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LA REALIDAD Y EL SORTILEGIO EN LA NARRATIVA
DE NICOMEDES GUZMÁN

César Díaz-Cid
Universidad San Sebastián
cesar.diaz@uss.cl

ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 15, diciembre 2014, Número 22, 175-186




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Para un lector joven el nombre de Nicomedes Guzmán y la generación del 38 podría resultar una suerte de momento importante, aunque ya superado, en la historia de la literatura chilena. Con mayor gentileza pudiera ser que la necesidad por calibrar erudición sobre la narrativa chilena de la primera mitad del siglo pasado, fuese tomada como un pequeño lujo por parte de algún estudioso aplicado que busca llenar ciertas brechas. Suerte de lecturas accesorias que le permitan comprender con mayor precisión el estado actual de la narrativa nacional. La sorpresa del curioso lector podría ocasionar el redescubrimiento de la pólvora en relación al tratamiento de temáticas que sorprenden en escritores que exploran temas “complicados” relacionados con cuestiones conflictivas que la comunidad cree conocer, pero que en un escenario novelizado despuntan como esquirlas de granada que explotan en sus rostros.[1] Algo similar al latente estallido de esas bombas que aguardan su instante en la novela Racimo de Diego Zúñiga debió ser, en su momento de aparición, el despliegue verbal sorprendente que causó su declarada admiración en un sector de la comunidad y la incómoda molestia en otras zonas de la crítica literaria. Los testimonios sobre la recepción de Hombres obscuros, novela publicada por primera vez en 1939, son sintetizados de manera muy clara por Luis Alberto Mansilla en su “Prólogo a la primera edición” que Editorial Lom hizo de la novela de Guzmán en 1995.[2]

Como bien apunta Luis Alberto Mansilla, un año antes de la aparición de los Hombres oscuros, Guzmán había publicado un poemario titulado La ceniza y el sueño, libro que sin pasar desapercibido, no causó mayor revuelo.[3] Pero algo diferente ocurrió con su primera novela. La propuesta narrativa de Nicomedes Guzmán, con el tiempo iba a ser reconocida no sólo en el entorno local, sino que sumada a la posterior obra del narrador alcanzaría reconocimiento fuera de nuestras fronteras. Luis Alberto Mansilla señala que:

Cuando el escritor español Camilo José Cela obtuvo en 1989 el Premio Nobel de Literatura, una periodista chilena lo entrevistó en Madrid para el diario El Mercurio y al preguntarle sus opiniones sobre la literatura latinoamericana, Cela respondió: “Tuvieron ustedes a un gran novelista al que no le hicieron caso alguno. Yo le conocí en uno de mis viajes a Chile. Se llamaba Nicomedes Guzmán y el pobrecito casi murió en la indigencia” (20).

El pasaje citado es comentado por el propio Mansilla con una escueta frase donde expresa que “Cela fue verídico en parte.[4] Nicomedes Guzmán es uno de los clásicos de la literatura chilena de este siglo". Se refiere al siglo XX, ya que su prólogo es de 1995. Por otra parte, habría que leer con cautela el elogio de Cela a la obra de Guzmán. Si bien se trata de un merecido tributo al novelista chileno, el comentario le permite al novelista español destacar la figura de un escritor cuya popularidad y aceptación es anterior a la generación del 50 donde se sitúan novelistas relacionados con el llamado boom latinoamericano, movimiento que no era de su total simpatía. Por otra parte, habría que considerar que el autor de La familia de Pascual Duarte, era un reconocido amigo del lenguaje popular y defendía con ímpetu las expresiones y voces que resultaban vulgares para el usuario formal del idioma, cuestión que solía incomodar a algunos de sus colegas, miembros como él de la Academia de la Lengua española. El ambiente popular, el rescate de los espacios postergados que se privilegia en la narrativa de Nicomedes Guzmán pudo cautivar en su momento a Cela quien aprovechó la entrevista de 1989 para sacar del baúl de los recuerdos al autor de La sangre y la esperanza.

Precisamente la puesta en escena de espacios y personajes no convencionales para lo que se entendía como lo adecuado a la narrativa nacional fue aquello que conmovió a un sector importante de la crítica chilena luego de la publicación de Los hombres oscuros. Al respecto, una voz con autoridad en temas literarios como la de Volodia Teitelboim sostiene que

Los hombres oscuros es un primer disparo que anuncia el reconocimiento de los tiempos tempestuosos, donde el tema del hombre desconocido y de la mujer que no tenían derecho a figurar en la historia ni en la literatura pero que ansiaban un destino, también reclaman su derecho a la palabra.

Es signo de grandeza que el escritor que nos revelara el infierno de las calles de Chile tenga otro sello, de errante desvarío, sueño y ceniza que le agregan la infinita dimensión de la poesía (Citado por Luis Alberto Mansilla sin declarar la fuente, 17)

Por la frase citada "el infierno de las calles de Chile" pareciera ser que las palabras de Teitelboim fueron escritas con posterioridad a las que dedicara Pablo Neruda en su prólogo firmado en Isla Negra el año 1959 para la reedición de La ceniza y el sueño, libro que sería publicado un año más tarde.[5] A diferencia de Ángel Cruchaga Santa María y de Juvencio Valle, que optaron por presentar a Guzmán con poemas, Neruda optó por ejercitar su cuidada prosa y declara con sonoridad de campana su admiración por la pluma de Nicomedes Guzmán. Por tratarse de un texto de tanta significación y gracias a su cómoda brevedad, lo cito de manera íntegra:

Cuando Nicomedes Guzmán, descargó sus libros tremendos, la balanza se vino abajo porque nunca recibió un saco tan verdadero. No era un costal de joyas. La verdad pesaba como una piedra. Los dolores llenaban aquellos libros andrajosos y deslumbradores que se nos echaban a la conciencia.

Pero siempre en Guzmán existió la ventana submarina y ninguna desdicha encarceló su espacioso corazón. Por la ventana labrada en sin par esmeralda entraron en él inabarcables sueños, y hoy este pequeño volumen de versos reaparece con los adolescentes tesoros.

Con placer presento estas líneas fugaces, más tiernas que el pan purísimo, suaves como el joven vino.

Su susurrante dulzura pareciera no convivir con las cicatrices que nos imprimió La sangre y la esperanza, pero es signo de grandeza que el escritor que nos revelara el infierno de las calles de Chile tenga otro sello de errante desvarío, sueño y cenizas que le agregan la infinita dimensión de la poesía.

No hay unidad del hombre y la vida sin que se hagan presentes la realidad y el sortilegio. Por eso este librillo olvidado por su autor lo identifica una vez más como escritor victorioso: una vez por la conciencia inapelable y otra por los sueños irrenunciables.

Isla Negra,
Septiembre de 1959.

Con los años, este prólogo se ha vuelto documento valioso no sólo porque quien presenta a Guzmán sería posteriormente merecedor del Premio Nobel de Literatura, sino porque con el correr de los años, las palabras a las que acude Neruda para definir su cariño y respeto por la literatura de Guzmán resuelven la interrogante sobre lo que de Guzmán pudo gustar o molestar a sus contemporáneos. Sin duda que el espacio de las calles, que tanto Teiltelboim como Neruda señalan como escenario de la obra de Guzmán, es uno de los aspectos por el que subrayan particular desprecio sus detractores. En su presentación a La sangre y la esperanza titulada “Nicomedes Guzmán y la Generación del 38”, Milton Aguilar sintetiza en breves páginas la percepción que de dicha generación tienen varios críticos chilenos, entre ellos menciona a Raúl Silva Castro; Hernán Díaz Arrieta; Fernando Alegría; Jaime Concha; René Jara; José Promis y otros.

Entre aquellos críticos que no están de acuerdo con la estética de Nicomedes Guzmán, Aguilar menciona la declarada incomodidad de Raúl Silva Castro para quien La sangre y la esperanza “contiene número tan grande de obscenidades inútiles y de salidas de tono sin justificación posible, que su lectura a menudo choca" Aguilar, 18). No es extraño que Silva Castro, dedicado lector rezongue con el lenguaje al que acude Nicomedes Guzmán. Especialmente porque Silva Castro sabía perfectamente que a la “poblada”, desde tiempos remotos, se la caracterizó en la literatura chilena con su manera tan sui generi de expresarse. Ello ocurre desde las páginas de los Recuerdos de treinta años de don José Zapiola, libro que en su oportunidad comentó Silva Castro y que también despachó rápido, al parecer, más que desinteresado en su importancia temática y de estilo, por el desprecio que le provocaba la prosapia poco clara de su autor.

La calle y el conventillo son espacios donde con un lenguaje, a momentos poético y pedestre en otros, acontecen las aventuras y desventuras de los personajes de Nicomedes Guzmán. Desde la perspectiva del espacio urbano la incomodidad del conventillo con su estrechez y miseria dan oportunidad a la violencia, al abuso del que son víctimas los personajes que transitan por las páginas de esta narrativa. A la enfermedad que es causa de muerte en personajes jóvenes, se suma el crimen que causa dolor a sus protagonistas, como si se tratara de la muerte de un ser cercano aun cuando en varios casos se trata de vecinos; de algún compañero de escuela, o de gente apenas conocida.

La política urbana del conventillo y su origen, su organización social y la repercusión que este modo de vida tuvo durante el siglo XX para Santiago de Chile aún son objeto de estudio por parte de los especialistas. Para el caso de la literatura chilena de mediados del siglo XX, la narrativa de Nicomedes Guzmán siempre es el archivo que ofrece los ejemplos más singulares, las experiencias más verosímiles. Así ocurre con el informado ensayo que lleva por título “El conventillo: signo del deshecho y signo híbrido en Los hombres oscuros, de Nicomedes Guzmán”. Con este estudio la profesora Lucía Guerra Cunningham colaboró en el primer número de Anales de Literatura Chilena el año 2000. Allí explica con detalle el origen del conventillo en el espacio urbano de Santiago y especifica su razón e incomodidad dentro de lo que ella apunta como “el imaginario urbano de la ciudad letrada”. Lugar que contrasta con el diseño de la ciudad moderna y que curiosamente en su mayoría eran propiedad de los custodios culturales de la ciudad letrada. (Guerra Cunningham, 119 y siguientes).

Los datos acerca de las condiciones físicas de las viviendas populares se ofrecen en otro baluarte del proyecto liberal: la prensa, que junto con contribuir a la consolidación de la nación paradójicamente ponía de manifiesto la tajante escisión entre la elite y los sectores populares. A través de ella sabemos que éstas viviendas estaban constantemente sujetas a las inundaciones e incendios, que, no obstante los progresos de la "ciudad culta", carecían de alumbrado y agua potable y que poseían piso de tierra y una pésima ventilación para sus habitantes que se hacinaban, a veces, en cuartos de no más de cuatro metros de extensión (122).

En Los hombres oscuros los primeros párrafos de la narración comienzan con una cuidadosa descripción del precario espacio en el que vive el protagonista. Se trata de un joven lustrabotas que ayudado por la separación de un frágil tabique comparte su habitación con una familia que tiene cinco niños pequeños y “además una guagua venida a la zaga, después de varios años estériles" (25). Luego de definir la estrechez en la que vive, el protagonista expresa que “un olor a humedad, a ratón, a cosas antiguas llena mi cuarto” (25). En su estudio, Lucía Guerra, profundiza en el rol que el "olor" cumple en la sociedad europea a partir del siglo XIX. El sentido del olfato cobrará desde entonces una significación que separará a clases sociales privilegiadas de las desposeídas. Se hablará en el futuro de “elegantes aromas” para caracterizar los espacios de privilegio, en tanto se mencionará los olores fuertes y desagradables del sudor y otras manifestaciones del cuerpo asociados a la miseria” (Classen, Howes y Synnot, citados por Lucía Guerra, 123). El conventillo con el correr de los años será simbolizado por los mismos desposeídos como un “espacio de resistencia.” Al tema de la "cuestión social" que fuera discusión tan propia de fines del siglo XIX se sumarán los efectos de la, tantas veces citada, Rerum Novarum, encíclica del Papa así titulada, que data de 1888, donde se origina el temor a la organización de las capas populares que se ordenan bajo la mirada filosófico política de la doctrina marxista. Nos recuerda Lucía Guerra que "el siglo XX en Chile se inicia con una serie de huelgas que son reprimidas violentamente por las fuerzas del Estado” (124). Dentro de la ubicación temporal de los movimientos obreros cuyas voces y demandas comenzaron a sentirse con más ímpetu durante el primer tercio del siglo pasado, se contextualizan históricamente la mayoría de los episodios narrados por Nicomedes Guzmán. Tal vez esta razón explica el menosprecio que expresan algunos críticos como Silva Castro. Esa sería la razón determinante, más que la falta de precisión léxica que a su parecer opaca la prosa de Guzmán.

Curiosamente estos sucesos históricos de contexto como la continua adhesión de los personajes a la huelgas convocadas por los movimientos sociales y el espacio habitado por la incomodidad con que se representa la miseria del conventillo, atraen a simpatizantes del discurso de resistencia que parecieran observar y rescatar como tanto Teitelboim como significativos solo estos elementos caracterizadores de la obra de Guzmán. Puede que Neruda también coincidieran con esta perspectiva, pero ambos subrayan la capacidad artística de Guzmán para organizar su mundo con palabras. Ambos poetas perciben el sufrimiento compartido del creador que se identifica y se define desde sus personajes y a los que sitúa dentro de la construcción de sus espacios narrativos. En suma, ven la obra de Guzmán mucho más allá que un útil canal de difusión política. Creo no equivocarme que por allí va la alusión de elementos tan propios del Modernismo literario a los que acude Neruda en su presentación del poemario de Nicomedes Guzmán. Más valiosa se hace entonces esa serie de exclusiones iniciales que articula el poeta al reemplazar "joya" por "piedra" pesada. Y esa calificación a los “libros andrajosos” y “deslumbradores” le posibilita establecer el puente ayudado por un repertorio léxico tan propio de un ya lejano Rubén Darío. De esta suerte, asoma sin problemas la “esmeralda” seguida por los “adolescentes tesoros”. Se posibilita la confrontación entre "el infierno de las calles" que es para Neruda la "realidad" y que en la literatura de Nicomedes Guzmán hace perfecta y natural comunicación con el "sortilegio". Así se configura la inevitable moira que Neruda reconoce en el hechizo de la poesía de Nicomedes Guzmán, pero que también le permite al narrador enmarcar las descripciones de la miseria del conventillo.

Este “sortilegio” aparece a cada momento en La sangre y la esperanza, especialmente en las descripciones que inician los primeros párrafos de cada sección de la novela. Pero la magia y el encanto al que se refiere Neruda están latentes también en los personajes que los narradores de Guzmán señalan como seres ejemplares.

A diferencia de Los hombres oscuros que está organizada en dieciocho capítulos señalados con números romanos, La sangre y la esperanza, se estructura de manera más compleja en tres partes con ocho capítulos para las dos iniciales y seis para la que cierra la novela. La primera parte se titula “el coro de los perros”, la segunda parte “Las campanas y los pinos” y la tercera parte “Suceden días rojos”. Al título que resume la novela lo sigue un epígrafe tomado del “Estatuto del vino” de Pablo Neruda donde se lee: “Hablo de cosas que existen; Dios me libre de inventar cosas…”

"Bajo, de una estatura que traicionaban apenas unos cuantos edificios de dos pisos, arrugado, polvoriento, el barrio era como un perro viejo abandonado por el amo” (29). Así arranca La sangre y la esperanza. Lo que al comienzo pareciera ser la descripción de un personaje, resulta ser la del entorno donde acontecerán las desventuras de los protagonistas. Pero en realidad el espacio es el protagonista. El conventillo es el principal personaje. Tal como en el primer párrafo, a medida que va progresando la narración, los calificativos de vida humana serán más frecuentes para la descripción del entorno. Dotado de una prodigiosa memoria, Enrique Quilodrán, protagonista y narrador alcanzará a recrear momentos de infancia muy temprana, que relata como si fueran imágenes vívidas en su memoria. A pesar de esta extraordinaria memoria, el narrador se increpa en la segunda sección del primer capítulo al describirse a sí mismo: “Los años han borrado de mi cerebro los rasgos de casi todos los pequeños camaradas de aquella época” (30). Tanto el epígrafe tomado del poema de Neruda como esta aclaratoria sentencia inaugural buscan asegurar aquello que en el contexto norteamericano Paul Eakin define como una de las reglas que rigen la autorrepresentación en una narración. Se trata de convenciones tácitas en las que Eakin identifica las reglas de la narrativa y las reglas de la identidad en relatos donde los sujetos buscan autorrepresentarse (31). Si bien los planteamientos de Eakin están pensados para otro contexto, de todas maneras su análisis ayuda a comprender el camino que en este caso guía a Nicomedes Guzmán que presenta su protagonista desde una primera persona y que junto con describir su entorno, en adelante juzgará los actos fallidos y las desgracias ajenas y personales; los errores de terceros como los propios. En suma, tal como Eakin apunta, el hilo conductor del relato estará fijado por una suerte de acuerdo pre establecido donde el narrador se ve forzado a seguir la verdad en cada episodio evocado. Desviarse de ella puede causar una catástrofe que será castigada por los destinatarios. Por eso más adelante el narrador declara “hoy no preciso de la imaginación. Me basta evocar” (31). En el apartado 8 del primer capítulo de la Primera parte, que es una sección titulada “La viruta” y que viene ordenada en apartados numerados del uno al nueve, se lee “Los días pasaban como carretas cargadas de pesadumbre, crujiendo, quejándose sordamente por las calles del barrio” (45). Más adelante inaugura la sección “El pago” de la siguiente manera: “El otoño estaba a las puertas de aquel día con su rostro de mendigo enjuto y lánguido. Sus harapos tenían el color indefinido de las brumas". Ya hace años que Paul De Man anunciaba el protagonismo de la prosopopeya a la hora de hacer relato autobiográfico. El crítico europeo apuntaba al juego de estrategias en la edificación lingüística de un sujeto que se busca hacer pasar por real. Para el caso de Nicomedes Guzmán, el lector asume que el narrador es un personaje ficticio que se expresa en primera persona y que recrea las evocaciones desde un yo que en la novela aparece con nombre y apellido. Lo que no espera el lector es que el entorno, léase, el barrio, las fábricas cercanas, los objetos que constituyen el marco escénico puedan también aparecer descritos como si se tratara de seres humanos. La humanización del tiempo, del clima, del humo que sale por las chimeneas; la llamada de los trenes, los tañidos de las campanas de la iglesia. Todos esos sonidos, esas percepciones que llegan a través de los sentidos; los objetos, las cosas de la vida cotidiana, en Guzmán son descritas de la misma manera emotiva y con el mismo acento y afecto que precisa cuando se concentra en las acciones y en la vida interior de sus personajes: “La mañana era demasiado frágil para sostener tanto peso de voces” (50). O cuando declara que “el otoño roía el corazón del suburbio. Los eucaliptos entumecidos, chorreando niebla condensada desde sus hojas, tiritaban como gigantones paralíticos” (63).

El sortilegio está en esa capacidad del narrador no sólo para articular la memoria de un pasado lejano, sino también, y por sobre todas las demás características, en la magia que inventa vida donde habitualmente no la hay.

De los personajes descritos por Guzmán me detengo en dos que me parecen fundamentales en el rol de denuncia que busca la novela. Uno es el doctor Rivas, mé- dico del barrio a quien se lo describe como un hombre ya mayor, sencillo hasta limitar con la miseria en su atuendo, pero dotado de una generosidad que lo representa como un ser tocado por la divinidad: “su voz vertical de varón verdadero alzó su sonido de verdad y esperanza” (59). La necesidad advertida por Eakin por seguir el camino de la recta verdad, se repite en el narrador cuando la caracterización de un personaje noble reclama reforzar sus bondades, no importa que se repita la palabra “verdad”. La apuesta aquí consiste en asegurar la nobleza del personaje al que se lo describe poseedor de una “voz de ronca azúcar” (99) y que además de su sensibilidad con sus pacientes está dotado de la habilidad con la guitarra y el “azúcar de la voz” puede interpretar el sentir popular de estrofas que seguramente no van a pasar desapercibidas para los lectores actuales cuando el doctor Rivas les exprese:

Yo no canto por cantar,
ni por tener buena voz,

yo canto por quitar las penas
de este pobre corazón … (101, énfasis mío).

Los dos primeros versos son exactamente idénticos a los que Víctor Jara empleara en la primera estrofa de su popular "Manifiesto". Puede ser que Víctor Jara haya tomado de la tradición este dístico, como pudo haberlo hecho Nicomedes Guzmán. Versos que quizás en la época en que a ambos les tocó vivir eran fórmula popularizada para iniciar un canto. También puede ser que, como muchos de sus contemporáneos, el cantautor fuese un atento lector de La sangre y la esperanza desde donde rescató estos tan significativos versos.

Otro de los personajes es el padre Carmelo, sacerdote del barrio que generalmente acompaña al doctor Rivas. Se lo describe como pudiera hacerse con un santo. Es curioso que el laicismo del autor no le impida la elaboración de una figura bondadosa como la que construye para caracterizar al sacerdote.

Entre los personajes adolescentes las vidas de Antonieta y de Sergio Llanos se cuentan de manera sucesiva aunque ambas son interrumpidas y más adelante se relata el fatal desenlace de uno de ellos. “Frontera en la bruma” es el apartado de la Primera parte. Allí se narra la aventura de Antonieta, una adolescente que a cambio de unos centavos le pide a Enrique que la acompañe a un lugar. Enrique debe faltar a la escuela para ganarse la recompensa prometida. Antonieta es descrita por el narrador como una “muchacha grandota, de unos quince años, de trenzas, picada de viruela, de gruesas piernas y pechos abundosos ya” (64). Para ganarse la “chaucha” prometida, Enrique la acompaña al lugar donde la espera Tulio, un muchacho con el que la joven tiene amoríos. El narrador niño experimenta por primera vez una escena en la que dos personas se desnudan para tener relaciones sexuales. La escena es extraña y si en un primer momento a Enrique se le pide que espere afuera donde hay libros que puede tomar, el niño entra y ve a los jóvenes en pleno acto motivado por los “gemidos con que la muchacha expresaba el gozo de las nuevas caricias” (65). El niño entra y sorprende a los amantes:

Antonieta apretaba entre las piernas desnudas el cuerpo del muchacho, gimiendo como una bestezuela.

Mi presencia inesperada los hizo levantarse, prestos. Ella cubriéndose rápidamente, bajándose las polleras. Pese a la sombra, le alcancé a ver la negrura crespa del pubis (67).

Perturbados por la presencia del niño que los sorprende, Tulio se separa de la joven y echa al niño al patio para luego continuar con su encuentro amoroso. A partir de este momento la historia se vuelve aciaga. Enrique comienza a merodear los alrededores y es visto por un hombre borracho mayor que irrumpe en el espacio ocupado por los amantes, castiga a Tulio y luego de abusar sexualmente a la joven cae dormido. Toda esta escena es recreada desde la perspectiva del narrador niño que a partir de este episodio comienza a perder su inocencia. En su casa su madre se entera de que faltó a clases y lo castiga.[6] El episodio siguiente será la censura y burla de la que será blanco Enrique por haber faltado a clases el día anterior. En la escuela los niños le gritan “cimarrero” por escapar a sus deberes. La burla de los niños despierta en Enrique una reacción violenta contra sus compañeros de escuela. A uno de los más débiles, Sergio Llanos, lo trata de “hijo de puta” (71) y al chueco Avilés, lo golpea dándole un rodillazo en el bajo vientre, razón por la cual su maestro lo castiga (72). La cuestión entre los muchachos se olvida y no pasa a mayores aparentemente. En la tarde de ese mismo día Sergio Llanos le pide hablar a solas para pedirle que no vuelva a tratarlo de “hijo de puta” porque él no tiene la culpa de la profesión de su madre que regenta un prostíbulo. El narrador niño que en el mismo capítulo es testigo de una violación a pocas páginas, luego mujeres protegidas de la explicación de un condiscípulo, se entera sobre el oficio de las prostitutas. De inmediato hace la conexión con Tulio y Antonieta y se queda pensativo. El final trágico de Sergio Llanos se adelanta cuando le confiesa a Enrique que una de las mujeres protegidas de su madre ha abusado sexualmente de él y lo ha contagiado con una enfermedad de transmisión sexual. Más adelante el joven Llanos asesina a puñaladas a la prostituta y se suicida con el mismo cuchillo que atacara a su víctima.

Los episodios siguientes se concentran en la familia del narrador. Dentro del contexto en el que habitan, la familia de don Guillermo Quilodrán aparece como modelo a imitar. Sencillos, pero dignos. Como pareja, los padres de Enrique están abocados al cuidado de sus hijos. La madre aparece como una dueña de casa ejemplar que se ajusta a la modestia de los ingresos que aporta el jefe de la familia. La enfermedad de los hijos y el temor por un romance en que se ve envuelta Elena la hija mayor, ocupa gran parte del resto de la novela donde las relaciones de pareja son examinadas desde una óptica que busca escapar del destino naturalista donde los personajes terminan en fatalidad. Pero es imposible escapar de la tragedia y la familia se entera que Abel Justiniano, el enamorado de Elena está casado y tiene dos hijos con su mujer. El joven morirá trágicamente en un acto político y la noticia escueta en el periódico será la única prueba que testimonie su sacrificio. Abel no verá crecer al hijo que espera Elena. Enrique consigue trabajo con unos de sus amigos y asume el rol de proveedor de la familia mientras es tratada la enfermedad de su padre.

Y con esta novela, a la que se sumaron otros títulos menos celebrados, Nicomedes Guzmán entró en la galería de los escritores consagrados de Chile. Se destacó por su entrega y dedicación al entorno literario, trabajo que se vio reflejado a través de sus artículos y en sus tareas en el Ministerio de Educación. De entre las muchas ediciones en las que participó dedicando su valioso tiempo a los demás, destaca su Autorretrato de Chile, antología que incorporó lo más selecto de las letras chilenas de su tiempo. Luego de su repentina muerte el Ministerio de Educación dedicó al narrador el ya mencionado número de la revista Cultura. En dicho espacio sus cercanos dejaron impresas las más afectuosas páginas que se haya destinado a escritor nacional durante el siglo XX chileno.

 

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Notas

[1] Pienso en la sorprendente narrativa de Diego Zúñiga, quien en su reciente novela Racimo, retoma el tema de la desaparición de las niñas en Alto Hospicio, cuestión aparentemente olvidada por la opinión pública y que en su momento fue motivo de portada en los periódicos durante la década pasada. Como ocurre con otros casos similares, una vez encontrado y condenado el culpable la historia de las niñas desaparecidas se fue cubriendo por una suerte de camanchaca que dio lugar a otras preocupaciones. En el año 2014, Zúñiga recupera del olvido este caso y lo relaciona con macabros acontecimientos vinculados tanto a la muerte de obreros de una fábrica ligada al mercado de fabricación y exportación de armas como al oscuro y soterrado tema de la trata de blancas en el norte de Chile. Ambos tópicos en la novela de Zúñiga se conectan con la desaparición de las niñas en Alto Hospicio.

[2] En adelante cito por la edición de Lom de 2014 que incluye el prólogo que Luis Alberto Mansilla presentara en la edición del año 1995 de esa misma casa editora. En estas ediciones se ha actualizado la ortografía de la palabra oscuro, iniciativa que asumo también para citar esta novela.

[3] En 1960, por iniciativa del Grupo Fuego de Poesía en colaboración con La Escuela de Artes y Oficios, se publicó una nueva edición de La ceniza y el sueño, precedidas por un prólogo de Pablo Neruda, y poemas de Ángel Cruchaga Santa María y de Juvencio Valle. Se trata de una cuidada edición cuya portada, ilustración y viñetas pertenecen a Aníbal Alvial B. Abre la edición un retrato de Nicomedes Guzmán dibujado por Pedro Olmos. Aprovecho este espacio para agradecer la gentileza de la profesora Olaya Vásquez, hija de Nicomedes Guzmán, quien me facilitó un ejemplar de esta edición de La ceniza y el sueño, más otros valiosos libros de su padre que me han ayudado mucho para organizar estas notas.

[4] Para el lector interesado en la biografía de Nicomedes Guzmán, recomiendo los estudios de Mario Ferrero que cito en la bibliografía, pero sobre todo los valiosos testimonios de quienes conocieron al autor y que le rinden homenaje en Cultura. Revista de Educación. N°96 (primavera 1964). Allí junto a dos textos de Nicomedes Guzmán, figuran los testimonios de escritores como Luis Sánchez Latorre; Enrique Lafourcade; Homero Bascuñán; Ricardo Latcham; Fernando Durán; Francisco Javier Puentes. Algunos de ellos amigos de infancia y otros que lo conocieron ya mayor rinden homenaje a su compañero de letras. También figura un interesante ensayo sobre la generación del 38 escrito por el historiador Julio César Jobet.

[5] Interesante es el homenaje que Volodia Teitelboim rinde a Nicomedes Guzmán a través de un discurso que fue leído en la sede de la Sociedad de Escritores de Chile, en julio de 1994, en conmemoración a los 80 años del nacimiento del autor de La sangre y la esperanza. El discurso fue publicado posteriormente por la revista Pluma y Pincel N° 170 y está actualmente en versión digitalizada en los registros de Memoria Chilena de la Biblioteca Nacional.

[6] La violencia sexual en adolescentes es tema recurrente en la literatura chilena del siglo XX. Al respecto recomiendo los análisis y en especial el marco teórico que presenta la profesora Rubí Carreño Bolívar en Leche amarga. Violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo XX (Bombal, Brunet, Donoso, Eltit). Santiago: Cuarto Propio, 2007.

 

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Bibiografía

- Álvarez, Ignacio. “Para leer La sangre y la esperanza un día como hoy”. La sangre y la esperanza. Santiago: Lom, 2014: 5-14.
- Aguilar, Milton. “Nicomedes Guzmán y la generación del 38”. La sangre y la esperanza. Santiago: Lom, 2014: 17-22.
- Carreño, Rubí. Leche amarga. Violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo XX (Bombal, Brunet, Donoso, Eltit). Santiago: Cuarto Propio, 2007.
- Eakin, Paul John. Living autobiographically, How We Create Identity in Narrative. Ithaca and London: Cornell University Press, 2008.
- Ferrero, Mario. Nicomedes Guzmán y la generación del 38. Santiago: Ediciones Mar Afuera, 1983.
- Ferrero, Mario. La prosa chilena del medio siglo. Santiago: Editorial Universitaria, 1960.
- Guerra Cunningham, Lucía. “El conventillo: signo del deshecho y signo híbrido en Los hombres oscuros, de Nicomedes Guzmán”. Anales de Literatura Chilena 1 (2000): 117-134.
- Guzmán Nicomedes. Autorretrato de Chile. Santiago: Zig-Zag, 1957.
–—. La sangre y la esperanza. Santiago: Lom, 2014.
–—. Los hombres oscuros. Santiago: Lom, 2014.
–—. La ceniza y el sueño. Poemas. Santiago: ediciones del Grupo Fuego de la Poesía, 1960.
- Mansilla, Luis Alberto. “Prólogo a la segunda edición”. Los hombres oscuros de Nicomedes Guzmán. Santiago: Lom, 2014: 13-21.
- Merino Reyes, Luis. “Retorno de Nicomedes Guzmán”. Punto Final, (15 de octubre) 1992: 20.
- Neruda, Pablo. “Sobre estos antiguos versos de Nicomedes Guzmán”. Prólogo a La ceniza y el sueño. Poemas. Santiago: ediciones del Grupo Fuego de la Poesía, 1960.
- Sánchez Latorre, Luis. “Nicomedes Guzmán”. Cultura. Revista de Educación 96, primavera 1964. 11-12.
- Pearson, Lon. “Prólogo a la edición de 1999”. La sangre y la esperanza. Santiago: Lom, 2014: 15-16.
- Urbina, José Leandro. “Prólogo a la segunda edición”. Los hombres oscuros de Nicomedes Guzmán. Santiago: Lom, 2014: 7-12.



 



 

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