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Dos comunistas
Natalia Ginzburg
Traducción del italiano de Javier Ordóñez
Publicado en revista Palimpsesto, N°5. Colombia. 1 de enero de 2005
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Por los días de la última Navidad, me llamó por teléfono una persona. Me dijo que me tenía una propuesta de trabajo. Vino. No lo había visto antes, y lo encontré muy simpático. Hablamos largamente y de varias cosas. De él no sé ni podría decir nada, sino que es muy simpático y que trabaja en la televisión. Me preguntó si quería hacer, para la televisión, una investigación sobre las mujeres en Italia. Respondí que no sabía hacer investigaciones y que no me gustaba pensar en “la mujer”, es decir, pensar en los problemas de las mujeres aislados de los de los hombres. Le dije además que no me gustaba viajar. No me darían ganas de viajar por Italia con fotógrafos. Le dije que la única cosa que amaba en el mundo era escribir, sentada en el sofá de mi casa, todo lo que se me pasaba por la cabeza. Me dijo que no tendría que viajar porque otros lo harían por mí. Yo podía quedarme en mi casa. Y me dijo que en este trabajo no estaría sola, porque un sociólogo trabajaría conmigo. La idea de trabajar con un sociólogo me asustó muchísimo y me negué. No sabría hablar con un sociólogo; la sociología está demasiado lejos de mí. Me dijo entonces el nombre del sociólogo en quien había pensado y a quien se proponía escribir para saber si aceptaba. Era Ardigò. Conozco poco a Ardigò; sin embargo, lo conozco desde hace muchos años. Lo estimo. Me inspira simpatía. Tenemos en común el recuerdo de un amigo. Este amigo es Felice Balbo, que murió en 1964. De repente deseé ver a Ardigò, al que no veo nunca. Felice Balbo tenía muchos amigos, personas diversas entre sí y que no tenían nada en común, fuera de la costumbre de discutir con él hasta tarde en la noche. Se discutía con él habitualmente de pie, porque él acostumbraba estar de pie, y la discusión resultaba particularmente apasionada en el rellano al momento de la despedida. Pensé que Balbo quizás se hubiera puesto contento si Ardigò y yo, dos amigos suyos, hubiésemos trabajado juntos en una investigación sobre la mujer en Italia.
Aquella persona simpática, al irse, me dijo que me haría saber si Ardigò aceptaba. Cuando se fue, caí en la cuenta de que no había sabido, hasta ese momento, que Ardigò era un sociólogo. En realidad, jamás me había preguntado qué hacía Ardigò. Para mí era un amigo de Balbo y nada más. No todos sus amigos me agradaban. Ardigò me agradaba. Mi simpatía por él se basaba en impresiones fugaces, pero precisas. Enumeré las cosas que sabía de él. Era simpático. Vivía en Bologna. Tenía una hermana rubia que había conocido en la montaña. Pensé que mis nociones sobre las personas eran a menudo bastantes burdas, limitadas y confusas. Y pensé que esta limitación, la pobreza de mis nociones, me producía un sentimiento de melancolía, miseria y confusión. Me producía una sensación de moverme en el vacío. Pensé que era la última persona en el mundo que podía hacer una investigación en compañía de un sociólogo. Moviéndome tan frecuentemente en el vacío y la niebla, no podría hablar ni con políticos ni con sociólogos, personas que, por supuesto, tenían para con la realidad una mirada siempre lúcida, precisa, completa y puntual. Pensé que Ardigò me despreciaría inmediatamente. O podía suceder algo peor, que él se equivocase y me supusiese dotada de cultura y de penetración social, lo que yo no poseo en absoluto. Pensé que es muy difícil ser entendidos. Ser entendidos quiere decir ser tomados y aceptados por lo que somos. El peligro más triste que nosotros corremos con las personas, no es tanto que no vean o no aprecien nuestras cualidades, sino que por el contrario supongan que nuestras cualidades reales hayan generado en nosotros otras cualidades absolutamente inexistentes. Y pensé que lo más bonito que tenía Felice Balbo, cuando estaba con las personas, era que no las falseaba y no les confería dones que ellas no poseían, sino que, al contrario, buscaba en la persona que tenía delante su núcleo más vital y profundo, escogía y liberaba lo mejor que el otro tuviera dentro de sí y nada más que eso, sin una sombra de sorpresa, de desprecio o de burla delante de las limitaciones y los defectos que el otro pudiera tener. Él, de hecho, estaba con el otro sólo en el lugar donde la inteligencia de éste podía seguirlo sin limitaciones. No intentaba jamás buscar en el otro la propia imagen, y, cuando estaba con los otros, se olvidaba completamente de sí. Era la persona menos narcisista que he conocido. Indiferente a sí mismo, no escogía a sus amigos porque se le asemejasen, o porque fueran su contrario, o porque pudiesen enriquecerlo con nociones o agudezas que él no tuviera. Simplemente estaba con personas con quienes fuera posible establecer cualquier tipo de conversación. Cuando estaba con una persona, no se ponía jamás en una posición de superioridad ni de inferioridad; era siempre un igual con el otro.
Tuve frente a mí en el futuro, por lo demás bastante vaga, la perspectiva de aquella encuesta, perspectiva en la que me alegraba, y al mismo tiempo me preocupaba, el nombre de Ardigò, y en la que me alegraba por el recuerdo de la persona tan simpática que había venido a mi casa aquel día.
Pasó el tiempo y no supe más de aquel trabajo. Pensé que se había esfumado como se esfuman tantas propuestas. Pero el otro día salió en L’Unità la fotografía de una hoja escrita a máquina para la televisión, con una serie de propuestas entre las que se encontraba la investigación sobre la mujer. Estaba mi nombre y el nombre de Ardigò. Al lado, estaba escrita a mano una observación que me dejó perpleja. Estaba escrito: “Dos comunistas”. Esto me precipitó en un profundo estupor. Estaba también muy contenta. Por qué me puse tan contenta, no lo sé.
Por el comentario de L’Unità supe que Ardigò es consejero nacional de la DC. A decir verdad, ni siquiera sabía esto de él. Me pregunté entonces qué sabía con precisión sobre mí. En lo que respecta a la política, debo decir que no sé nada preciso. Lo único que sé con absoluta certeza es que no entiendo nada de política. En mi vida he estado inscrita dos veces en partidos políticos. Una vez fue en el Partito D’Azione. La otra vez fue en el Partito Comunista. En los dos casos fue un error. Como no entiendo nada de política, era estúpido fingir que entendía alguna cosa, ir a las reuniones, tener el carné de un partido. Es justo, mientras viva, que no pertenezca a ningún partido. Si me preguntaran cómo quisiera que fuese gobernado un país, honestamente no sabría qué responder. Mis pensamientos políticos son bastante burdos, enredados, elementales y confusos. Por este hecho, me siento a menudo despreciada por personas que amo. Ellas piensan que mi pobreza de pensamiento, en relación con la política, es frivolidad, falta de seriedad, ausentismo culpable. Lo piensan en silencio. Pero el peso de su desprecio me oprime. Si buscase justificarme en presencia de aquel severo silencio, no podría decir más que palabras confusas y fútiles. Sin embargo, estoy segura de que debe haber un lugar en el mundo para aquellos que, como yo, no entienden de política, que si hablaran de política sólo dirían banalidades y tonterías, y que lo mejor que pueden hacer es no expresar casi nunca ninguna opinión. Casi nunca. A veces decir sí o no es indispensable. Quisiera, sin embargo, limitarme a decir sí o no. Y ya que he hablado de Felice Balbo, diré que estoy agradecida con él por no haberme despreciado jamás, por no haberse sorprendido jamás ni haberme desdeñado por mi ignorancia política, estoy inmensamente agradecida con él por haberme aceptado siempre por aquello que era y haberme entendido. Lo seguí, primero, en el Partito Comunista; luego, fuera de éste, hice todo lo que él hacía pensando que él entendía de política y yo no. Y a pesar de esto no tuve jamás, con él, la sensación de estar sometida a su superioridad, de soportar una personalidad más fuerte. Entre nosotros se sobreentendía que él comprendía y sabía un gran número de cosas y yo no. Pero no tenía importancia, éramos iguales. Cuando recuerdo los años que pasé en el Partito Comunista, cuando recuerdo las reuniones y las asambleas, su figura siempre está presente. Quizás por esto me llaman comunista, y me pongo contenta. Porque recuerdo los años que Balbo y yo pasamos allá.
Por lo que atañe a los dos partidos a los que he pertenecido, uno de los cuales ha dejado de existir, me parece haber mantenido con ellos lazos viscerales, oscuros, subterráneos, que no sabría aclarar con palabras, que no encuentran fundamento en la razón, que no tienen ninguna relación con las elecciones de la razón pero que surgen de lo más profundo como los afectos. Quisiera aún decir que si un día hubiera una revolución y yo tuviese que tomar una decisión política, preferiría mucho más que alguien me matara antes que tener que matar a otra persona. Y este es uno de los poquísimos pensamientos políticos que mi mente puede formular.
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Natalia Ginzburg: Publicó las novelas Valentino, Léxico famigliare y Caro Michele, estrechamente ligadas a los recuerdos familiares, a las relaciones que desde la infancia determinan secretamente todas las otras; también escribió ensayos (Le piccole virtùi – Las pequeñas virtudes) y obras de teatro; escribió para los diarios y tradujo, por ejemplo, Madame Bovary, ya al final de su vida. Nació en Palermo en 1914, en una familia de origen hebreo y su nombre era Natalia Levi, Ginzburg es el apellido de su primer esposo (Leone), quien fue uno de los fundadores de la editorial Einaudi, militante antifacista asesinado en prisión por la policía alemana en 1944. Murió en 1991 en la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida (Roma), y pasó su infancia y adolescencia en Turín. El texto aquí publicado fue recogido en su segunda compilación de ensayos, Mai devi domandarmi, aún no traducida al español.