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Space Invaders, de Nona Fernández: formas de rescatar el pasado
Alquimia ediciones, Santiago, 2013
Por Jaime Pinos
Publicado en Revista Intemperie, 28 de Noviembre de 2013
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Estoy sometido a este sueño:
sé que no es más que un sueño,
pero no puedo escapar de él.
Me parece que el epígrafe de George Perec que da inicio a este texto define con claridad y precisión la poética del libro de Nona Fernandez. Space Invaders se trata de un sueño del que no se puede escapar. Un sueño como un laberinto. Sin salida aparente.
Textos breves, escenas cuyo montaje cuidadoso va desplegando un relato. Un relato construido siguiendo la gramática compleja y fragmentaria de los sueños. Ese ámbito donde pueden confluir las personas, los lugares y los tiempos más distantes con la mayor naturalidad. Ese orden alterno donde parece posible restituir a la memoria lo perdido.
Aquí los sueños y los recuerdos son una sola cosa. Aquí soñar es recordar: No sabemos si esto es un sueño o un recuerdo. A ratos creemos que es un recuerdo que se nos mete en los sueños, una escena que se escapa de la memoria de alguno y se esconde entre las sábanas sucias de todos. Pudo ser vivida ya, por nosotros o por otros. Pudo ser representada y hasta inventada, pero mientras más lo pensamos creemos que solo es un sueño que se ha ido transformando en recuerdo. Si hubiera una diferencia entre unos y otros, podríamos identificar de dónde salió, pero en nuestro colchón desmemoriado todo se confunde y la verdad es que ahora eso poco importa.
Todo se confunde en nuestro colchón desmemoriado. Con el tiempo, los sueños han ido tomando el lugar de los recuerdos. O mejor, ya no nos es posible diferenciarlos. Y la memoria colectiva, el texto virtual que urden los sueños de todos, se ha ido traduciendo en una posibilidad difusa e imaginaria. La posibilidad de atisbar una identidad común; un nosotros: Han pasado años. Demasiados años. Nuestros colchones, lo mismo que nuestras vidas, se han desperdigado en la ciudad hasta desaparecer unos de otros. ¿Qué ha sido de cada uno? Es una incógnita que poco importa resolver. A la distancia compartimos sueños.
Los colchones desperdigados por la ciudad. Esa imagen me parece poderosa para describir todo lo que sobrevino después de los años negros. Las vidas disociadas, la cotidianeidad como separación. El clima de desencuentro y soledad que fue imponiéndose en los años inmediatamente posteriores al control militar y que envolvió también a quienes vivieron su niñez durante la dictadura. A los que crecieron dentro de ella. Una generación afantasmada que se hizo adulta en el hermetismo y la mudez dominantes. Lo importante en los sueños son las voces dice en un pasaje Fuenzalida. Esta novela convoca esas voces. Las voces de los niños que crecieron en el país ocupado. Y lo hace con la convicción de que aunque las voces se diluyen con el tiempo, los sueños saben resucitarlas.
Ninguno tiene claro el momento exacto, pero todos recordamos que de golpe aparecieron ataúdes y funerales y coronas de flores y ya no pudimos huir de eso, porque todo se había transformado en algo así como un mal sueño. Los años ochenta, esa pesadilla. Niños jugando o yendo a la escuela en un país sumergido en la violencia. Niños perdiendo temprano la inocencia como impone un escenario de guerra. Ataúdes, funerales, coronas de flores. Parte del paisaje. Aprendizaje del silencio y el secreto inculcados por un mundo adulto dividido entre víctimas y victimarios. Cada quien representando algún papel en la historia de la sangre.
Desde otro ángulo, esta novela habla también sobre la dictadura como maquinaria de disciplinamiento. Recoge su programa, los gestos y rituales impuestos para la formación de buenos ciudadanos, respetuosos y obedientes. Sus estrategias cotidianas para adoctrinara los niños en los valores proclamados del orden y el amor a la patria. Tomamos distancia, ponemos el brazo derecho en el hombro del compañero de adelante para marcar el espacio justo entre cada uno de nosotros. Nuestro uniforme bien puesto. El último botón de la camisa abrochado, la corbata anudada, el jumper oscuro debajo de la rodilla, las calcetas azules arriba, los pantalones perfectamente planchados, la insignia del liceo zurcida en el pecho, a la altura correcta, sin hilachas colgando, los zapatos recién lustrados. Mostrar las uñas limpias, las manos sin anillos, la cara despejada, el pelo fuera de combate. Cantar la canción nacional todos los lunes a primera hora, entonarla como cada uno puede, con voces agudas y desafinadas, voces chillonas que gritonean un poco, nuestras voces repitiendo entusiastas el estribillo.
La educación sentimental de toda una generación formada en la lógica autoritaria del cuartel. Las uñas limpias. El brazo de distancia. La religión (nuestras voces a coro en un rezo idéntico al de ayer y al de anteayer y al de mañana) La canción nacional como única música que podía entonarse en voz alta. El estribillo, enseñado manu militari y repetido por esos niños una y otra vez hasta aprenderlo, para hacer de ellos gente sin imaginación y mala para la cama, como escribió Maquieira.
Armamos varias columnas formando un cuadrado eterno y perfecto, un bloque que avanza al mismo tiempo, un solo cuerpo moviéndose en el tablero. Somos la gran pieza de un juego, pero todavía no sabemos de cuál. A la vuelta de todos estos años, de toda esta desmemoria, este libro nos ayuda a comprender ese juego. Nos permite recordar lo que fue crecer dentro de una pesadilla. Recordar, por ejemplo, lo que fue soñar con manos ortopédicas. O con una palabra. Una palabra terrible y oscura, como le pasa a Maldonado: Maldonado sueña con la palabra degollados. La ve escrita en el titular de todos los diarios de esa época. En los quioscos, en la mesa del comedor de su casa, entre las manos de su mami, en la carpeta gruesa del estante número cuatro del tercer pasillo de la biblioteca del liceo. Maldonado no sabe lo que quiere decir la palabra degollados, pero intuye que es algo horrible y entonces su sueño se vuelve una pesadilla.
El juego macabro del que fuimos parte. Los niños que nacieron y crecieron mientras se disputaba ese juego de muerte.
Coincidencias. Mientras escribo estas líneas, leo que el juego Space Invaders cumple treinta y cinco años desde que fuera creado por el japonés Tomohiro Nishikado. Considerado el antecedente fundamental para el desarrollo de los videojuegos modernos, el Museo de Arte Moderno de Nueva York anuncia que planea incluirlo en su colección permanente como pieza de diseño.
Space Invaders, según la tipología de los juegos, es un schmup, abreviación de shoot’em up. Mátelos a tiros. El nombre de un género de videojuegos en los que el jugador se enfrenta solo a hordas de enemigos a los que tiene que destruir.
Mátelos a tiros. La regla principal del juego de supervivencia que era la vida en ese entonces. La misma pantalla frente a los ojos. La misma pantalla para los cañones, las balas verdes y los marcianos que para las escenas y los rostros del horror: En la misma pantalla televisiva en la que antes se jugaba al Space Invaders ahora aparecen los carabineros responsables de las muertes. Son seis los agentes involucrados. Se les puede ver con claridad. Sus rostros desfilan por la pantalla uno por uno. La misma pantalla frente a los ojos de todos esos niños.
¿Qué será de los niños que fuimos? pregunta en uno de sus versos el poeta Enrique Lihn. Esta novela se hace cargo de esa pregunta. Lo hace invitándonos a soñar nuestros recuerdos o a recordar nuestros sueños, operaciones intercambiables. Lo hace sin pretender una imagen definitiva, consciente de que los sueños son diversos, como diversas son nuestras cabezas, y diversos son nuestros recuerdos, y diversos somos y diversos crecimos.
Este libro nos invita al trabajo de la memoria. Un trabajo nada fácil para los niños que crecieron enfrentando el ataque incesante de los invasores del espacio. Nadie quiere recordar las pesadillas. Pero, inevitablemente, como se dice hacia el final de este texto, Ahí estamos sumergidos. No sabemos despertar.
Este libro nos ayuda justamente a hacer ese trabajo.
Recordar para salir de ese sueño sin salida aparente.
Una vida, otra y otra más, en una matanza cíclica sin posibilidad de fin.
Escapar de ese mal sueño al que estamos sometidos.
Nuestra propia historia.
Aprender a despertar.