Anoche vino una amiga a mi casa y hablamos de nuestros respectivos hijos, ya grandes. Mientras conversábamos, me acordé varias veces de un poema titulado "Este es el verso", de Philip Larkin, que, libremente traducido, empieza así:
Tus viejos te joden, es sin querer,
pero igual te terminan cagando.
No delataré de qué manera decidimos nosotros que habíamos jodido a nuestros hijos, salvo para mencionar, en mi caso, el error de sobreprotegerlos. Es el error más fácil de confesar, porque es casi imposible de evitar hoy, excepto en los estratos más precarios de la sociedad; tanto, que si se considera cómo se hacían las cosas en el pasado, incluso en un pasado no muy lejano, parece otro mundo.
Para la celebración en Londres del fin de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, mi mamá, que tenía nueve años, saltó las barreras del metro y viajó quince kilómetros
con una amiga al centro, donde personas amables, que ahora probablemente llamarían a la policía, las levantaron en sus hombros para que vieran al rey; como los niños en esa época solían pasar horas fuera de su casa, mis abuelos ni repararon en su ausencia.
Más atrás en la historia, era frecuente en el medioevo casarse o entrar a la universidad a los catorce años o antes. Esa edad fue aumentando con los siglos, pero hace poco leí que el oracular ensayista Thomas Carlyle, al ingresar a la Universidad de Edimburgo en 1809 a estudiar matemáticas, ciencia y filosofía moral, tenía trece años; llegó caminando desde su pueblo en el sur de Escocia, a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
No es difícil entender cómo la edad de la autonomía se puede ir postergando cada vez más. Si uno deja ahora que un niño empiece a viajar solo en micro, por decir algo, a esa misma edad de los trece, muchos lo considerarán un atrevimiento; y quizás lo es,
porque, por efecto de la sobreprotección en la que el niño ya ha vivido, él probablemente no sabrá volver solo a casa si se pasa de parada, y tampoco se atreverá a preguntárselo a un desconocido en la calle, y simplemente se quedará tiritando en una esquina hasta que lo encuentren los papás desesperados o los carabineros, horas después.
Los efectos de ese círculo vicioso de ralentización de la madurez —hijos aburridos en la casa porque no los dejan salir, responsabilidades que se prolongan por décadas— deben haber aportado al colapso de la natalidad de las últimas décadas. Para muchos, tener hijos es demasiado sacrificado y es mejor evitarlo, lo cual, aunque con el propósito de impedir el sufrimiento de los propios hijos más que el de los padres, es justamente lo que recomienda Larkin:
El hombre le traspasa el dolor al hombre.
Se profundiza, como el lecho del mar.
Huye lo más rápido que puedas, y ni vayas a tener hijos tú.