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Sobre casas, familias y más
«Campo» de Isidora Stevenson, Editorial MAGO 2013


Por Nona Fernández S.

 



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Como esta es una obra de casas y familias, pero más de familias que de casas, pensé comenzar citando la conocida frase de León Tolstoi: “Todas las familias felices se parecen entre sí, mientras las infelices son desgraciadas a su manera." Pensé que era un buen punto de partida, porque aquí, en esta historia, definitivamente hay gente infeliz, gente que no lo está pasando bien, y que vive esa infelicidad de una manera muy particular, sin verla ni verbalizarla, ignorándola completamente. Esta es entonces la obra de una familia infeliz y ciega.

Como la protagonista de esta obra es una abuela, luego pensé que era mejor partir con una frase de esta abuela. Una que la definiera o que diera claves sobre esta historia de familias, casas y abuelas. “No hay virtud más eminente que la de hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”. Así dice convencida Teresa, la matriarca senil que convoca a su familia a una inesperada reunión en la vieja casa de campo. La frase la heredó de unas monjas, probablemente las monjas que la educaron en su niñez en algún colegio privado, aristocrático y católico. Teresa debe ver a esas monjas deambulando por la casona, las debe escuchar repetir esa frase una y otra vez como un reto por la tarea escolar no terminada. Teresa debe ver a las monjas, a su marido muerto, vestido con su manta de castilla, y quién sabe a cuántas otras sombras más, porque en su cabeza de vieja los tiempos se mezclan, giran al revés y se detienen al mismo tiempo. Los límites de su mirada son difusos y así su nieta Elisa puede ser su nuera Marta, su hijo Alfonso puede ser su marido, y el té que tanto le gusta puede ser Coca-Cola. Y es que esta no es sólo una obra sobre casas, familias y abuelas, es también una obra sobre la decrepitud, la senilidad y el deterioro.


La abuela Teresa vive en la antigua y deteriorada casa del campo familiar, la misma que da el título a la obra. Ahí deambula mientras el lugar se cae a pedazos. La piscina está llena de musgo y de animales muertos. El campo ya no produce nada. Los sirvientes se han ido, el patriarca que sostenía este micro mundo murió hace años. El entorno desgastado de Teresa no es más que un reflejo de su mente que se desarticula y se apaga. De la misma forma cada uno de los familiares que van llegando a la cita, también parecen proyecciones de esa cabeza senil. Gente errática que entra y sale. Nadie es quién dice ser. La nana no es la nana, es sólo la cocinera. El marido de Bernarda ya no es el marido de Bernarda. El hijo que viene de visita está lejos de ser el hijo que era porque ha desaparecido por años. Toman un taxi y no tienen con qué pagarlo. Ninguno usa dinero, porque no tienen, no manejan efectivo, sólo cheques o tarjetas. Tampoco permiten que se les fíe porque suena horrible. Gente desorientada y poco clara. Hablan a medias, con frases que quedan suspendidas, con silencios largos, con preguntas sin respuesta, con huidas, con palabras inconexas, sin sentido, incapaces de mantener una conversación coherente, porque seguir una línea lógica de causa y efecto implicaría profundizar en algo y en esta familia, al parecer, eso es casi una prohibición.

Entonces esta es una obra sobre casas de campo deterioradas, abuelas seniles y familias ciegas que llegan a una cita pensando que hablarán de dinero, de herencias, de bienes a repartir, de tierras, pero que se encuentran con una abuela que ya no tiene ganas de mantener este extraño status cuo en el que se ha movido junto a todos desde siempre. Por eso divaga incómoda por la casona. Se mueve escondiendo bultos extraños de una pieza a otra, tirando frases sueltas, hablando de una promesa que le hizo a su marido y que ahora ha llegado el minuto de cumplir. Teresa sabe que las monjas tenían razón y que no importa que el tiempo haya pasado, siempre es buen momento para ser virtuoso y hacer sencillamente lo que se debe hacer. No importa si con eso termina por explotar la casa y la familia entera.

En el segundo cuadro de la obra, el que transcurre el día Sábado, la abuela Teresa conversa con su nieta Elisa sobre la casa y le cuenta cuál fue el origen de la construcción. “Mi suegro la construyó cuando mi suegra se enfermó. Veía pájaros dentro de la casa. Le faltaba el aire. Salía a caminar sola a cualquier hora. Entonces mi suegro prefirió mandarla aquí al campo para no pasar vergüenzas.” La vieja y deteriorada casa de campo como un lugar donde se esconden las vergüenzas. La vieja y deteriorada casa como un lugar para esconder lo que no se puede mostrar, lo que debe quedar en secreto. Un lugar para almacenar lo inconfesable.

Esta es también una obra sobre vergüenzas escondidas y secretos inconfesables.

Una familia que se desintegra. Una burguesía aristocrática que naufraga en una vieja casa de campo, ahogada en su propia ceguera, borracha en su vacío cíclico de aperitivos, petit bouchés y pisco sour. Una clase revenida que se acaba, que se extingue, que no encuentra cabida en los nuevos tiempos, porque acostumbrados a ser servidos, no saben emprender y operar solos. Secretos guardados por años, silencios que encubren más silencios, la antigua y chilena costumbre de barrer el polvo debajo de la alfombra. ¿Pero es posible acumular la mugre para siempre?

Esta es una obra de casas deterioradas, familias ciegas, abuelas seniles, secretos inconfesables y vergüenzas escondidas, pero es por sobre todo la obra de una autora que escribe con el cálculo y la precisión de quién planifica un gran atentado. Una explosión que hará volar por los aires toda la mugre acumulada por años, sin posibilidad de volver a esconderla nunca más.


Santiago de Chile, Noviembre 2013.



 

 


 

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