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¿Qué será de los niños que fuimos?
Las voces incómodas de Av. 10 de julio Huamachuco de Nona Fernández

Por Pablo Decock[1]

Publicado en Revista Nuestra América, N°10, enero-julio 2016



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RESUMEN

Este trabajo se centra en la novela Av. 10 de julio Huamachuco (2007) de la escritora chilena Nona Fernández (1971) que ofrece una aguda mirada sobre el Santiago post-dictatorial y que plasma la necesidad de testimoniar una realidad silenciada. Chile es presentado a menudo como el milagro económico en el discurso neoliberal de los medios de comunicación internacionales. Lo que falta, sin embargo, en esta visión unidimensional de la realidad es el aspecto humano (afectos, ideales, utopías) que no se mide necesariamente en términos cuantitativos. Las huellas de la corrosiva violencia dejadas por la dictadura militar aparecen y reaparecen en la sociedad contemporánea representada por Fernández. La estrategia narrativa de Av. 10 de julio Huamachuco consiste en desestabilizar los discursos dominantes de la historia oficial y en establecer un diálogo con el pasado traumático.

Palabras clave Memoria; generación post-dictatorial; metrópolis; prácticas de resistencia; Nona Fernández.


ABSTRACT

This article focuses on the novel Av. 10 de Julio Huamachuco (2007) by the Chilean author Nona Fernández (1971) who offers a post-dictatorial Santiago and reflects the need to give testimony about a silenced reality insightful take. Chile is often presented as the economic miracle in the neoliberal discourse of the international media. What is missing, however, in this one-dimensional view of reality is the human aspect (feelings, ideals, utopias) that cannot be measured necessarily in terms of figures. The traces of the corrosive violence produced by the military dictatorship appear and reappear in the contemporary society represented by Fernández. The narrative strategy of Av. 10 de julio Huamachuco consists in undermining the dominant discourses of official history and establishing a dialogue with a traumatic past.

Key words Memory; post-dictatorship generation; metropolis; practices of resistance; Nona Fernández.

 

Una polilla se daba porrazos contra la ampolleta del farol que me iluminaba. […]
Su cuerpo se deshizo en un montón de cenizas. (44)

Mi trabajo se centra en la novela Av. 10 de julio Huamachuco (2007), la segunda novela de la escritora y guionista chilena Nona Fernández (1971) en la que nos ofrece una aguda mirada sobre el Santiago post-dictatorial y que no deja de insistir en la necesidad de testimoniar una historia silenciada. Chile ha sido presentado en las últimas décadas (1990-2010) como el milagro (‘tigre’) económico en el discurso neoliberal y tecnocratizado de los medios de comunicación nacionales e internacionales. Lo que falta, sin embargo, en esta visión unidimensional de la realidad es el aspecto humano (sentimientos, ideales, recuerdos) que no se mide necesariamente en términos cuantitativos de rendimiento. Tampoco quedan fisuras ni se deja espacio para expresar el pasado doloroso en el discurso oficial que en el Chile de la post-dictadura abogó por el consenso y la reconciliación sin extremar los recursos de la Justicia – “Justicia en la medida de lo posible”, según la célebre promesa del presidente Patricio Aylwin (Richard 2010: 32) o, como nos lo recuerda Tomás Moulián en su influyente libro Chile. Anatomía de un Mito, “el consenso es la etapa superior del olvido” (1997: 37).

Las marcas de la corrosiva violencia dejadas en este período y las voces incómodas de la queja aparecen y reaparecen en la sociedad (o capital) contemporánea representada por Fernández. Cabe presentar aquí un concepto particularmente sugerente, el de “topografía” de Jens Andermann que él define como “mapas, ya no de espacios sino de imaginaciones y memorias de espacios, convencionalizadas en tropos, en figuras e imágenes retóricas” (2000: 18) y que se distingue del de topografía: “Una topografía es un mapa del territorio nacional; una topografía, del espíritu de la nacionalidad” (Andermann 2000: 18).

A partir de este concepto quisiera reflexionar sobre las preguntas siguientes: ¿Cómo se desdibujan en la novela de Fernández los mapas de imaginaciones y de memorias de espacios? ¿Bajo qué formas y modalidades se establece la relación con el pasado nacional? Mi análisis mostrará que la estrategia narrativa de Av. 10 de julio Huamachuco consiste en fracturar la doxa oficial del discurso nacional después de la dictadura y en intentar —desesperadamente— recomponer los fragmentos de una memoria perdida. En la primera parte voy a centrarme en las características de la representación post-apocalíptica de Santiago. Luego, en la segunda parte voy a reanudar con la dimensión política o politizada —en tanto potencial crítico— de la capital para situar los actos de resistencia diversos y significativos de los protagonistas de esta novela. Finalmente, en la última parte formularé algunas conclusiones relacionando los recuerdos fragmentarios presentes en la cartografía terrorífica del texto.

I. Las huellas de una sociedad post-apocalíptica

La novela combina básicamente dos historias paralelas que se sitúan en el Santiago del presente. La primera es de Juan, un joven periodista que repentinamente decide desconectarse de la vida cronometrada que lleva. Se encierra en su casa, en una especie de autoexilio, fumando marihuana y escribiendo cartas a Greta, su amor de juventud con quien en el 85 organizó una toma del liceo. La casa de Juan se encuentra en un barrio fantasma, dado que un promotor inmobiliario (con el transparente nombre Lobos) compró todas las casas para construir en esa misma zona un centro comercial. Juan es el único que se niega rotundamente a vender.

La segunda historia es la de Greta a la que lleva casi 20 años sin ver. Ella recuerda el accidente en el que perdió a su hija cuando iba al colegio en el furgón escolar. Abandona a su casa y a su marido para rearmar el furgón con repuestos automotrices (hasta un manubrio que dice ‘I love Chile’) que encuentra en las tiendas de la Av. 10 de julio Huamachuco de Santiago. Un día, Juan sube al techo de su antiguo liceo y desaparece (105). A estas alturas, el hilo narrativo ya de por sí fragmentario de la novela por las historias entrecruzadas, los sueños de los protagonistas, los recortes de diario y las noticias de las crónicas rojas, se vuelve aún más discontinuo y empiezan a mezclarse los datos realistas del inicio con elementos fantasmáticos. Carmen Elgueta, una mujer que vende seguros y que está obsesionada con el caso de ambos protagonistas desamparados hace lo necesario para que Greta pueda instalarse en la casa de Juan donde se topa con todos los recuerdos de su juventud. Es ahí donde Greta logra entrar en contacto con él por Internet y se desarrolla una comunicación electrónica entre los dos. Juan trata de explicarle que se encuentra en un pozo ciego donde escucha gritos y lamentos de niños. Greta decide salvarlo, conduce su furgón al pozo de edificación que dejó el antiguo liceo del barrio y reencuentra en ese espacio subterráneo a Juan, a su hija y a sus compañeros (desaparecidos) de la toma del liceo. Sin embargo, en las últimas escenas ambiguas de la novela vemos a Greta asistiendo en una silla de ruedas a la inauguración del centro comercial.

La representación de Santiago a lo largo de toda la novela corresponde a un marco desolador de vidas frustradas y dominadas por una rutina mortal, barrios en demolición, manipulación del consumidor por ofertas publicitarias incesantes, niñas degolladas, escenas de pedofilia, etc. Reina también en este infierno una especie de control generalizado (Orwelliano, podríamos decir). Así aprendemos en una de las frecuentes visitas de Carmen Elgueta a la casa de Juan que esa mujer sabe más de la vida de los protagonistas que ellos mismos:

—Tenemos las fichas de todos. Carmen me explicó que a través de las cuentas bancarias, de las tarjetas de crédito, de los expedientes policiales, médicos, y algunas otras fuentes no confesables, elaboran la ficha de cada individuo. A veces la información demora en ordenarse, como pasó conmigo, pero finalmente todo se ajusta. (35)

Este y otros fragmentos parecidos no denotan solamente los efectos (periféricos) del neoliberalismo. La palabra ‘ficha’ (o ‘fichar’) vuelve a menudo en el texto, en particular cuando se trata de la detención de los jóvenes rebeldes (entre ellos Juan y Greta) por los milicos tras la toma del liceo: “Las micros se detuvieron en la comisaría. Ahí nos bajaron a todos y nos ficharon. Dimos nuestros nombres, cédulas de identidad, direcciones, teléfonos y huellas digitales. Luego nos separaron, nos vendaron los ojos y entramos en una oscuridad total de la que me costó años salir” (126). Hay una analogía evidente entre ambas citas en cuanto al sistema de fichar a la gente, sistema que funciona en el texto como metáfora del totalitarismo (estatal o neoliberal).

La experiencia traumática en la comisaría (el breve encarcelamiento, la violencia excesiva, la tortura y sobre todo la desaparición posterior de dos compañeros en 1985) es esencial para entender las vidas destruidas de Juan y Greta y su sobrevivencia melancólica. Sólo cuando dejan de tomar los calmantes y escapan de la rutina diaria para hacer tiempo (algo que no se acepta en esa sociedad frenética), aparecen los recuerdos dolorosos y fragmentados de aquella época:

La Chica nunca más volvió con nosotros. El Negro tampoco. Si la Chica no estuvo ahí de dónde saqué todo esto. Si el Negro nunca entró por qué yo [Greta] recuerdo su voz gritando por los pasillos. Es cierto que ha pasado tanto tiempo que las imágenes se confunden, pero aunque me haya desentendido de esto, yo recuerdo, yo sé. En esta casa el tiempo gira, las deudas penan. Los recuerdos rebotan en los muros, vuelven a entrar en uno con nuevas formas. No hay posibilidad de dejar atrás lo que nos incomoda, todo regresa entre estas cuatro paredes. (171-172)

Volveré sobre estos recuerdos incómodos —para el discurso oficial— en la segunda parte de mi trabajo. Pero lo que queda claro a partir de las marcas inscritas en la ciudad de Santiago y en la representación de los cuerpos (enfermos, en decadencia, accidentados, mutilados, torturados y, finalmente, muertos) es que Av. 10 de julio se puede considerar como una novela post-apocalíptica que “opera en una zona fronteriza abierta por el trauma” (Fabry et ali 2010: 457). Al leer el texto, tenemos la sensación de presenciar un mundo después del final, un mundo post-apocalíptico donde se sobrevive melancólicamente porque el final ya está detrás. Así se pregunta Juan en el texto varias veces (21, 22, 27, etc.) lo que está haciendo en ese barrio de fantasmas, en su casa aislada y resulta llamativo que se autocalifique como “sobreviviente de la hecatombe”. Una pregunta que se relaciona al primer nivel más evidente con la demolición del barrio pero que también se explica a la luz de lo ocurrido en el 85 y que recuerda además la oximórica expresión de James Berger en su estudio After the end (1999): ¿Qué es lo que ocurre después del fin?

Al elaborar el mapa mental de una capital distópica con claras referencias a la dictadura militar, Nona Fernández hace una crítica evidente de la memoria oficial de su país porque sabemos que “hablar de ciudad significa hablar de política” (Reati 2010: 3).


II. Cómo fracturar los dispositivos del poder y del olvido post-dictatorial

En primer lugar, es preciso destacar el contraste entre la fuerte rebeldía utópica de los jóvenes ante la dictadura en la toma del liceo (1985) y los actos de resistencia de los mismos personajes ya adultos (15 o 20 años más tarde) recluidos en sus espacios privados, cada uno en su propia célula íntima. En las vidas de los protagonistas se ha impedido hasta ahora —con cualquier medio como muestra la cita siguiente (reflexión de Greta)— el acceso a los recuerdos vitales de lo que ocurrió exactamente en la comisaría:

Un recuerdo puede diluirse con el tiempo y dejar sólo la sensación, la idea, el concepto. Un recuerdo puede borrarse a punta de calmantes, ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, terapias, exceso de trabajo, mucha vida social y ocupaciones, pero hay cosas que se anclan a la memoria y que permanecen ahí esperando que uno tenga el valor suficiente para bucear en ellas. (169)

Fernández hace brotar paulatinamente pero con un afán testimonial esos recuerdos fragmentarios, esos fantasmas que en algún momento debían salir de la ‘pieza oscura’. Si bien los actos de resistencia parecen marginales, no son por ello menos significativos. Esos recuerdos no dejan asimilarse por la retórica tranquilizadora del consenso y del olvido durante la redemocratización. Poco después de dejar sus pastillas —“esas porquerías” (151)—, Juan decide en una de sus mañanas ajetreadas parar el coche en medio de la calle. Basta. Esa ruptura —desconectarse completamente de la vida rutinaria— será el catalizador para empezar a bucear en los recuerdos traumáticos:

Hicieron bien su pega, Greta. Nos desarmaron. Nos marearon con tanto olor a flor seca y cementerio. Nos dejaron funcionando a punta de antidepresivos, calmantes, ansiolíticos y pastillas para dormir, despertar y funcionar. Nos injertaron un reloj en la muñeca y nos dejaron corriendo apurados de un lado a otro sin tener tiempo para pensar. Entre tanta carrera estúpida olvidamos lo importante y sólo ahora, que me detuve, tú y el resto de las imágenes regresan a mí, me inspiran y me vuelven el alma al cuerpo otra vez. Es como si recién me hubiera sacado esa venda sucia que me pusieron en la comisaría sobre los ojos. Lástima que ya sea tan tarde. (127)

Hacer tiempo para cocinar su plato de garbanzos, revisar los recortes del diario, redactar cartas a su amor de juventud Greta (sin saber dónde está) y rearmar de esta manera el rompecabezas (una de las figuras más significativas del texto) con las piezas de su memoria por debajo de la topografía nacional. De manera parecida Greta siente esa necesidad de indagar en el pasado doble en su caso: por una parte, buscar de manera obsesiva las piezas para recomponer el furgón escolar donde perdió a su hija (otra metáfora). Por otra parte, rearmar el relato del liceo al instalarse en la casa de Juan cuando él ha desaparecido: “He caminado hasta el liceo una y otra vez, buscando en los alrededores alguna pista, pero no encuentro nada, las máquinas lo han borrado todo. En el lugar del viejo liceo ahora sólo hay un gran hoyo […]. Ahora esa tierra guarda un gran hueco. Un espacio enorme. Una tumba inmensa y vacía, sin información ni señas que hablen de Juan ni de nadie” (185).

A través del hoyo donde se construirá el centro comercial se refiere a la condición subterránea de la cultura chilena (lo no expresado bajo el discurso oficial y trivial). Y es precisamente en las últimas partes de la novela cuando Greta se comunica por e-mail con Juan y al fin se reencuentran en la vida subterránea en ese sueño compartido, que las escenas acerca de la cámara de tortura (pieza oscura) son más explícitas (180, etc.) y que se abre un espacio (subterráneo) para la voz (la queja, el dolor y el llanto) —como un coro de fantasmas— de las víctimas silenciadas y desaparecidas.


III. ¿Qué será de los niños que fuimos?

¿Se puede afirmar que la estética de Fernández es capaz de contrarrestar los efectos del olvido post-dictatorial o post-apocalíptico? Queda claro que a través de las grietas y de las fracturas omnipresentes en el texto, en la resistencia íntima y fantasmática de los protagonistas, la autora logra ir en contra de la memoria nacional más allá de la muerte. La cita siguiente que proviene de la parte ‘subterránea’ de la novela no puede ser más ilustrativa: “Los tenían a oscuras, encerrados y asustados, van a decir los libros de Historia de Chile, pero no lograron matarlos. Estamos más vivos que nunca, compañeros, y tenemos que demostrárselo a todos los que no lo crean” (219).

Al rescatar las voces silenciadas de los muertos y aquellos fantasmas que circulan en la vida bajo tierra de la novela, Fernández hace aparecer de alguna forma lo invisible y lo ausente. Esta obsesión de rescate de lo reprimido marca toda la textualidad de Av. 10 de julio: está en su estructura fragmentaria y laberíntica de relatos no unificados (con saltos temporales entre los acontecimientos del 85 y el presente), en los lenguajes y registros diversos (las crónicas rojas del periódico, el informe policial, etc.), en el conjunto heterogéneo de materiales menores (recortes de diario, fotos, cartas, mails, boletos de micro hasta una “bandera chilena rajada”), en las desesperadas tentativas de los protagonistas de comunicarse (entre ellos, con el pasado).

Queda claro que el dolor y la rabia que expresa la novela de Nona Fernández no dejan indiferente al lector que también se enfrenta forzosamente con el agujero negro de la memoria nacional, el agujero gigantesco donde parece haber desaparecido Juan, el agujero negro que también aparece como una imagen central en su última novela, Fuenzalida (2012), como lo ha demostrado claramente Andrea Jeftanovic (2012). Conviene volver, a estas alturas, a la noción de topografía porque lo que se propone el texto es resignificar precisamente esa memoria del espacio nacional, de un pasado consensuado, de una representación demasiado homogénea —artificial— de la historia y sus víctimas. Es también la función que desempeñan las voces incomodantes de la queja (Richard 2010: 19) al final del texto (sexta parte) —“Son gritos desencajados, como los de alguien que está sufriendo mucho” (181)—, voces de hombres y de niños, silenciadas y situadas fuera de los archivos oficiales cuyo carácter espectral destaca la idea de una ausencia que sigue estando presente.

Para concluir, cabe detenerse brevemente en el epígrafe inicial de la novela que viene de los últimos versos del primer poema “La pieza oscura” (1963) del poemario homónimo de Enrique Lihn: “Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas […]”. Además de los versos citados, me llamó mucho la atención una pregunta del mismo poema de Lihn: “¿Qué será de los niños que fuimos?” (1963: 17). Si bien la pregunta no figura textualmente en Av. 10 de julio Huamachuco, la trama de la novela reactualiza de manera sorprendente su significado. Veinte años después de la toma del liceo (1985) y su desenlace trágico (dos compañeros desaparecen tras ser torturados en la comisaría), los protagonistas de la novela, Juan y Greta, se escapan de sus vidas rutinarias y empiezan a buscarse —“No hay posibilidad de dejar atrás lo que nos incomoda [...]” (171)— para finalmente encontrarse y perderse nuevamente.

Esa imposibilidad del verdadero reencuentro, de rearmar todas las piezas del relato junto a las vidas arruinadas de ambos protagonistas (Greta termina afásica en una silla de ruedas y los restos del cadáver de Juan aparecen varios meses después de su muerte) podría llevarnos tal vez a una sensación de derrotismo. En el caso de la obra de Nona Fernández, sin embargo, creo que esta aparente derrota no debe considerarse como tal, sino más bien como un desafío para seguir narrando, inventando, rearmando.[2] Al incorporar este gesto anti-reconciliatorio en la cartografía del texto, la narrativa de la autora chilena se inscribe de forma insistente y original en las prácticas discursivas de la segunda generación que busca nuevos modos para revisar las versiones oficiales de la historia nacional y regresar a los recuerdos mediados de la pieza de la infancia.



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Notas

[1] Profesor de literatura y cultura españolas e hispanoamericanas en la Radboud Universiteit Nijmegen (Países Bajos) y coordinador de la carrera Lengua y culturas hispánicas. Ha editado, junto con Geneviève Fabry e Ilse Logie el volumen Imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana (2010, Peter Lang). Ha publicado diversos artículos sobre literatura hispanoamericana contemporánea y es también autor de una monografía sobre la obra de César Aira (en prensa, Peter Lang). Contacto: p.decock@let.ru.nl

[2] Me baso para esta idea en el epílogo del libro Prismas de la memoria de Michael Lazzara (2007: 240) que reflexiona sobre el potencial teórico y político de la imposibilidad del testimonio en una serie de formas narrativas ‘abiertas’ de la literatura chilena post-dictatorial.

 

 

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Bibliografía

- Andermann, Jens (2000): Mapas de poder. Una arqueología literaria del espacio argentino. Rosario: Beatriz Viterbo.
- Berger, James (1999): After the End. Representations of post-apocalypse. Minneapolis/London: University of Minnesota Press.
- Fabry, Geneviève/Logie, Ilse/Decock, Pablo (eds.) (2010): Imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana (Siglos XX-XXI), serie Hispanic Studies: Culture and Ideas (Vol. 32). Oxford, Bern: Peter Lang.
- Fernández, Nona (2007): Av. 10 de julio Huamachuco. Santiago: Uqbar Editores.
- Jeftanovic, Andrea (2012): “Novela Fuenzalida de Nona Fernández: conciencia dramática de los agujeros negros”. En: http://www.ojoliterario.cl/novela- -fuenzalida-de-nona-fernandez-conciencia-dramatica-de-los-agujeros-negros/ (05-11- 2013).
- Lazzara, Michael J. (2007): Prismas de la memoria: narración y trauma en la transición chilena. Santiago: Editorial Cuarto Propio.
- Lihn, Enrique (1963): La pieza oscura. Santiago: Editorial Universitaria.
- Moulián, Tomás (1997): Chile actual: anatomía de un mito. Santiago: LOM/ARCIS.
- Reati, Fernando (ed.) (2006): Postales del porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999). Buenos Aires: Biblos.
________ (ed.) (2010): “Política y ciudades imaginarias en la literatura argentina de las últimas tres décadas”. En: http://www.spaans.ugent.be/file/25 (Consultada en internet el 05-11-2013).
- Richard, Nelly (2010): Crítica de la memoria (1990-2010). Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales.
- Valenzuela, Alejandro (2011): “Av. 10 de julio Huamachuco: la trastienda insoportable”.
En:http://www.letraspuc.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=502:av-10-de-julio-huamachuco-la-trastienda- -insoportable&catid=80:dominios-perdidos&Itemid=525 (Consultada en internet el 05-11-2013).

 



 

 

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Las voces incómodas de Av. 10 de julio Huamachuco de Nona Fernández
Por Pablo Decock
Publicado en Revista Nuestra América, N°10, enero-julio 2016