El número 96 de “Cultura”, Revista de Educación, circula dedicado a Nicomedes Guzmán, chileno de raíz, con la entraña pulida en los mejores filos de la gracia, la picardía y la nobleza populares. Sus libros se derraman en sangre humana. Forjado en el rigor de un medio social angustioso, leyendo, primero, a tropezones, no permitió que la vida apagase las luces de su genio. Si en alguna ocasión robó algo, fue, entonces, cuando muchacho: “robó horas al sueño” para convertirse en hombre de sien abierta a los problemas de la humanidad. Nicomedes Guzmán nunca tuvo corta la medida del alma: sus manos trabajaron no sólo en sus campos; supo darse tiempo para servir a los demás, fortaleciendo, así, lo que constituía su aire: la vida de los libros. En esa prodigiosa Colección “La Honda”, concebida y realizada por él, vive en 12 escritores, como en su reloj de gloria. Nada más justo, pues, que esta publicación de homenaje “a la personalidad y a la obra” del gran novelista de “Los Hombres Oscuros”, visto, aquí por Luis Sánchez Latorre, Enrique Lafourcade, Homero Bascuñán, Ricardo Latcham, Fernando Durán, Francisco Javier Fuentes y Julio César Jobet.
Queremos, ahora, evocarlo, en su último viaje a nuestra Antofagasta, durante el otoño de 1964. Parecía caminar en busca de reservas de sol. El brioso compañero de algunos años antes aparecía con muchos de más bajo el abrigo que no abandonó ni en las horas de comida. Gustaba tenderse en nuestro lecho y hablar en medio de largas pausas. Una tarde, súbitamente, nos confesó sus deseos de comer “picarones”. Fuimos a un café, acompañados por el musicólogo Ernesto Vásquez. La tierna golosina obligó a Nicomedes a recordar su infancia proletaria, sus antojos de niño pobre que suspiraba por platos deliciosos: —¡ Y usted, pariente —dijo a Vásquez—, no pasó hambres cuando “cabro”...?
No era una pregunta lanzada porque sí: Nicomedes Guzmán fue el seudónimo de Oscar Nicomedes Vásquez Guzmán, gustador de otro plato nacional de estirpe humilde: las pantrucas. Solía comerlas en casa de Cayetano Gutiérrez Valencia, (el dibujante Zayde), en cuya mesa santiaguina era habitual encontrarle: —¡Hasta en la Plaza de Armas se siente este olorcito macanudo... ! —elogiaba, entrando a la cocina con paso de muchacho glotón, la cocina donde sonreía Lidia, la esposa de Cato Gutiérrez.
Nuestra postrera comida la celebramos en el reservado de un restaurante sin campanillas, (hoy desaparecido, el “Haití), en Antofagasta. El reservado nos quedó demasiado grande. Reparando en tantas sillas vacías, propusimos a Nicomedes que convocara a los amigos lejanos para que “las ocupasen”. No vaciló en llevar adelante la idea:
—Aquí, el compadre Homero Bascuñán... Allá, Luis Sánchez Latorre... A mi derecha, Jacobo Danke... Acá, Oscar Castro... ¡Dónde sentamos a Julio Moneada...! Al lado de Ester, Norberto Bernal...
Nos despedimos, casualmente, en la esquina de la clínica de don Antonio Rendic, el médico-poeta de Antofagasta, una esquina bastante literaria:
—¡Hasta pronto, Nicomedes!
La frase exacta debió ser:
—¡Hasta siempre, hermano!
Nicomedes Guzmán está de pie en la esquina de todos los libros de nuestra generación, como su mejor imagen de alegría, de esperanza y de materia creadora. Está como un sencillo tricolor de papel de seda, bailando encima del corazón de su pueblo, al que amó y sirvió sin fanfarrias; pero, con entera voluntad de ternura y verdad.
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Evocación de Nicomedes Guzmán
Por Andrés Sabella
Publicado en La Nación, 21 de febrero de 1965