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Nona Fernández | Autores |



 





“KIA BESTA PATENTE CL 346558”,
Por Nona Fernández

Fragmento de la novela «Av. 10 de Julio Huamachuco» 
(Uqbar, 2007)



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La mañana del diez de julio de 2004 Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada, cuarenta y seis años, separado, cuatro hijas, domiciliado en la comuna de Macul, encendió el motor de su furgón Kia Besta, patente CL 34658 y salió temprano, alrededor de las seis cuarenta y cinco, a realizar el primer recorrido del día de traslado de escolares. Con un título de laboratorista dental, quince años de carrera, cinco de cesantía en su rubro, y una separación desastrosa que lo obligó a mantener dos casas y cuatro hijas menores de dieciocho años, Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada decidió invertir sus únicos ahorros en un furgón que le permitiera ganarse la vida en algo. Primero barajó muchas posibilidades. Traslado de mercaderías, acarreo de pollos y gallinas, movilización de perros callejeros para la perrera municipal, pero finalmente en el colegio de una de sus hijas le dieron la idea de ocupar el furgón en el transporte de escolares. En una semana, Luis Eugenio Gutierrez Ahumada tenía licencia de conductor y un cartel de transporte escolar instalado en el techo de su furgón.

Al comienzo realizó dos recorridos. Uno, temprano en la mañana, trasladando niños desde su hogar al colegio, y luego el segundo, a eso de las cuatro de la tarde, recogiendo a los mismos menores en el establecimiento educacional y devolviéndolos a sus casas. Todo marchó bien durante el primer año, pero las exigencias monetarias de su familia, y en especial las de su ex mujer, crecieron vertiginosamente y de esta forma los recorridos de Gutiérrez Ahumada tuvieron que hacerse más largos y más rápidos de manera directamente proporcional al incremento de las necesidades de sus cinco mujeres. Mientras más niños entraran en el vehículo, más rentable era el recorrido. Y mientras más rentable era el recorrido, más a fondo Gutiérrez Ahumada debía apretar el pedal del acelerador.

A los dos recorridos originales, Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada agregó dos más. Uno realizado a media mañana trasladando menores a un colegio diferencial para niños con síndrome de down, y otro por la tarde, cerca de las seis, recogiendo a los mismos infantes.

La vida del conductor se volvió inquieta, por decir lo menos, y programada segundo a segundo. Desde las seis de la mañana y cuarenta y cinco minutos, momento en el que ponía en marcha el motor de su Kia Besta, todo lo que se venía por delante estaba cuidadosamente cronometrado. Como un recorrido trazado con piezas de dominó, Gutiérrez Ahumada apretaba por primera vez el acelerador y desde entonces una a una las piezas blancas iban cayendo y botando a las siguientes, sucediéndose unas a otras en un devenir de calles, luces verdes, atajos, discos pares y niños arriba y puertas que se abren, se cierran y toques de bocinas, saludos y despedidas sin fin. Terminaba el primer recorrido e inmediatamente comenzaba el otro y luego el otro y finalmente el otro. Cuando eran las siete de la tarde con treinta y seis minutos, Gutiérrez Ahumada entregaba al último niño y sólo entonces podía ir a su casa, estacionar su furgón y comer por primera vez algo después del rápido desayuno de la madrugada. Luego miraba un poco las noticias de la televisión y se dormía apurado para al otro día volver a despertar a las cinco y quince minutos, en medio de la noche, y volver a lo mismo, y lo mismo, y lo mismo.

De esta forma, la mañana del diez de julio de 2004, Gutiérrez Ahumada ejecutó su rutina de la misma manera que lo hacía todos los días. Se levantó, encendió la radio y escuchó un programa de medicina alternativa en el que enumeraban los efectos curativos de la baba de caracol. Mientras el doctor hablaba, Gutiérrez se fue al baño, meó dos veces seguidas, se duchó, se afeitó, se vistió con ropa gruesa porque a esa hora hace más frío que nunca, desayunó rápidamente una marraqueta recalentada del día de ayer, con huevo, jamón y café con leche, y luego cerró la puerta de la casa para subirse al transporte y partir con el recorrido. Todo iba muy normal. Todo era exacto al resto de los días salvo por un breve detalle: la llamada de Doris Andrea Prado Quintana, su ex mujer.

Estando Gutiérrez Ahumada a punto de encender el motor de su furgón, Doris Andrea lo llamó para recriminarle el atraso sufrido por el cheque que mes a mes Gutiérrez Ahumada le entregaba para el mantenimiento de sus hijas. Siendo diez de julio el cheque debía haber llegado hace diez días atrás. Que cómo es posible que te hayas atrasado, le dijo. Yo no puedo contestar esa pelotudez cuando tengo que pagar el arriendo o el colegio o las cuentas, ya me gustaría atrasarme a mí un solo día mientras te cuido a las cabras chicas, linda la huevá, es lo único que me faltaba escuchar. Y antes de poner fin a la conversación, Gutiérrez Ahumada cortó el teléfono celular y lo apagó para no ser interrumpido en medio de su trabajo.

En vez de salir a las seis cuarenta y cinco minutos de la mañana, debido a la desagradable llamada, Gutiérrez Ahumada dejó su casa con diez minutos de atraso. En vez de llegar a las siete a la casa de los hermanos Pinto Acevedo, llegó a las siete diez. A la Villa Olímpica llegó a las siete veinticinco, cuando Matilde Carreño López lo esperaba afuera jugando con sus vecinos los hermanos Torres Cepeda, que ya se habían despeinado. A las siete treinta y cinco, Gutiérrez Ahumada se estacionó frente a la casa de las mellizas Reveco Moscoso, donde su madre se encontraba muy molesta porque en su trabajo la esperaban y porque un atraso como éste le podía costar la pega.

A las siete cincuenta minutos Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada se detuvo en la puerta de mi casa. Yo lo esperaba afuera, con mi hija, lista para ir a tomar el colectivo apenas ella se subiera al transporte, porque tenía que estar en mi trabajo a las ocho en punto. Cuando la puerta del furgón se abrió, mi niña se subió de un salto. Se sentó junto a las mellizas Reveco Moscoso, que todavía lloraban, dejó su mochila en el suelo, y antes de que nos despidiéramos de un beso, yo misma interrumpí el rito y cerré la puerta izquierda de la camioneta para que se fueran luego y no se atrasaran ni me atrasaran más.

Para Gutiérrez Ahumada, en el transporte escolar todo funcionaba a destiempo. Exactamente a diez minutos de destiempo. Los niños lucían más chascones, más desordenados, un poco más sucios de lo habitual. La ruta tampoco era la misma diez minutos después. Los semáforos verdes de las siete cincuenta estaban en rojo a las ocho de la mañana. Los atajos ya no eran atajos y las calles sin congestión se encontraban completamente copadas. En pocos minutos el paisaje cambió por completo, como también lo hizo la suerte. Por lo menos la suerte de los niños.

La rutina es un círculo que gira y te protege, pero también te atrapa en una trampa de la que es imposible salir. Si ya no quieres o no puedes seguir girando, te caes a un hoyo negro y desapareces. Ése es el castigo. La rutina baila en un son que envuelve y que tiene sus leyes y sus pasos establecidos que no puedes ni debes infringir. Si hay que pagar un cheque a fin de mes, tienes que hacerlo. Si hay que partir a las seis cuarenta y cinco, debes ser puntual, la rutina no espera. Si no te subes, te caes, o más bien te botan. Es demasiado lo que está en juego, una maquinaria excesiva y tremenda donde cada pieza mueve a la otra y a la otra, como en el recorrido blanco del dominó, y si alguna se sale del juego, si alguna deja de bailar, todo puede irse a la mierda. Por eso no debes dejar de pagar. Por eso no puedes llegar tarde al paradero, no puedes hacer esperar diez minutos, no debes, no puedes, no puedes, y el castigo está ahí, a la vuelta de la esquina, en el trayecto que quieres tomar para acortar la ruta, para ahorrar minutos, para llegar más pronto, para no atrasarte más, para que no se note el error que cometiste.

En el transporte los niños se mueven inquietos. Al parecer comprenden el atraso y el nerviosismo del conductor. Las mellizas lloran. Siempre lo hacen, no es éste el momento para dejar de hacerlo. Los hermanos Pinto Acevedo pelean como nunca, esta vez por las láminas de un álbum infantil de superhéroes japoneses. Mi hija y la Matilde Carreño cantan con entusiasmo una canción tonta, que en este momento debe resultar insoportable tratando de llevar el furgón a mayor velocidad.

Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada enciende la radio, tal como lo hace cada vez que los niños se vuelven muy intranquilos y él necesita dejar de escucharlos para concentrarse. Nuevamente el programa de medicina alternativa. Esta vez el médico habla de los beneficios de una pulsera metálica hecha con una fusión extraña de hierros, la pulsera de los siete poderes, un objeto mágico que te inmuniza, te cura y te protege de todo mal al mismo tiempo. Y Gutiérrez Ahumada que, por supuesto ya tiene la pulsera desde hace mucho en su muñeca izquierda, escucha concentrado y por un momento los gritos de los niños desaparecen en su cabeza bajo el compás de las palabras del médico, y así puede avanzar rápido, sin el cuidado que lo caracteriza en sus trayectos, pero a pocos minutos de volver a doblar en una esquina y de retomar la ruta original, algo pasa. Un perro cruza la calle sin permiso. Un quiltro negro y flaco, sin correa, un don nadie, un incivilizado que no sabe que para cruzar hay que ir a la esquina y esperar la luz verde. Y Gutiérrez Ahumada, que lo ve encima y no quiere cargar con la muerte de un perro en sus hombros, aprieta el pedal del freno con fuerza y gira el manubrio en una maniobra torpe, pero bien intencionada, y la Kia Besta se desestabiliza por completo y se da vuelta una, dos, tres veces, rompiendo sus vidrios, sus espejos, sus focos, haciendo mierda su carrocería, hasta caer al canal San Carlos, golpearse con fuerza en el fondo y detenerse definitivamente sobre su techo de lata achurrascada.

Eso fue todo. El perro se estacionó en medio de la calle y miró la maniobra hasta que terminó. Luego se subió a la vereda y continúo su recorrido. Del transporte escolar no quedó mucho. Un grupo de niños muertos entre los fierros retorcidos y un conductor semi inconsciente que fue llevado de urgencia a la Posta Central. Luis Eugenio Gutiérrez Ahumada perdió la visión producto de los vidrios del parabrisas que se incrustaron en sus ojos. Ya no puede conducir ningún vehículo. Su mujer y sus hijas lo van a ver una vez al mes a su casa donde vive solo en muy malas condiciones. La compañía de seguros tramita una demanda en su contra por el cargo de cuasi delito de homicidio.

 

 

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Fragmento de la novela «Av. 10 de Julio Huamachuco» 
(Uqbar, 2007)