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Nicomedes Guzmán: Los cien años del escritor obrero
Por Soledad Rodillo
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Nicomedes Guzmán, el escritor del proletariado, se sentía orgulloso de haber sido criado en el “barrio trágico” de Mapocho. Como escribió en su autobiografía: “Un barrio trágico, pero de una arisca y avasallante belleza, que intenté desentrañar ambientalmente en mis novelas Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza”.
Guzmán también se sentía orgulloso de sus padres obreros: él, maquinista de tranvía; ella, dueña de casa y empleada doméstica, como los padres de Enrique Quilodrán, el joven protagonista de La sangre y la esperanza, su novela más conocida. Asimismo se enorgullecía de haber sido autodidacta y de haber tenido que trabajar desde pequeño. Como el niño Quilodrán, Nicomedes Guzmán debió abandonar el liceo para ayudar económicamente en su casa. “En el trabajo precoz, comúnmente para hombres mayores, la vida me fue una escuela dura pero maravillosa. Las urgentes necesidades hogareñas obligáronme a enfrentarme a la visión del mundo en mucho espantable, desconcertante y, sin embargo, ejemplarizador”, escribió el autor en un prólogo de 1954.
El escritor, nacido como Óscar Nicomedes Vásquez Guzmán (Santiago, 1914), fue acarreador de cajas en una fábrica, ayudante de chofer, mandadero, ayudante de tipógrafo y encuadernador hasta que llegó a trabajar en una modesta oficina de corretaje de propiedades, donde conoció las máquinas de escribir y comenzó “su formación intelectual”. En su infancia había escrito algunas viñetas literarias, aunque su madre le aconsejara que no siguiera con esas cosas: “según ella, ‘eso de escribir era para la gente adinerada’”.
Pero Nicomedes Guzmán desoyó el consejo y escribió un libro de poesía, La ceniza y el sueño (1938), que le permitió conocer a su amigo Pablo Neruda, y al año siguiente una novela, Los hombres oscuros, cuya publicación –en una pequeña imprenta con prensa a pedal de la calle San Pablo- le costó sus escasos ahorros. Su novela más célebre, La sangre y la esperanza, aparece en 1943 y tras ella, el premio municipal de literatura, los lectores y las traducciones a varios idiomas.
Ambas novelas –recién reeditadas por Lom a raíz del centenario de su autor- transcurren en la década del 30 y tienen como fondo la huelga de los tranviarios y la miseria de las clases populares. Guzmán va a mostrar –sin tapujos- la pobreza denigrante de quienes vivían en los barrios de Mapocho y Club Hípico, con sus carencias y enfermedades, con sus muertes injustas, con su hacinamiento, suciedad y desolación. Acá no existen otros barrios, solo el suburbio pobre que se llena de cesantes que vienen del norte y se dedican a pedir limosnas; ni tampoco hay casas, solo conventillos con piezas forradas de papel diario que serán la lectura nocturna del lustrabotas Pablo Acevedo, protagonista de Los hombres oscuros y por cuyas paredes se filtrará “la voz del tortillero afuera de la calle, el somier de los vecinos, el rumor de una máquina de coser, la mujer que chilla bajo los golpes de su marido”.
Nicomedes Guzmán escribe de lo que conoce y no elude el dolor. Cuando escribe de los conventillos incluye a todos sus habitantes, “gente de la más baja condición social”, como escribió en su primera novela: “obreros, peones, mozos, costureras que se amanecen pedaleando, lavanderas que consumen su vida curvadas sobre la artesa, rateros y putas”, que conviven junto a borrachos, enfermos, comerciantes ambulantes, heladeros y choferes de tranvía.
Estos mismos personajes vuelven a aparecer en La sangre y la esperanza, su novela más compleja, la más limpia de metáforas, la que se centra en una familia del conventillo donde pareciera que la miseria tiene algo de dignidad y esperanza. Es la familia de Ernesto Quilodrán, cuyo padre, chofer de tranvía, está comprometido con la lucha sindical, tal como Nicomedes Guzmán –representante de la generación del 38- fue siempre un escritor comprometido con la acción política y social.
En sus novelas, tanto las primeras como en La luz viene del mar (1954) va a mostrar la tristísima miseria de las zonas interurbanas y las luchas sociales de las asociaciones de obreros y los distintos sindicatos, en quienes ve una luz de esperanza para salir de esta pobreza. Así también creía que la transformación del pueblo pasaba por la lectura. Lo dijo en su novela La sangre y la esperanza: “Yo no sé que sería de los pobres hombres si no existieran los libros ni quienes los hicieran” y lo hizo durante su vida, dedicada a escribir y a buscar talentos, a preparar antologías y a organizar encuentros de escritores desde el norte al sur del país, y predicar de la cultura, a pesar de su precaria situación económica.