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FORMAS RESIDUALES EN LA NARRATIVA DE NONA FERNÁNDEZ(1)
Residual Forms in the Narrative of Nona Fernández

Por Luis Valenzuela Prado
luis.valenzuela.p@unab.cl
Universidad Andrés Bello (Chile)
Publicado en Mitologías hoy | vol.º 17 | junio 2018 | 181-197




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Resumen: este artículo propone una lectura de la narrativa de la escritora chilena Nona Fernández, sostenida desde una constante histórica y memorial. Desde ahí, configura un entramado complejo, en cuanto erige una espacialidad atravesada por diversos residuos: materiales y corporales, letrados e imaginarios. Este cruce configura lo residual como gesto político que problematiza cualquier triunfo posible de la modernidad. El análisis se centrará, primero, en la novela Mapocho; segundo, en las novelas Av. 10 de Julio Huamachuco y Chilean Electric; y tercero, en la trilogía de la memoria y la dictadura.

Palabras clave: Nona Fernández, espacio, imagen, basura, residualidad

Abstract: this article proposes an interpretation to the narrative of the Chilean writer Nona Fernández, sustained from a historical and memorial constant. From there, Fernández configures a complex framework, erecting a spatiality crossed by various residues: material and corporal, literate and imaginary. This configuration of the residual functions as a political gesture that problematizes any possibility of modernity. The analysis will focus, first, on the novel Mapocho, second, in the novels Av. 10 de Julio Huamachuco and Chilean Electric, third, in the trilogy of memory and dictatorship.

Keywords: Nona Fernández, Space, Image, Garbage, Residuality

 

Introducción
Nona Fernández desarrolla una de las escrituras políticas y literariamente más relevantes de las letras latinoamericanas actuales, desde el año 2000 a la fecha. Su contundente producción narrativa, que cruza constantemente hacia la actuación teatral y la escritura de guiones documentales y televisivos, encuentra una recepción crítica extensa; además de premios relevantes, como el Sor Juana Inés de la Cruz 2017, por su novela La dimensión desconocida (2016). Nona Fernández articula una obra sobre la base de dos temas medulares: la memoria y la historia, los cuales son leídos por la crítica por su mezcla e hibridez textual, desde los cruces entre “historia y folletín”, además de melodrama, novela de enigma y relato mítico, en el caso de Mapocho (Areco, 2015: 199); pasando por el desmarque de la modalidad testimonial en Fuenzalida, novela “intermedial” (Bongers, 2018: 103), avanzando hacia la “parodia y autoparodia” (Amaro, 2014a: 122) o “ironía y parodia” (Maier, 2017: 38); la diversidad de recursos narrativos, el testimonio y crónica (Espinosa: 2016a, 72) en Chilean Electric (2015); hasta los diversos cruces genéricos: “[...] ficción, crónica y biografía”, al traspasar las “fronteras de los géneros” y producir “textualidades con pactos de lectura ambiguos” (Peller, 2016) en La dimensión desconocida. Una hibridez textual que, según Peller, recurre a diversas formas desde las cuales se desprenden ecos residuales devenidos en otras textualidades: “tendencia que encuentra un fuerte anclaje en sociedades que intentan producir memorias públicas y dar cuenta de experiencias de pasados traumáticos” (online). Este engranaje narrativo converge en dos retóricas que no han sido del todo articuladas y profundizadas por la crítica. Una, la de la imagen y la letra; y la otra, la del residuo corporal y material, configuradas desde una espacialidad centrífuga, hacia la ciudad, o centrípeta, hacia los interiores. La primera se basa en un ejercicio constante de escritura en tránsito entre la visualidad, la construcción de imágenes, escenas y espectáculos, y la letra, al urdir palabra escrita y oral. La segunda se erige desde una constante materialidad del residuo, sobre la base de basuras y restos, corporales y materiales. Ambas retóricas juegan con los ecos de un discurso memorial-histórico, latente, cuya visualización muestra un descarte de la memoria en forma de escombros, basuras y cuerpos, que desembocan en la construcción de un territorio político residual.

Crisis de la ciudad letrada
En La ciudad letrada Ángel Rama sostiene que la palabra clave de todo el sistema es “la palabra orden” (1994: 5), previa a la existencia de la ciudad, de tal modo que se impide “todo futuro desorden” (8). Para facilitar la “jerarquización y concentración del poder [...] dispusieron de un grupo social especializado, al cual encomendar esos cometidos” (23). El orden acarreó formas jerárquicas, espaciales y letradas. En ese sentido, sostiene Lucía Guerra, en Santiago de Chile:

los españoles de mayor rango recibieron los terrenos más cercanos a la Plaza de Armas mientras los de una posición social inferior obtuvieron sitios del cañadón seco del Mapocho (actual Alameda)”, es decir, se estableció “un territorio ‘de arriba’ y un territorio ‘de abajo’ circundados por ‘tierras de nadie’ en los sectores inundables a orillas del río Mapocho y en el área norte, aislada del diseño urbano por la inexistencia, durante siglos, de puentes. (2000: 118)

Sin embargo, esa ciudad, sostiene Jean Franco, como “proyecto seglar y republicano de nacionalidad, nacido de la Ilustración y expresado en monumentos por todas las ciudades de América Latina, estaba acabado en la década del sesenta y setenta en América Latina. En la lectura de Ángel Rama de la ciudad letrada, se privilegia la ciudad ordenada “por sobre un territorio bárbaro” (Sánchez, 2013: 49), esto es, una ciudad del orden donde lo residual escapa al centro de ese poder.

La crisis de la ciudad letrada, en su engranaje entre ciudad y gramática (Sánchez, 2013: 49), manifiesta una fractura previa, intermedia y posterior. La previa se funda en relación con la oralidad. La letra española es la letra que tensiona el lugar de la cultura oral indígena. La intermedia encuentra eco en los conflictos entre la letra y la letra decimonónica, en rigor, “la letra y la escritura polemizan al interior de una comunidad de seres parlantes” (89), por ejemplo, a partir del Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento. La posterior encuentra eco en el siglo XX, una disputa con la cultura de la imagen y la cultura performática. Esto último lo sostiene Diana Taylor, para quien el concepto de performance, “como práctica corporalizada y episteme”, redefiniría los “Estudios Latinoamericanos, al descentrar el papel histórico de la escritura introducido por la conquista” (2015: 52). Ahora, la espacialidad encuentra una fuerte base en el orden, en la forma de fijar territorios. Para Graciela Montaldo, el “orden, las fronteras y la finitud definieron tempranamente no solo la religión y la ciencia, [también] la idea de espacio territorial” (2004: 13), desde ahí, siglo XVII, en estos centros se dibujan “mapas y cartas que representan un mundo conclusivo y centrado, que dan cuenta de esos lugares que progresivamente comienzan a ser espacios” (14). En ese sentido, “Encontrar un lugar en el espacio supone tanto un ejercicio de verificación y estudio como la imaginación” (15); gesto en el cual la escritura imagina el territorio “al referir, describir, junto con los mapas y cartas, la continuidad del territorio” adaptando lo nuevo a lo conocido y ficcionalizando “vínculos terrestres [...]” o proyectando en “zonas desconocidas la grandeza futura de un país o una región” (17).

Este proyecto, imbricado entre la ciudad letrada y la imaginación, deja, en general, una estela invisible: el residuo como materia. La residualidad, de este modo, es lo que queda afuera de la memoria, de la comunidad y, en su emergencia, cuestiona esa exclusión. Lo residual se inscribe en una política de lo desechado, lo expulsado. Ahora, lo residual también se conecta tangencialmente con lo histórico y hace surgir una categoría desarrollada por Raymond Williams, la cual leo desde una materialidad concreta que aflora en forma de basura u otras materialidades similares. Para Williams, la “complejidad de una cultura” no se halla sólo en sus tradiciones, instituciones y formaciones, sino que se halla igualmente “en interrelaciones dinámicas” enmarcadas en un “sistema cultural que determina rasgos dominantes” (2000: 143), o lo hegemónico, unido a lo residual y lo emergente (144); cuyo sentido se forja tanto en sus propias cualidades como en el vínculo con las de lo dominante. Lo residual, diferente a lo arcaico situado en el pasado, es entendido como algo formado en el pasado, pero todavía “en actividad dentro del proceso cultural” como elemento del pasado y del presente (144).

Es posible, entonces, sostener que el residuo carga con un significado crítico y político. Nelly Richard lo relaciona con la búsqueda de “ciertas zonas de tensiones y conflictos del Chile de la transición democrática. Zonas más bien residuales, en cuanto señalan inestables formaciones de depósitos y de cimentaciones simbólico-culturales, donde se juntan las significaciones trizadas que tienden a ser omitidas o descartadas por la razón social” (1998: 11; cursivas del original). Para Richard, lo residual “connota el modo en que lo secundario y lo no-integrado son capaces de desplazar la fuerza de la significación hacia los bordes más desfavorecidos de la escala de valores sociales y culturales, para cuestionar sus jerarquías discursivas desde posiciones laterales y descentramientos híbridos” (11). Fernando Castro Flórez, por su parte, nos recuerda, por un lado, a Jünger, para quien es en los residuos donde hoy se encuentran las cosas más provechosas, y por otro, a Ángel González, para quien “el resto [...] es la parte maldita, parte excluida. A los críticos les toca buscar entre las basuras; los residuos; los restos” (Castro Flórez, 2015: 47). No obstante, Castro Flórez apunta a que hoy los residuos son “materia prima de la rutina estética, en un despliegue desconocido de las tácticas del reciclaje” (47).

El imaginario de la basura, como tal, ofrece algunas líneas significativas para comprender ciertas connotaciones que se le da al cuerpo en tanto basura. Es ahí donde la basura adquiere diferentes significados en diversos momentos históricos. El primero, desde el siglo XVIII, cuando el tema de la salud es visto como responsabilidad individual, “cuerpo sano en una sociedad sana” (Senett, 2002: 280). El segundo, a mediados del XVIII, cuando las calles comienzan a ser limpiadas, eliminando las basuras (282). El tercero, cuando los planificadores perfilan una ciudad que funcione como un cuerpo sano (282) organizando el tráfico bajo términos tales como arteria y venas (283). La basura, en el intento por ser desechada y desplazada del centro de lo común o de la comunidad, refuerza una lectura vincular. Todo objeto o sujeto desechado está vinculado con el centro que lo desecha.

Una categoría cercana al residuo basural es la de ruina. Esta implica un aquí y una allá, la totalidad y los fragmentos múltiples (Masiello, 2008: 101); entonces, la ruina “siempre habla de un hueco en la experiencia propia”, desde el cual se intenta imponer la propia experiencia sobre un pasado que nunca va a ser tocado en directo” (104). Surgen, así, articulaciones de la ruina desde la memoria, por un lado, poéticas centradas en un “paisaje visual derrotado” y en una “ruina que constituye la memoria” (Urzúa, 2012: 259); y por otro, espacialidades-palimpsesto, devenidas en “ruina y en texto” (2017b: 222). A su vez, existe cierta “literatura que trabaja con restos de lo real” (Garramuño, 2009: 15) apuntando a la lenta transformación del estatuto de lo literario. Frente a la ruina, cuyo pasado fue monumental, el desecho es sobrante, y no manifiesta nostalgia, por lo tanto, carga con significados complejos para analizar, desde una articulación simbólica y política que no busca restituir un patria o un pasado, sino leer el quiebre o la crisis que evidencia el acto de separar desde el cual se constituye lo residual.

Al retomar el cruce entre imagen y texto, Mitchell, distanciado de un análisis comparativo, plantea que la pregunta que debe realizarse frente a estas relaciones no es en torno a las diferencias o similitudes sino “¿[q]ué efectos tienen estas diferencia o (similitudes)?” (Mitchell, 2009: 85). Así, lo relevante radicaría en la forma en que las palabras y las imágenes se yuxtaponen, se mezclan o se separan. Si bien Nona Fernández no cruza los límites materiales de la letra y la imagen, sí problematiza el cruce, donde cobra relevancia el problema de la imagen/texto, como “un problema ineludible dentro de cada una de las artes o medios individuales” (88; cursivas del original), asumiendo que “todas las artes son ‘compuestas’ (tanto el texto como la imagen); todos los medios son mixtos, combinan diferentes códigos, convenciones discursivas, canales y modos sensoriales y cognitivos” (88). Este análisis permite establecer tensiones internas entre la letra y la imagen, y su posterior manifestación residual; la cual se proyecta en los cuerpos y los materiales. Un todo residual que descompone el ordenamiento encargado de conectar pasado y presente.


Espacio, basura e historia: Mapocho (2002)
Cristián Opazo propone que Mapocho “invierte la noción de romance nacional” (2004: 42). Por su parte, Ignacio Álvarez plantea una lectura alegórica de la nación, en la que la novela “trenza la historia de Chile de manera acumulativa, esto es, acoge su versión publica junto a los relatos desechados” (2004: 6), donde la nación se reconstruiría “desde la comunicación, el dolor y sobre todo desde la compasión” (7). En tanto, para Ricardo Ferrada, Mapocho articula el “dialoguismo entre la historia legitimada y la historia ficcional”, a partir de lo cual la recursividad de la historia deviene en un “contradiscurso” a la “construcción de una narrativa cultural en que las utopías se proyectan desde la sospecha del pasado” (2016: 150). Desde la inversión, el desecho y el contradiscurso, Fernández elabora un relato que urde una novela donde se trabaja la materialidad simbólica de la basura, esto es, carga con una residualidad histórica y cultural. En sí, lo residual williamsiano encuentra eco en una variedad material; como cenizas, cadáveres, ruinas y basura. Materiales con los que tratan la Rucia, el Indio, la madre y Fausto, el padre. El huacherío de la Rucia y el Indio, por ejemplo, da cuenta de que se trata de personajes botados, que rebotaban de sitio en sitio. El “Guacho” no tiene padres, pues “es echado al mundo a la buena de Dios”, no es “deseado ni querido”, es olvidado en “algún rincón” (Fernández, 2010: 145). Se trata de sujetos abandonados familiar y culturalmente, arrojados al devenir de la ciudad.

La Rucia abre la narración anunciando su lugar sobrante desde un lenguaje que exacerba lo escatológico:

Nací maldita. Desde la concha de mi madre hasta el cajón en el que ahora descanso. Un aura de mierda me acompaña, un mojón instalado en el centro de mi cabeza, como el medio melón de los piantaos, pero más hediondo, menos lírico. Nací cagada [...] Me escupieron y fui a dar al fin del mundo, al sur de todo. Un gargajo estampado en este rincón del mapa. Ahora mi cuerpo flota sobre el oleaje del Mapocho. (Fernández, 2010: 13)

El cuerpo como residuo lascivo que se posa “al fin del mundo”, en un “rincón del mapa” y que ahora flota en el cauce fluvial que arrastra los residuos de la ciudad, atravesando con ésta el centro de la misma. Nacer maldita es un “sentido de predestinación” que da cuenta de una “lógica del melodrama” (Areco, 2015: 201). Ahora bien, no sólo la Rucia es elemento sobrante, ya que ella también carga con una “maleta y las cenizas” de su madre “en un ánfora pequeña” (14), en un presente que trasunta la liminidad de la vida y la muerte. “Nací cagada”, enfatiza, y su “muerte de mierda es el broche de oro” (Fernández, 2010: 17), cuya crudeza subraya su presente.

La configuración del mapa resulta relevante —nombrado cinco veces— para la novela, en tanto escritura de una imagen y de una espacialidad. Posada en el “mapa”, como “escupitajo”, su tránsito elabora cierta territorialidad que da cuenta de una espacialidad visualizada. Desde una cocinería frente al Mapocho, la Rucia intenta “identificar en el mapa de la guía telefónica” (Fernández, 2010: 19) un “mapa grasiento de la guía telefónica” (26), buscando un lugar de la infancia. Mapocho exacerba los recursos para situar un territorio, un espacio urbano, a contrapelo de la “ciudad letrada” de Rama, en consonancia con la “decadencia” de la de Franco. Así, la ciudad se erige como cuerpo, muestra sus “costras” (19), en consonancia con Sennet, confundiéndose con la hediondez de los cuerpos y la materialidad geográfica del cerro. Se manifiesta como un excremento, merodeado por una “mosca de patas peludas” (19). Uno de los correlatos ideológicos que lee Areco es el de la representación del espacio y el tiempo, que va desde el paradisiaco lugar del exilio, “especie de edén natural” opuesto al “infierno desconocido”, la centralidad del río Mapocho, las descripciones de Santiago, el Barrio, “hasta la alegoría del país como casa” (2015: 214).

La figura de la virgen juega un rol importante en la configuración del relato, como “figuración potente de disciplina y control del cuerpo de las mujeres” (Castillo, 2015: 25). El cerro San Cristóbal levanta la figura-imagen omnipresente y referencia de ésta en la novela y en el espacio urbano de Santiago: “El poto de la Virgen. Cada vez que te pierdas, Rucia, recuerda que vivimos mirando el poto de la Virgen” (27). Es “la imagen corporativa, la pinturita de la urbe, la primera dama dedicada a dar la cara y a saludar desde el balcón, mientras otras vírgenes se hacen cargo de cosas más serias” (Fernández, 2010: 30). Su figura no implica un respeto sagrado, por cierto, pues el acercamiento es dual, disciplina y control, pero también “luz, resplandor y, sobre todo, adorno” (Castillo, 2015: 25). La Rucia y el Indio le bailan en la playa a “la imagen desteñida” (32) y deslavada, que guarda resabios de su sacralidad y la esperanza, dando cuenta de la fragilidad de ambos. Su imagen histórica tampoco ofrece una percepción positiva. La Virgen habla español y no lengua mapuche: “escuchó las plegarias de sus hijos y movió sus hilos para cambiar el rumbo de las cosas” (Fernández, 2010: 49).

La visualidad cobra relevancia a través de la mirada. La Rucia observa desde el techo de su casa: “el cerro emerge oscuro como un elefante nocturno. El río corre hediondo, abraza al Barrio, lo acuna con su olor a mierda. A unas cuadras, la cruz alta del Cementerio delimita la entrada al territorio de los muertos. Todo luce negro y desenfocado por la neblina” (Fernández, 2010: 54). Surge también un juego constante de claroscuro que enfatiza el rol de la imagen, pero también del espacio muerto del cementerio, en un barrio que también está muerto (53). Por su parte, la ausencia del padre deriva en la imaginación dibujada de éste, la Rucia y el indio dibujan, cada uno, un “retrato del padre” (35). Tal manera de construir la imagen desde el dibujo vuelve cuando unos estudiantes retratan la Estación Mapocho, “una especie de fotografía hecha a mano” (110). Luego es el Indio quien asume esa retórica: “Yo solo vine por un buen retrato, Rucia. Una imagen real que me ayudará a aclarar la película, que descubriera mi propio pasado” (202). La única imagen material, fotográfica, la tiene Fausto, una foto de sus hijos cuando eran niños (185).

Esa retórica de la imagen encuentra eco en la forma de articular el relato histórico: La ciudad letrada y ordenada de Ángel Rama es imaginada por Pedro de Valdivia: “Luego de escuchar la divina voz, la cabeza de don Pedro ideó una ciudad a imagen y semejanza de su lejana Extremadura natal. Inventó una Plaza Mayor y la bautizó como Plaza de Armas. En ella habría una iglesia amplia y llena de cruces y santos” (Fernández, 2010: 40). La ciudad colonial como reflejo de otra: “Una copia, un armado hecho con los trozos sueltos que la memoria del conquistador guardaba. Un remedo extraño donde indios visten ropas de seda y rezan a vírgenes blancas. Una fotocopia desteñida, hecha con un papel de calco importado, una imitación inventada por la cabeza de Valdivia” (41). La novela enfatiza el rol de simulacro como copia, remedo, fotocopia, siempre impreciso, en tanto no logra ser el referente, una forma de crisis de la ciudad letrada, ya en la línea de Jean Franco, ahora como una imagen y copia imperfecta.

Por su parte, Fausto, el padre e historiador, “piensa que la Historia es literatura” (Fernández, 2010: 37). Escribe su propia historia de Chile, además de tener guardada una novela escrita por él; una reescritura desbordada y delirante de 10 volúmenes, de donde emergen las cabezas cortadas de Lautaro y Pedro de Valdivia, que cargan con el simbolismo residual histórico de la violencia. La Historia, la “muy putona”, no se detiene: “La Historia no acaba” (152). En ese sentido, el tiempo también es residual: “El pasado tiene la clave. Es un libro abierto con todas las respuestas. Basta mirarlo, revisar sus páginas y abrir los ojos con cuidado para caer en cuenta. El pasado es un lastre que no hay cómo librarse. Es mejor adoptarlo, darle un nombre, aguacharlo bien [...]” (173).

En tanto, la imaginería onírica, que también es imagen, encuentra eco en la memoria. La Rucia, acostada en el colchón de su casa vieja, “desentierra recuerdos de su cabeza”, la “memoria nutre a la cabeza en el momento de dormir, la alimenta con imágenes conocidas y el resultado es una mezcla rara de cosas ya vistas [...] Los lugares también salen de la tumba. Sitios sepultados por el olvido emergen nítidos, llenos de olor y ruido (Fernández, 2010: 77). Mezcla los recuerdos con el sueño, al despertar, “mojada de sudor y con el sexo babeando humedad”: su residualidad corporal. Al mismo tiempo, visualiza su pieza “llena de muros dibujados”, donde las “cenizas de su madre la miran molestas desde la ánfora, pero no dicen nada, ya no pueden hacerlo” (79). La escena de onírica residualidad deriva, primero, en una residualidad postcorporal, la de las cenizas, y segundo, material, ya que la Rucia descubre un “montón de polvo y pelusas recién barridos. Mugre de años amontonada hace pocos segundos. Alfileres, un corcho, papeles. Mugre esperando ser recogida. Recuerdos olvidados en una cabeza dispuesta a soñar” (81). Lo residual la acecha de manera constante.

A la vez, la corporalidad también asume una forma residual desde la descomposición de la madre en su ataúd (Fernández, 2010: 120), o lo dedos del Indio enterrados en una maceta, sin que de estos brotara algo (135). El rostro de la Rucia, volviendo a la referencia cartográfica, “es un mapa del accidente en el que murió” (130). Accidente que la Rucia recuerda: “Una astilla de vidrio ha vuelto a escaparse de su cabeza”, una “astilla, un recuerdo nuevo” (172). Surgen, también, cuerpos de otros, que aparecen en la ribera del río, acumulados, “unos sobre otros. Todos hombres. Todos con las manos atadas a la espalda” (133). Luego, cuerpos de locas, de homosexuales lanzados al mar por orden del Coronel Ibáñez, “cuerpos machucados” que caen hundiéndose en el mar “para desaparecer del mapa” (144). No se sabe más de ellos, el tema se olvida: “se borró de las memorias y de los archivos a punta de escoba” (144). En rigor, el Coronel Ibáñez realiza una “limpieza social” (156).

Hacia el final de la novela, se refuerza un discurso en torno a diversas formas de residuo, como materiales y basura cotidiana. Así, por ejemplo, la verdad, entre tanta mentira, “es barrida bajo la alfombra” y una escoba “barre y barre, para que las cosas se vean más limpias”, una “rutina diaria del aseo”, donde la “escoba higieniza, hermosea, acomoda, ordena. La verdad termina olvidada en el tacho de la basura. Desaparece, se esfuma, pierde sentido, pero, consistencia. La verdad se queda guacha. Sin padres que la alimenten. Muere” (Fernández, 2010: 156-7). Mientras tanto, en el último puente del Mapocho, con la madre en el ánfora, la Rucia está dispuesta “a botar sus cenizas al río sin importar la mugre, los neumáticos o los muertos que como yo cruzamos encajonados” (158). Todo deviene en residuo y basura, incluso lo que rodea a Fausto, lo que no cabe en su biblioteca “yace en el suelo junto a la mugre y el polvo” (186):

A un vertedero irán a dar sus apuntes arrugados. Es ahí a donde llegan todos los despojos de la ciudad. Lo que no sirve, lo que ya no se usa. Latas, cenizas, papeles cagados. Pedazos de cosas que ocurrieron. Restos de comida, colillas apagadas durante una conversación, escritos de una historia que no se publicará. Huellas de sucesos pasados. A diario cada hogar las va juntando. Reúne sus desperdicios, los platos rotos, los trapos sucios, y un par de veces por semana los deja en una bolsa de plástico negro en la puerta de salida. Un camión aparece muy temprano recogiendo la mugre y así, a la mañana siguiente, como por arte de magia, todo vuelve a verse limpio. La basura y toda su historia es trasladada tan lejos como es posible. El vertedero la acoge dándole un espacio y allí se queda abandonada y triste, lejos del hogar que la generó. Sola. Guacha.

Pero la historia no acaba así de fácil. La basura se regenera rápidamente. Se multiplica en el papelero del wáter, sale de nuestros cuerpos, de nuestras máquinas de escribir. Se cría en nuestras cocinas, se amontona en los rincones más queridos, y así vive, extendiendo sus tentáculos de mugre, sembrando su semilla cochina. Los basurales reclaman, el olor se hace insoportable. Nadie quiere estar cerca de la basura. Hay que taparla, echarle algo encima, enterrarla bien enterrada, extirpar su olor y todo su hálito putrefacto. (Fernández, 2010: 187)

La basura se aparta, se regenera, pero no como gesto positivo, ya que la regeneración tarda. Mientras tanto prolifera como residuo corporal o escritural. En rigor, el vertedero es un espacio que nadie quiere habitar. Los “guachos” se erigen como sujetos botados, de la familia, de la sociedad.

La espacialidad deviene en ruinas, surge la grieta de la casa (Fernández, 2010: 84), la “casa se desarma”, se repite en dos ocasiones (191 y 194). La crisis de la casa es la crisis del espacio íntimo, de la pequeña historia. La historia y la pintura descascarada, el polvillo de las paredes de adobe, la madera del suelo que comen las termitas (191). La “casa se cae” (194) y unos vagabundos avanzan hacia la casa de infancia que “yace hecha mierda en el suelo. Ruinas por las que se pasean los perros. Un basural donde los vagabundos registran entre los escombros algo que pueda serles útil” (204). Una casa-basura (204), un “rompecabezas desarmado, piezas sueltas que ni los vagabundos quieren recoger” (204).

Un génesis final. Dios se da cuenta de que en su pequeño mundo le faltaban protagonistas:

Entonces revolvió todas las sobras que le habían quedado amontonada en la piñata. [...] Fue entonces que la mujer y el hombre pequeños, soñaron que el dios, soñando, los creaba [y] decía: de las sobras del mundo nacen una mujer y un hombre. Y juntos van a vivir y morir con sus cuerpos de desecho. Pero nacerán de la basura otra vez, y luego morirán nuevamente. Y nunca dejarán de reciclarse, porque la muerte es mentira. (Fernández, 2010: 206)

Rescritura bíblica que anticipa la figura del Frankenstein moderno articulado por la autora en otras de sus novelas.

Mapocho urde un entramado complejo sobre la base de diversas formas residuales: imágenes, cuerpos, basuras y ruinas, que cuestionan las formas del orden de la ciudad letrada. El residuo tensiona el pasado desde un presente, si bien precario, al menos claro al momento de comprender la forma en que se regenera, lo cual sería fundamental dentro de la crítica realizada por Nona Fernández desde su escritura.


Modernidad y ciudad: Av. 10 de Julio Huamachuco (2007) y Chilean Electric (2015)
La modernidad es un eje crítico al cual apuntan los dardos de Av. 10 de Julio Huamachuco y Chilean Electric, a través de escenas urbanas, citadinas, pero que ponen en duda las luces del progreso. Para Luis Valenzuela, Av. 10 de Julio Huamachuco da cuenta de la representación de la ciudad, la cual se manifiesta, primero, “por medio de la Av. 10 de Julio Huamachuco” y, segundo, “por el derrumbe y construcción de edificios” (2008: 233). Por su parte, para Patricia Espinosa, es posible leer la novela “como un episodio de la historia social de la modernidad”, apegándose a la “politicidad del acto, a la influencia social de la energía”, examinando la relación entre esta y “el enriquecimiento de unos pocos” (2016: 72).

Av. 10 de julio Huamachuco derrumba ciertos relatos construidos desde su arquitectura. La modernidad derriba un relato y la literatura erige el suyo con sus restos. Nona Fernández construye la novela con piezas disímiles entre sí, fragmentos que conforman un todo nuevo. Materiales literarios, como “La pieza oscura” de Enrique Lihn; humanos, a partir de las separaciones de Juan y Greta, quienes se están separando de Maite y Max, respectivamente; meros objetos, como repuestos de autos; cadáveres accidentados; y ruinas en torno a construcciones de edificios.

La ciudad se erige como fachada de la modernidad, levantada sobre la base de dos ejes: los repuestos y las ruinas. El primero, desde la realidad situada de la Avenida 10 de julio Huamachuco, en lo alusivo a la ciudad situada, la novela se erige como imagen alegórica de la ciudad de repuesto. Fernández entiende la calle como una espacialidad urbana de repuestos, fragmentos, pedazos de historias que hay detrás de cada auto, materiales que podrían adoptar la figura de objetos-personajes de la novela. Greta busca en esa calle, en ese barrio, los repuestos para hacer de su furgón un collage: “El pobre es una especie de Frankenstein, un engendro armado con un poco de todo” (2007: 84). El segundo, por la tensión entre derrumbe y construcción de edificios, que articula la idea de progreso y lo arrastrado con su avance, en rigor, las vidas que habitan tales espacios. La oferta del mercado inmobiliario busca renovar y arrasar con la ciudad histórica: “¿Qué tiene esta casa que yo no pueda pagar?” (25). La narradora imagina una tragedia y una peste negra que asola la ciudad y hace desaparecer a la gente dejando sólo las construcciones. Nada más queda un “habitante en ocho cuadras a la redonda, viviendo en una especie de isla en la que nadie quiere estar” (27). Fernández configura una novela en la que las vidas son fragmentos residuales pero, a la vez, alegorías de esos mismos repuestos y ruinas.

Chilean Electric, por su parte, narra el fallido cruce entre la historia nacional y la nacional: la abuela de la narradora le relata la historia de cuando la Plaza de Armas de Santiago fue iluminada, en 1883. Le dice que ella estuvo presente a pesar de haber nacido en 1908. Este error detona el relato de la novela, excusa perfecta para urdir pasajes de su vida, a la luz de algunos episodios nacionales. Desde ahí, se configura la idea de engaño: “La luz hace trampa con el tiempo” (Fernández, 2015: 31), una afirmación que cruza la novela, al articular una lectura que va desde las trampas visuales de la modernidad, de una parte de la historia de Chile y de los relatos y recuerdos familiares de la narradora.

Fernández propone una escritura crítica donde se entrama una voz desde el espacio de lo íntimo y lo familiar, a la vez que elabora un discurso histórico y político que articula una textualidad cuyo énfasis es el rol de la imagen-archivo y de la escritura, vale decir, busca iluminarse desde una visualidad escrita. La narradora lee revistas viejas para asimilar el impacto de la llegada de la luz. En esa lectura entiende el gesto de la modernidad, pero también la estela crítica y residual que ésta deja: “La electricidad se convierte en un recurso fundamental para el funcionamiento, la producción y la vida doméstica. La luz se expandió como una peste brillante iluminando todo a su alrededor, hipnotizando al público para generar necesidades desconocidas, encendiendo más y más ampolletas” (2015: 29).

La peste configura una idea explícita de contagio, que deja una huella. Esa crítica a la modernidad es reforzada por la narradora recordando el episodio que Pier Paolo Pasolini publica en los años setenta en el Corriere della Sera, a propósito del momento de la desaparición de las luciérnagas en Italia, “un lamento fúnebre, un réquiem a esos frágiles bichitos, asesinados, según él, por la luz del fascismo triunfante” (2015: 82). En palabras de Georges DidiHuberman, quien también atiende a ese episodio, las luciérnagas desaparecidas dan cuenta de que “la cultura [...] de resistencia” de Pasolini se convierte “en un instrumento de la barbarie totalitaria, confinada como está en el reino mercantil, prostitucional de la tolerancia generalizada” (2012: 30; cursivas del original). En esa línea, volviendo a Fernández, esas luciérnagas dividen la Historia de Chile, a partir de la historia de su abuela, en un “antes y un después. Los tiempos de las sombras y los tiempos de la luz” (Fernández, 2015: 83). Se da a entender que unas cosas fueron bien iluminadas, mientras otras “quedaron tristemente encandiladas y chamuscadas por las ampolletas de la plaza” (83), como “los cuerpos tirados en el desierto” (83) en la guerra del salitre; las “matanzas. Más cuerpos tirados al sol” (84), “en el hacinamiento, en la mugre, en las enfermedades” (84), en las subalternidades desechadas, en los sujetos y cuerpos no aceptados por la sociedad. Cuerpos que sobran. En ese sentido, la narradora asume, como proyecto escritural, “[i]luminar con la letra la temible oscuridad” (87), ser “la que intenta enfocar con la letra” y las “domésticas polillas que ahora vuelan sobre esta plaza” (100).

Ambas críticas a la escena de la modernidad, a la promesa del progreso, cargan con los restos materiales y vivenciales trabajados en las novelas. Mientras en Av. 10 de julio Huamachuco el progreso avanza en dirección inversa a las vidas de los protagonistas; en Chilean Electric, el progreso avanza en dirección inversa a las vidas y cuerpos desechados por la historia de Chile. En su vertiginosidad, la modernidad deja residuos: materiales entramados y humanizados en la lectura de Fernández.


Trilogía de la memoria y la dictadura
Las narrativas de mujeres, sostiene Patricia Espinosa, publicadas a comienzos del siglo XXI, “se constituyen como un lugar de memoria: del dolor, del trauma, de la sobrevivencia” (2016: 170). En ese grupo se enmarcan las novelas que entre 2012 y 2017 publica Nona Fernández, agrupadas en su trilogía en torno a la memoria y a la dictadura militar de Pinochet. La primera es Fuenzalida (2012), la cual se articula en torno a la enunciación de una imagen: “Lo primero es una fotografía. Una polaroid vieja que se escapó de una de las bolsas de basura amontonadas en la mitad de la cuadra” (17). Se trata de un “papel desteñido” (17), la “imagen velada de algo que ocurrió en otro momento, lejos de esta calle vacía, el destilado de una escena imposible de resucitar” (17). Una imagen pequeña, en la que aparece un “hombre vestido de kimono negro” (18). Fernández recurre a un gesto ecfrástico que da cuenta de la descripción de la materia visual, en este caso, el sujeto. Para Wolfgang Bongers, empezar la novela con una alusión a la fotografía “indica un primer grado de reflexibilidad sobre las funciones y pugnas entre los medios de comunicación y tecnologías del registro” (2018: 115), tal como se deja leer Space Invaders (2013). La imagen y la basura, recuerdo desechado como fuerza centrífuga que se articula y dispersa en la novela. Todo en torno a una imagen encontrada en la basura, a partir de lo cual se desencadena un relato íntimo y familiar. Desde ahí se escenifica acciones y se vuelve sobre las imágenes estableciendo una retórica del espectáculo y la imagen imbricada como relato político sobre la memoria.

Para Patricia Espinosa, ambas novelas “establecen un contrapunto entre el pasado y el presente”, donde el “mal es representado por la dictadura y sus agentes” (2016b: 176). Por su parte, Lorena Amaro sitúa a Fuenzalida (2012) dentro de una narrativa, chilena y argentina, que ha hecho de “los recuerdos de infancia un auténtico locus de la memoria” (2014b: 110). La narradora principal, que encuentra la fotografía antes señalada, se presenta como guionista de teleseries, de “culebrones”: “En un culebrón yo hago y deshago, me sumerjo, nado y llego a puerto. Siempre llego a puerto. Me salvo” (Fernández, 2012: 21). De algún modo, la novela, su vida, no la controla. Al botar las fotografías, como primer gesto íntimo de olvido, pregunta a su madre por fotos de Fuenzalida. Ella calla. “Mi madre abre una caja de zapatos verde y de ella saca un grupo de fotografías mutiladas. En todas aparezco en distintas edades acompañada de hoyos negros tijereteados. Espacios en blanco, interrogantes. Muchos Fuenzalidas cercenados, decapitados, eliminados” (2012: 35). Son fragmentos, una historia trunca que la narradora busca rearticular.

En tanto, Space Invaders muestra al comienzo al “portero del liceo [barriendo] la mugre del frontis mientras mira al padre de la niña” (Fernández, 2013: 13). Posiblemente es el único gesto explícito de escritura que remite a la residualidad como sobra material. La novela, por cierto, urde su estructura ficcional como un oscilante ir y venir entre lo histórico, erigido desde la memoria colectiva y la infancia; y la visualidad junto a sus dispositivos. La imagen precaria de la pantalla que emite las imágenes de las figuras marcianas del space invaders después muta en su contenido: “En la misma pantalla televisiva en la que antes se jugaba al Space Invaders ahora aparecen los carabineros responsables de las muertes” (68). Macarena Urzúa articula una lectura para la novela en torno al juego y la memoria: “Una memoria que siempre puede volver a interpretarse y narrarse; un recuerdo del juego se transforma en narración del pasado reciente de la historia de Chile” (2012: 313). El juego es relato lúdico, es representación y memoria. La imagenpantalla, en tanto, es leída por Luis Valenzuela y Violeta Pizarro como una “imagen política, que evidencia las tensiones que su contenido dispone, vale decir, las tensiones entre letra e imagen, o literatura e imagen” (2016: 158).

La mugre que barre el portero, residual en el espacio ocupado, no resulta del todo insignificante. El frontis que barre es el lugar en donde serán secuestrados, el 28 y 29 de marzo, los profesores José Parada, Manuel Guerrero y Santiago Nattino, para luego ser torturados, asesinados, degollados y tirados en un fundo en Quilicura, camino al aeropuerto. La novela, en parte, barre el polvo de la historia; Fernández se hace cargo de sus residuos, pero entiende que todo vuelve al cauce cotidiano de la rutina y la historia. Por un lado, el imaginario social y de los medios cumple su rol: “La pantalla del televisor anuncia la programación de un nuevo día. Parte con el Himno Nacional e imágenes de todo el país de Arica a Punta Arenas” (Fernández, 2013: 75). Y los protagonistas cumplen con el rito disciplinario: “NOS HEMOS ORDENADO uno delante del otro en una larga fila en medio de la calle” (77; mayúsculas del original), tanto al inicio como al cierre de la novela. Por otro lado, el crimen de Parada, Guerrero y Nattino vuelve en La dimensión desconocida (2017) —la tercera novela del trío—: “degollados en un sitio eriazo camino al aeropuerto Pudahuel”. “Eran tiempos de cuerpos heridos, quemados, baleados y degollados también” (2017, 189). Luego, la narración salta al presente del memorial inaugurado en memoria de los tres asesinados políticos (197).

El gesto de “enfocar con la letra” de Chilean Electric deriva en el de “imaginar” en La dimensión desconocida. “Imagino y hago testimoniar a los árboles” (Fernández, 2016: 11), versa en las líneas que siguen al epígrafe. La imagen y los recuerdos van de la mano: “Imagino por un momento, quizá sólo por un breve momento, el hombre que torturaba se ve ahí, estampado en una de esas fotografías que aún lo observan desde la mesa” (115). El imaginar, como acción que merodea la imagen de un espacio no conocido, erigido desde los títulos de cada capítulo: Zona de ingreso, Zona de Contacto, Zona de Fantasmas y Zona de Escape. Tal como Space Invaders remite a la cultura del videojuego ochentero, La dimensión desconocida hace lo propio con la serie de televisión The Twilight Zone. En parte, Fernández hace el gesto de banalizar el referente para hacer comprender el residuo histórico latente en forma de imágenes mediadas por la cultura de masas. Surgen nombres que aparecen en el testimonio del “hombre que torturaba”, en sí, “rostros que fueron tragados por una dimensión desconocida” (Fernández, 2013: 47). Cuerpos, cadáveres, como reconoce “el hombre que torturaba”, que “fueron exhibidos a las cámaras y los reflectores de la prensa como verdaderos trofeos” (139): “Cadáveres en el Cajón del Maipo sin falanges, / sin huellas digitales” (213); “Muere quemado por una patrulla de militares / el joven fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri” (217). Los cuerpos tirados emergen una y otra vez. El hombre que torturaba deja “tendido el cadáver de Lucía”, su “cuerpo acribillado”, desnudo, como fue fotografiado y como apareció en la portada de los diarios (142).

Como se señaló, la memoria es un eje crítico insoslayable en el trabajo de Fernández. Esa memoria monumental a ratos es desarmada. La protagonista busca y encuentra el sitio de Memoria, ex Nido 20, Casa Museo de los Derechos Humanos Alberto Bachelet Martínez. Al llegar, le sorprende la fachada de la casa: “Algo desastrada, llena de escombros y cachureos en su antejardín” (2016: 100). Por ahí también había pasado el “hombre que torturaba” (103).

Un espacio y zona desconocida es un umbral y un espacio. Un cruce constante y ominoso: “Abramos esta puerta. Tras ella encontramos una dimensión distinta. Están ustedes entrando a un mundo desconocido de sueños e ideas. Están entrando en la dimensión desconocida” (2016: 99). Una “dimensión distinta”, un “mundo escondido”, un “territorio vasto y oscuro, que parece lejano, pero que se encuentra tan cerca como la imagen que nos devuelve a diario el espejo” (136). Lo fantasmal también tiene un dejo residual del tiempo de infancia: “Imagino al hombre que torturaba así, como uno de los personajes de aquellos libros que leí de niña. Un hombre acosado por fantasmas, por el olor a muertos. Huyendo del jinete que quiere descabezarlo o el cuervo que lleva instalado en el hombro susurrándole a diario: Nevermore” (162). La referencia a Poe, enfatiza el suspenso que otorga la referencia televisiva de da el título de la novela.

Una última escena, de “doméstica realidad” (Fernández, 2016: 228), pero coherente con la que inicia Space Invaders, muestra a M y a la narradora fregando “la mugre de la loza” (228). Hablan del monstruo y del libro Frankenstein: “Es un monstruo, me dice. Sólo él conoce el horror de lo que hizo, por eso decide desaparecer” (228). Junto a M sigue enjuagando tenedores y cucharas, mientras cavila que “el monstruo es el monstruo. Pero una salvedad: él no eligió ser lo que es”, “A punta de cadáveres el doctor Frankenstein le cosió un cuerpo y construyó un ser vivo incómodo con su propio olor a muerto” (228). Eso explica las acciones, dice M, pero en “esa lógica todos los monstruos se justificarían con su propia historia” (228).

La memoria es erigida en estas tres novelas de Nona Fernández que se hacen cargo del eco residual de la historia. Ellas pueden leerse a partir de Williams, cuyo tratamiento se lleva a cabo desde diversas formas de residuo; en tanto basura, escombros, cuerpos/cadáveres, imágenes y sus dispositivos, y fantasmas. De este modo se vinculan y tensiona ciertas zonas de la memoria y de la violencia.


Conclusiones residuales
Nona Fernández elabora una propuesta de lo residual como un puente que va desde el pasado al presente. Lo hace urdiendo los ecos de la ciudad letrada, como reescritura de la historia y de la ciudad en Mapocho, hasta la iluminación de la letra en la temible oscuridad en Chilean Electric. Se observa la residualidad material en forma de repuestos y restos de automóviles en Av. 10 julio Huamachuco; en latas, mugre y basura en Mapocho; la tierra barrida en Space Invaders; y los escombros frente a la ruina monumental en La dimensión desconocida. Por otra parte, la residualidad corporal, siempre con su estela biopolítica, aparece en forma de cadáveres tirados y desechados en Mapocho, La dimensión desconocida y Chilean Electric. Por último, encontramos la imagen latente de las fotografías del padre encontradas en la basura o tijereteadas en Fuenzalida; la figura de la virgen y el mapa como imagen en Mapocho; la imagen en tanto imaginación, transversal en la operación narrativa desplegada por Fernández; en la imagen lúdico-televisiva de Space Invaders.

Para Mitchell, la escritura, en su “forma física y gráfica, constituye una sutura inseparable de lo visual y de lo verbal, la ‘imagentexto’ encarnada” (2009: 89). La narrativa de Fernández asume esa opción como forma de cuestionamiento del régimen literario, al proponer cruces de géneros o hibridez genérica y elaborando, desde ahí, una literatura de tensiones entre el pasado y el presente. Imbrica materiales, el texto y la imagen, donde lo residual da la forma informe, paradoja mediante, cuestionar las formas y así repiensa categorías como las de la historia y la memoria, la ruina y el desecho.

Lo residual es la materialidad obviada por la ciudad letrada, por la escritura jerárquica de su espacialidad. Esa escritura desconfigura y desordena el proyecto ordenado del poder, desde su materialidad diversa y confrontacional. Lo residual está excluido de la memoria y de la comunidad, y desde ese lugar de ruina, resto y desecho, cuestiona, crítica, desborda las significaciones de la historia y la cultura.

 

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(1) Este artículo forma parte del Fondo Jorge Millas de investigación de la Universidad Andrés Bello: “Retóricas residuales. Archivo y residuo en novelas chilenas, peruanas y colombianas”.



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FORMAS RESIDUALES EN LA NARRATIVA DE NONA FERNÁNDEZ
Por Luis Valenzuela Prado
Publicado en Mitologías hoy | vol.º 17 | junio 2018 | 181-197