mala. Puede determinar en base a datos fehacientes que el éxito es más bien una prueba de mediocridad y atribuirse a sí mismo la condición de genio incomprendido. Y de esa forma el escritor, como otros artistas, le hace el
quite a una de las grandes maldiciones de nuestra época: la meritocracia, la clasificación de los seres humanos según una matriz supuestamente objetiva de mediciones de los talentos y los esfuerzos. Esa clasificación meritocrática responde a una necesidad muy arraigada de pensar que existen puntos fijos y cánones eternos, administrados por el comité del momento, y no me cabe duda de que en todos los tiempos los talentos más finos, encarnados en las personas más sensibles, se han perdido para siempre gracias a una palabra de desdén pronunciada ex officio.
Manuel Rojas puede haber pensado —estoy inventando— que los integrantes del jurado de la Sociedad de Escritores eran unos descriteriados cuyo juicio valía callampa, pero aun así se habrá preguntado si Infierno gris no seria acaso una mejor novela que Tiempo irremediable. De tal peso es la palabra de autoridad.
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Por Neil Davidson
Publicado en Las Últimas Noticias, 22 de diciembre 2018