Existe una calle que quizá no es una calle sino varias. Un conjunto de vías que tal vez son sólo una parte, un tramo, el desarrollo o incluso el clímax (nunca el final, probablemente no lo tenga o sea un nuevo principio) de una avenida larga que se extiende o más bien se refleja en el mapa de muchas ciudades latinoamericanas. En Buenos Aires se llama Warnes. En Lima, San Jacinto. En el D. F., la Buenos Aires. En Santiago de Chile es Avenida 10 de Julio, la calle de los repuestos. Si alguien ha quebrado uno de sus espejos, si le han robado las tapas de las ruedas, los limpiaparabrisas, los parlantes de la radio, si ha roto un foco, si ha hecho mierda el tapabarro, en cualquier casa de Avenida 10 de Julio encontrará el accesorio que necesita. El Palacio de la Bujía, El Reino del Tapabarro, El Castillo del Espejo. Trece cuadras y media destinadas a entregar un repuesto tan bueno como la pieza que ya no está.
Nona Fernández
Hace más de quince años entré en la escritura de esta calle movilizada por la inquietud de una perdida. Algo había extraviado, aunque no sabía bien qué. Una pieza original que ya no existía y que en su lugar había dejado la incomodidad de un espacio vacío. La certeza de esa falta se expresaba como un llamado que sólo podía responder escribiendo. Comenzaban los dos mil, la democracia chilena llevaba más de diez años inoculando la postal del país ganador. Supongo que por eso avanzábamos apuradas y apurados, con la necesidad de ganarle a alguien, apretando el acelerador a fondo sin saber hacia dónde nos dirigíamos. Tampoco con quién competíamos. Una rutina veloz y agotadora de trabajo y deuda, de deuda y trabajo, para alcanzar el estatus de la postal del país de la televisión. Y en
medio de ese trayecto cayó en mí, como un explosivo, la evidencia de la pérdida. Definitivamente algo ya no estaba, algo se había echado a perder y, como quien lleva un auto al taller mecánico, ingresé en la escritura intentando encontrar el problema.
Fueron meses de pasear por las veredas de Avenida 10 de Julio sin saber qué buscaba. Seducida por una escenografía de tuercas y repuestos que, intuía, guardaba algo para mí. Con esa sospecha observaba vitrinas, letreros, cerros de neumáticos; escuchaba a los vendedores convocar con sus ofertas, entraba a los cafés con piernas, a las fuentes de soda. Caminaba empujando el coche de mi hijo, que entonces apenas hablaba y no tenía cómo quejarse de esos paseos entre bujías y chatarra. Él se dormía y despertaba, y se volvía a dormir y se volvía a despertar, mientras yo intentaba dar con la puerta de ingreso a la escritura.
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El 10 de julio de 1883 los ejércitos peruanos y chilenos se enfrentaron en Huamachuco en lo que marcó, según varios historiadores, un hito importante en el desenlace de la guerra del Pacífico. En esa batalla, que perjudicó radicalmente al ejército peruano, hubo cerca de mil bajas y en la trastienda histórica la evidencia de abusos y robos, además de una pérdida territorial significativa para el Perú que generó un rencor fronterizo que permanece vivo hasta hoy. La ciudad de Santiago recogió este hito y bautizó a una de sus calles con esta fecha bélica. Una dimensión de Avenida 10 de Julio es entonces la del campo de batalla. El metal de la artillería de ayer se emparenta con el de la industria automotriz de hoy, y esas mil bajas que cayeron en el desierto reaparecen con la forma de autos desmantelados, cadáveres desguazados ofrecidos como repuestos. Muchos de ellos son rescatados de algún choque y reciclados para
su venta. Muchos son robados. Es posible que tras el robo de nuestro espejo retrovisor lleguemos a Avenida 10 de Julio a comprar el mismo espejo que nos robaron. Es posible también que nos subamos a un auto ajeno y encontremos ahí un pedazo nuestro que alguien nos hurtó. El azar y el delito trazan pacto para replantear nuestras estructuras móviles, para proponer e intervenir los artefactos en los que nos desplazamos y, por ende, para ofrecer una nueva manera de transitar el mundo. Una que implica cargar con piezas ajenas. Con repuestos que hablan de nuestra propia carencia, de lo perdido en las batallas del pasado, de las bajas que dejamos en el desierto, de lo que ya no está y de cómo intentamos suplirlo.
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El 10 de julio de 1985 fue la toma del Liceo A-12 en la ciudad de Santiago. La prensa tituló el hecho como "la vandálica acción de un grupo de exaltados" que concluyó con más de trescientos escolares detenidos por las fuerzas especiales de Carabineros. Era la primera vez que los medios se referían a las movilizaciones de los estudiantes secundarios, una generación adolescente que se abría camino, en plena dictadura cívico-militar, organizando centros de alumnos, federaciones, asambleas, marchas, actos. La historia de la toma del Liceo A-12, contenida en otro 10 de julio, no sería jamás parte de un libro de historia como la batalla de Huamachuco, pero en su centro también circulan uniformes, bajas, balas y enfrentamientos, en una gesta distinta, urbana y menor, sin afanes patrióticos, pero una gesta, al fin y al cabo. La gesta de las niñas y los niños.
En esos paseos por Avenida 10 de Julio recordé a ese ejército de escolares marchando en la calle el año 1985. Recordé las pancartas, los gritos, las consignas. Recordé la insolencia y la ingenuidad con la que nos movilizábamos, entusiasmadas y
entusiasmados por la energía colectiva, por la posibilidad del cambio. Y en esas reflexiones por la calle de los repuestos me pregunté dónde había ido dar toda esa seductora imprudencia. De un momento a otro, una vez llegada la democracia, esos adolescentes, que pensaban cambiar el escenario dinamitándolo si era necesario, desaparecieron. Ahora no eran más que un recuerdo de la infancia. Una baja en el desierto. Una pieza perdida y, al parecer, imposible de remplazar.
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El 10 de julio de 1988 murió el poeta Enrique Lihn. Su poemario La pieza oscura apareció en este recorrido y me acompañó como una banda sonora. "¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, / más rápido que el pensamiento de las personas mayores." Me encontré en la melancolía y la rabia de Lihn, en su ingenio desmedido, en su honesta incomodidad. E intentando enredar los hilos de poesía, azar y sentido que se acumulaban en el escenario de esa calle de artillería metálica, repuestos y ejércitos acribillados, un día, pegado en la vitrina de un almacén, vi el anuncio de un grupo de niñas y niños desaparecidos. "¿Qué será de los niños que fuimos? [...] ¿O nos perdimos, realmente, en el bosque?" El afiche mostraba las fotografías de sus rostros junto a un listado de datos a los que acudir en caso de dar con uno de ellos. Era el llamado desesperado de sus familiares ante el vacío, ante la pérdida. Niñas y niños que ya no estaban, que vivían única y exclusivamente en el recuerdo y en esas fotografías expuestas en una vitrina de Avenida 10 de Julio, como un repuesto más.
¿Dónde están los niños? ¿Habrá forma de recuperarlos?
Inauguré una libreta con estas dos preguntas. Y así partió la escritura.
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Avenida 10 de Julio es el lugar de las segundas vidas. De las nuevas oportunidades, de las otras combinaciones posibles. Si se perdió una pieza, si algo está a punto de darse de baja por esa falta, puede encontrar aquí el accesorio exacto que arregle el problema. Hoy retomamos este libro quince años después de haber cerrado su escritura. Era el año 2006 y la Revolución Pingüina se gestaba en las salas de clase de los colegios mientras yo, ignorante de esa nueva gesta infantil que aún no explotaba mediáticamente, buscaba una editorial que quisiera publicar esta historia de niños perdidos. Pensaba que esa antigua imprudencia, que tanto echaba en falta, había quedado sepultada en los pactos democráticos. Que ya no habría posibilidad de romper la rutina neoliberal con un reclamo insolente. Pensaba que no había segundas oportunidades, que la pieza original era irremplazable, que el protagonismo de la Historia era sólo propiedad de mi cansada, anestesiada y desmemoriada generación, y que, por lo tanto, no habría repuesto ni combinación posible que nos sirviera para replantear el rumbo.
Pero me equivoqué.
En abril de 2006, en la ciudad de Lota, los estudiantes del Liceo A-45 tomaron su establecimiento en protesta por las malas condiciones de infraestructura. El colegio se había hecho famoso por los videos que mostraban el agua corriendo por sus pasillos durante las primeras lluvias del año, lo que ejemplificaba la precaria e insostenible situación de la educación pública. Un mes después fue la toma del Instituto Nacional en la ciudad de Santiago, hito que marcó el inicio de masivas movilizaciones de estudiantes que paralizaron a más de cuatrocientos colegios en el país. La irrupción de las protestas estudiantiles marcó un
cambio importante en una sociedad adormecida por las lógicas consensuales de la transición, que no cuestionaba, o no se atrevía a cuestionar el funcionamiento del modelo neoliberal que precarizaba sus vidas. Después de mucho tiempo estábamos otra vez en la calle y habían sido las y los niños quienes nos empujaban a esas primeras descargas de insolencia. Descargas que fueron, sin duda, el primer antecedente de la revuelta social que explotó en octubre de 2019, cuando las y los estudiantes secundarios —otra vez la lucidez de la juventud— saltaron los torniquetes del Metro para abrir con ese gesto la antigua grieta. Décadas de malestar subterráneo emergieron con fuerza. La revuelta de octubre cambió el escenario, los límites se corrieron, el punto de vista se amplió y, con la caída de cada estatua de los supuestos próceres, evidenciamos el colapso de un orden que se vino abajo. Gracias a ese gesto insolente que detonó todo, después de treinta años de supuesta democracia comenzamos a dejar atrás la constitución de Pinochet para idear juntas y juntos la escritura de una nueva, en un proceso histórico de una intensidad que aún no dimensionamos.
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En medio de este escenario pandémico reciclo estas letras de Avenida 10 de Julio para volver a lanzarlas a la calle. Encerrada como Juan y Greta, los protagonistas de esta historia, escribo a ciegas, en una verdadera pieza oscura, tanteando un punto donde afirmarme, en medio de un tiempo hecho pedazos. El pasado se desborda, el futuro se mantiene en pausa y el presente se desbarata a diario. Revuelta social y pandemia enredadas para suspender cualquier interpretación de la realidad. Todo razonamiento es frágil y se pone en crisis en cuanto se asoma. Imposible aferrarse a una certeza porque no sólo es improbable encontrarla, sino que parece no servir. Nada es claro y ése está siendo el desafío a la hora de pensarnos. Andar a tientas. Y así, a oscuras y en cautiverio, como los niños perdidos de esta historia, esperamos encerrados que el escenario general se componga mientras buscamos esa pieza en falta que nos obligó a la pausa y al arreglo.
Pero Avenida 10 de Julio es el lugar de las segundas vidas. De las nuevas oportunidades, de las otras combinaciones posibles, ya lo dije. En un mundo neoliberal y mercantilista organizado por límites, fronteras, muros, razas, clases, idiomas, patrias, géneros, nombres, firmas, autorías, vitrinas, marcas, un intercambio delictual como el que se ofrece en Avenida 10 de Julio con su contrabando y reciclaje puede transformarse en un camino posible para desbaratarlo todo y proponer una lógica distinta. Una que sea un verdadero asalto a las formas de producción pauteadas por el mercado, una que rompa la monotonía, que quiebre vitrinas, active alarmas, alerte a la fuerza policial y huya con todo para reciclarlo. Una que devuelva lo hurtado a la comunidad. Una que recupere, que restituya, que pague la deuda enorme que tenemos con nosotros y nosotras mismas. Esa deuda alimentada por el culto al capital, a la propiedad y al personalismo egótico en el que nos enseñaron a movernos y a escribir. Deuda que nos ha dejado un hueco, la nostalgia de quienes somos, de aquellos que fuimos antes de entrar en la brutal competencia y transformarnos en mercancía. Añoranza de esa pieza original en falta que dejó el vacío con el que intentamos cargar.
Quizá el intercambio delictual que se ejerce en Avenida 10 de Julio nos permita hallarnos en las y los otros, respirar, sudar y escribir juntos, volver a reconocernos en esa calle comunitaria y abierta donde finalmente nada tiene dueño y donde todo está ofrendado para la mezcla y el enredo. Esa calle plural que nos pertenece, pero que también le pertenece al resto. Ésa de la que somos dueñas y huéspedes, protagonistas y secundarios. En la
que ejercemos de eslabón, de pieza suelta que encuentra en el todo su lugar. Esa calle ancha que se abre como el territorio fundamental de nuestra vida comunitaria. Ésa que quizá no es una sino varias. Un conjunto de vías que tal vez son sólo una parte, un tramo, el desarrollo o incluso el clímax (nunca el final, probablemente no lo tenga o sea un Nuevo principio) de una avenida larga que se extiende o más bien se refleja en el mapa de muchas ciudades latinoamericanas.
NONA FERNÁNDEZ SILANES
Santiago de Chile, mayo de 2021
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com ENTRE EL AZAR Y EL DELITO
Por Nona Fernández
En "Avda. Diez de Julio". Fondo de Cultura Económica, 2023.