Escribir a ciegas, tanteando un punto donde afirmarse, en medio de un tiempo hecho pedazos. El futuro se puso en pausa, el presente se desbarató y con él la fantasía de control en la que creíamos movernos. Revuelta social y pandemia enredadas para suspender cualquier interpretación de la realidad. Todo razonamiento es frágil y se pone en crisis en cuanto se asoma. Imposible aferrarse a una certeza porque no sólo es improbable encontrarla, sino que parece no servir. Nada es claro y ése está siendo el desafío a la hora de pensarnos. Andar a tientas.
Las mujeres aymara cargan a sus hijos en la espalda. Con tejidos trenzados por ellas mismas los envuelven y los cuelgan atrás, resultando este gesto una representación simbólica del lugar en el que los aymara ponen el futuro. Ese pedacito de humano que encarna el mañana viaja en el revés de su madre, suspendido en la sombra del tiempo, en ese lugar desconocido que es imposible ver porque aún no sucede. Para los aymara el futuro no existe, sólo les pertenece a los niños. Lo ubican en la espalda, como a sus hijos, y prefieren dar la cara a lo que sucede, que es el presente y los sucesivos presentes que conforman el pasado. Lo que ha ocurrido es lo único que pueden ver con claridad, por eso lo disponen delante, como una forma de guiar el camino. Quizá en este ejercicio del intento en el que estamos, en esta búsqueda de una baranda donde afirmarnos para no caer, podríamos cambiar el eje de nuestra mirada y probar otro punto de vista. Siempre hemos dialogado con el tiempo al revés que los aymara. El pasado viaja en nuestra espalda, muy cerca del olvido, y sólo abrimos los ojos hacia el hechizo del futuro que nos aguarda. Se supone que avanzamos hacia él. Pero en este presente incierto que mantiene el mañana en pausa quizá lo único que nos quede para sostenernos es mirar lo recorrido, hacer un repaso de lo hecho y encontrar ahí, a lo mejor, una idea de futuro.
En la madrugada del 5 de septiembre de 1970, hace cincuenta años, el recién elegido presidente de Chile, Salvador Allende Gossens, se asomó desde un palco improvisado de la Federación de Estudiantes para dar el que sería su primer discurso como líder del país. “Nunca un candidato […] usó una tribuna que tuviera mayor trascendencia”, dijo. “Porque todos lo sabemos: La juventud de la patria fue vanguardia en esta gran batalla”.
Lo que comenzaba esa noche era un trabajo difícil. Lo sabían las y los jóvenes que, con la lucidez histórica que les caracteriza, con ese diálogo directo que siempre han tenido con el futuro, empujaban las grandes transformaciones sociales. Lo sabía Allende y lo sabían todas y todos quienes habían votado por él. El desafío avalado por las urnas implicaba cambios profundos que la oligarquía y las élites no estaban dispuestas a permitir.
Hemos triunfado para derrotar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una seria y profunda reforma agraria, para controlar el comercio de importación y exportación, para nacionalizar, en fin, el crédito, pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo.
Pero esa madrugada, pese a la conciencia de la dificultad, todo era alegría y festejo. Ese primer discurso de la victoria suspendió cualquier sospecha de terror futuro.
Sólo quiero realizar ante la historia el hecho trascendental que ustedes han realizado derrotando la soberbia del dinero, la presión y la amenaza; la información deformada, la campaña del terror, de la insidia y la maldad. Cuando un pueblo ha sido capaz de esto, será capaz también de comprender que sólo trabajando más y produciendo más podremos hacer que Chile progrese y que el hombre y la mujer de nuestra tierra, la pareja humana, tengan derecho auténtico al trabajo, a la vivienda digna, a la salud, a la educación, al descanso, a la cultura y a la recreación. Pondremos toda la fuerza creadora del pueblo en tensión para hacer posibles estas metas humanas que ha trazado el programa de la Unidad Popular.
Casi cincuenta años después, el 18 de octubre de 2019, comenzamos en Chile a transitar el vértigo de la revuelta. La interrupción por las armas de aquel proyecto inconcluso, que se inauguró en 1970, dejó una grieta imposible de sellar que se sumó alimentando la protesta. Las y los estudiantes secundarios, otra vez la lucidez de la juventud, saltaron los torniquetes del metro y en ese gesto se abrió la gran caja de Pandora. Décadas de malestar subterráneo emergieron con fuerza. La revuelta de octubre cambió el escenario, los límites se corrieron, el punto de vista se amplió y, con la caída de cada estatua de los supuestos próceres, evidenciamos la fractura de un orden que se vino abajo. La política dejó de estar encerrada en La Moneda y el Congreso y se activó fuera de los consensos pactados por los honorables hombres de la República. El ejercicio político resucitó en la calle, en la conversación larga de la esquina, en la sesión del cabildo de la plaza, en nuestras asambleas barriales, sectoriales, comunitarias, domésticas, y aparecieron nuevas ideas, propuestas, discursos, hablas, miradas que no habían sido atendidas y que, en parte, hacían eco de aquel programa anunciado en 1970. Un extraño sentimiento de comunidad comenzó a tejer lazos entre unas y otros, y el recuerdo de ese tiempo, no tan lejano, circuló como un fantasma resucitando imágenes que no todas ni todos habíamos vivido.
Nuestras madres y nuestros padres lo percibieron con mayor claridad. También nuestros abuelos. Si bien las múltiples diferencias estaban a la vista entre el ayer y el hoy, las pancartas y los cabildos ciudadanos actualizaron ideas que se quedaron suspendidas en el año 1973, luego del golpe militar. La exigencia de los cambios que ya se habían propuesto como metas en un programa de gobierno que no pudo llegar a su fin. Otra vez se hablaba de desbaratar las diferencias sociales, de recuperar las riquezas del país para el beneficio de todas y todos, de fortalecer al Estado, de trabajar por una educación gratuita, pluralista, participativa, democrática; de establecer un sistema de salud popular, de ofrecer pensiones justas para los jubilados, de construir viviendas dignas sin reajustes que desintegren los ingresos de sus moradores, de conquistar una independencia económica. Necesidades añejas que revivieron junto a otras nuevas para mezclarse y enredarse en este presente disconforme que dialoga con el pasado para intentar encontrar un camino hacia el futuro.
Wenu Mapu es el nombre que el pueblo mapuche le da al firmamento. La “tierra de arriba”: el lugar donde viven los espíritus de nuestros antepasados. Todos aquellos que alguna vez pisaron el mundo y que ahora, desde allá arriba, nos protegen. El lugar donde llegan los que no trasgreden el orden natural de las cosas, convirtiéndose en halcones o cóndores del sol. Para el pueblo mapuche los muertos son los poseedores de la sabiduría, los ubican arriba porque ahí la perspectiva es amplia y se ve mucho mejor. El pasado está por encima, protegiendo y entregando luz en un ejercicio activo. El pasado es fundamental en su manera de ver el mundo y tanta bandera mapuche, circulando en la revuelta social, reemplazando a las de los partidos políticos, tanta estrella iluminando las calles, quizá, entre otras muchas lecturas de sentido, tenga que ver con la importancia del pasado encendiendo la energía de la protesta. Naturalmente, sin que nadie lo organizara, sin que ningún partido lo mandara, sin que nadie pagara, la reunión callejera revivió cantos, consignas y planteamientos que creíamos sepultados. Los tiempos se enredaron y corrieron por pasadizos estrechos, de paredes porosas y difusas que filtraron el ayer y el hoy, proponiendo una energía provocadora, porfiada y desobediente.
Pero de pronto, de un día para otro, en medio de ese torbellino de creatividad antigua y nueva, de ese diálogo temporal, caímos en el encierro por la crisis sanitaria y nos vimos privadas y privados del ejercicio de la calle y del estimulante intercambio en vivo. Las vidas quedaron en pausa, el intervalo se apoderó del tiempo y lo desbarató en una lógica que desafía nuestra propia neurosis por el control. Como si el virus hubiese heredado la energía caótica de la revuelta, o como si la revuelta se hubiese anticipado pavimentándole el camino, el descontrol de la naturaleza nos fuerza a ampliar la mirada, a situarnos arriba, en el Wenu Mapu, junto a nuestros antepasados que todo lo ven, y desde ahí observarnos como parte de un gran colectivo, de un universo orgánico que no gobernamos. Cayeron las estatuas de nuestros supuestos próceres y con ellas nuestra soberbia controladora, poniéndonos en el lugar en el que la humanidad siempre se ha movilizado: el del caos. Y aquí estamos ahora, en medio de la incertidumbre, con la única seguridad de que no dominamos la naturaleza, sólo podemos seguir el orden natural de las cosas y en ese flujo quizá lleguemos a transformarnos en halcones o cóndores del sol.
La política del virus es ingobernable. Pero las políticas para la administración del virus no. De ésas hemos sido testigos con asombro horrorizado. Y en ese ejercicio el desconcierto crece y nos hace juntar rabia y pena para afirmarnos en la idea que el virus nos regala, ésa de ser parte de un gran organismo cuyas piezas no son autónomas. Un bosque es talado, un iceberg se derrite, una selva es quemada, y las consecuencias de eso las sufrimos todos los seres del planeta. Nos talan, nos derriten, nos queman. Los seres humanos estamos enredados con la naturaleza. Dependemos de ella y también dependemos unos de otras. Nos necesitamos para sobrevivir. Planteamiento que ya habíamos asumido en sintonía con el caos natural de la revuelta. Sin caudillos, sin jefaturas, improvisamos la organización que hasta el día de hoy sostiene a muchas y muchos en un país fragilizado económicamente desde siempre y aún más por la pandemia. Ese tejido territorial, sectorial, gremial ha marcado una gran distinción en la vivencia de la crisis sanitaria con el resto de los países latinoamericanos. Muchos de ellos eclipsados por el modelo económico chileno, construyendo serialmente la misma jaula neoliberal de la que intentamos salir. Jaula construida y cerrada con múltiples candados luego de la suspensión por las armas de aquel proyecto anunciado esa madrugada de 1970. Jaula que comienza a desbaratarse hoy, cuando aprobamos por las urnas, treinta años tarde, la idea de dejar atrás el lastre de la constitución dictatorial heredada por Augusto Pinochet, la idea de escribir en conjunto y de manera paritaria, por primera vez en el mundo, una nueva constitución. La energía expresada en las calles desde el 18 de octubre de 2019 conquistó ese logro, dando continuidad a muchas de las ideas lanzadas desde el palco de la Federación de Estudiantes. Como si un paréntesis de tiempo nos hubiera atrapado desde entonces, hoy, a ciegas, tanteando un punto donde afirmarnos, volvemos a tomar el curso de la historia.
Busco en el computador una fotografía de Salvador Allende aquella madrugada de 1970. Aparecen muchas y todas son diferentes. Tomas acotadas, no se ve bien el entorno y en ellas el presidente viste ropas distintas. Supongo que ninguna es realmente de esa madrugada. Quizá era tan improvisado ese palco de la Federación de Estudiantes que la luz no daba como para fotos. O quizá sólo tengo mala suerte y no logro encontrar una que me parezca verídica. Como sea, en cada una de ellas Allende habla a la gente y con alguna de sus manos indica hacia adelante. Imagino que ahí sitúa el futuro. Que lo ve en frente, allá mismo donde está toda esa gente entusiasmada y feliz, luego de haber conseguido el triunfo en las urnas.
Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada. Y esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión y más cariño para hacer cada vez más justa la vida en esta patria.
Hoy su futuro es nuestro pasado. Sabemos cosas que en ese momento él no imagina. Podría acercarme a su oído y susurrarle lo que vino después, pero ni el tiempo ni la historia funcionan así. Sólo nos queda seguir mirando esta fotografía. Seguir la lógica aymara o mapuche y ubicarla delante o arriba nuestro. Para que nos ilumine. Y nos guíe. Con más pasión y más cariño.
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El enredo del tiempo.
Por Nona Fernández Silanes.
Publicado en Revista de la Universidad de México, diciembre de 2020