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Entrevista con Nicolás López-Pérez:
«En Chile la estructura neoliberal sufrió un colapso semiótico»
Por Ernesto González Barnert
Publicada en Diario Cine y Literatura, 22 de enero de 2020
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Los días del estallido social chileno no son épocas tímidas para editores y escritores. En efecto, por estas fechas se ha mantenido un volumen interesante de propuestas y de publicaciones -a pesar de las jornadas de repliegue y de contingencia-, y casi al unísono de la urgencia, un ejército de lanzamientos ha mantenido la primera línea del dialogo, la conversación inteligente, la emoción y el escalofrío en la espina dorsal.
La poesía hace rato tenía el diagnóstico y las respuestas. Dentro de los que dan en el blanco, y uno de los nuevos autores que más ha llamado mi atención (por su incipiente obra en construcción y proyecto, además de catálogo) es Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990), quien retomó los viejos caminos romanos de la novísima generación (Ilabaca, Ramírez, Paredes, Gómez, Ruiz y especialmente de Héctor Hernández Montecinos) a nivel latinoamericano, creando una bibliografía de lujo a bajo coste con las semillas y nuevos brotes de esa poquita fe (la microeditorial Litost), y en paralelo al reescribir día y noche la propia obra consciente de esas búsquedas, y sumar las propias en pos de ampliar -como bien dice– este sistema nervioso, dándonos poemas en estado de ignición a la velocidad del desplazamiento interior y cívico.
Atentos, repito, con este poeta arquitectónico, su editorial y sus traducciones, porque además de escritor, López-Pérez es también abogado de la Universidad de Chile, amén de codirigir la ya mencionada casa impresora y revista Litost; y su obra incluye Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).
—Nicolás, como poeta y editor joven de un catálogo interesantísimo en la propuesta chilena y latinoamericana, ¿cuál crees que es el aporte de la poesía a la disciplina intelectual chilena?
—Sin ánimos de avasallarme en taxonomías ni dogmatismos que me pueden complicar, dibujo a la poesía como una simbiosis entre pensamiento y emoción. En ese sentido, como algo que es parte de lo intelectual. Sin embargo, considérese “lo intelectual” como un producto de la inteligencia, de la capacidad de comprensión y entendimiento de una cosa. La noción de “intelectual” más bullada es esa que nace a fines del siglo XIX en Francia con el llamado affaire Dreyfus, donde destaca el J’accuse de Émile Zola en la primera plana del diario L’Aurore. Lo curioso en ese acuñamiento del ruido “intelectual” –que hoy reverbera en buena parte de la gente- pasa que los involucrados eran precisamente escritores y tenían una postura crítica frente a la institucionalidad. La escritura como un espacio de resistencia frente al poder, como una investigación que desentraña lo corrupto, lo putrefacto, lo que nos tiene podridos.
En tiempos de crisis, la poesía ha sido aliada de lo subterráneo, de los perseguidos, de las mordazas. Las crecientes oleadas de resistencia en toda Latinoamérica, mucho más visibles en este siglo, han direccionado a la poesía a un destino distinto al que llegaba hace cien, cincuenta años. Antes la comprensión de la poesía pasaba como una palabra que puede cambiar el mundo o al menos hacer la diferencia. Y uno ve en la historia de la poesía latinoamericana como ejemplos notables a Vicente Huidobro con una escritura adelantada que lo llevó a ser candidato a la presidencia de Chile en 1925 y candidato al Premio Nobel de Literatura en 1926, a Gabriela Mistral generando redes y discutiendo en distintas latitudes (hay unos discursos suyos muy potentes, como el que le dio a los graduados de 1933 de la Escuela-Granja de México), a la vanguardia andina con Trilce de César Vallejo y 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, a los antropófagos en Brasil liderados por Oswald de Andrade, a la pega de Josefina Plá en Paraguay, entre otres.
La literatura es ya un objeto y un sujeto indestructible, después de haber sido un objeto y un sujeto creados para ser destruidos. Por otra parte, creo que hoy la comprensión de la poesía pasa por una marginalidad especial. Edward Said ponía al intelectual como un outsider, metido en su propio exilio, al margen de la sociedad. Antes de la relación de la poesía con el exterior, lo relevante es la conexión que tiene el que va leyendo, escribiendo poesía consigo mismo. Tal vez un taller de lectura creativa puede bajarle los humos a uno de escritura creativa. Oí algo así en una conferencia que dio Mario Montalbetti en la Universidad Diego Portales hace unos meses.
Vuelvo a esa marginalidad especial, sin pecar en teorías generales o fórmulas de manual, me parece que es la palabra la que va cambiando a quien la toma. Desaparece esa grandilocuencia hacia afuera y viene una revolución interna que se va compartiendo con la gente, con la vida que se va haciendo en un mundo que nunca antes había sido tan calmo y tan convulsionado. Esta es la era de las paradojas. En Litost, junto con mi querido amigo Héctor Hernández Montecinos, hemos publicado poetas que han sido antologados bajo la rúbrica de “novísima poesía latinoamericana”, autores en su mayoría sub 40. Las antologías en que pienso, son las monumentales 4M3R1C4 que Héctor ha publicado ya en dos volúmenes. Uno en Chile el 2010 y otro en España el 2017.
En fin, esto da para largo, más que aporte es poner a rodar la bolita de la sospecha y la conversación entre distintos territorios mestizos que más allá de tener sus particularidades, comparten bastante más que un tratamiento de la lengua en común.
—¿Cuáles son los ejes o problemáticas que has buscado desarrollar en tu arte poético?
—Un poco vuelvo a la idea inicial. Creo en trazar puentes para que los encuentros entre pensamiento y emoción puedan producirse. No sé si se me declaro seguidor de esta idea que cultivó María Zambrano –y luego Chantal Maillard- de la razón poética, creo que la literatura funciona como un sistema nervioso. A veces pienso a los textos que ensamblo, como si fueran pequeños collages que vienen de un mundo que no existe a estimular otro también inexistente. La inexistencia puede mucho. Y esos textos van trabajando con el futuro, detrás de un prestidigitador machucado por lo adverso, lo solitario y por la incomprensión que dice en estos pequeños cuadrados de hielo otra vida es plausible, otra fantasía donde seguir fijando una mirada. El eje de mis poemas no es novedoso, tal vez coincido con otra gente, en la experiencia nítida de lo difícil que se hace trazar el nido sobre un mundo hecho de oprobio, escombros y muchos quince minutos de fama. Una cosa más mental que corporal o animosa. Los escombros, las ruinas me remiten a una lejanía que me va doliendo. Pero no. Me cuesta creer que uno puede ser lo que ha sufrido, lo que se puede perder y lo que le fue arrebatado. Muy neoliberal. Prefiero imaginar un desarrollo del poema que hable del futuro, de un tiempo posible como las cosas que uno hace, dice y contradice. “Un experimento con la lengua y desde la lengua”, en la idea de Bohumil Hrabal.
La vida misma. La vida por delante. Después de todo, en un poema el lenguaje mismo es la distancia que se quiere acortar. O no. Quizás la voluptuosidad de lo simple que deja de ser la vida cuando se le da una tercera vuelta en la cabeza. El misterio y el ritmo de que el libro de uno lo vaya escribiendo a medida que avanza en la escritura de la edad. Y llega un momento en que la poesía de uno puede ser más que el propio yo. De un salto a la pasión por el lenguaje, ¿y de pasión? Padecer. Ser víctima, objeto de una acción. O ser patético, de raigambre griega pashko, esto es, sufrir una determinada acción, un cambio en el mundo. De ahí que patético sea parte de la sensibilidad, ¿o qué decimos cuando decimos simpatía, antipatía y empatía? Hay que tener cuidado de caer al abismo de lo incomunicable o de la máscara que impida ser uno mismo. Mi desafío en el cruce entre emoción y pensamiento está en articular el lenguaje que quiero y complicarlo y en la coherencia en los materiales de construcción empleados para edificar y demoler.
—En tu experiencia como poeta, ¿cómo ha sido tu relación con Pablo Neruda?
—Peculiar. La primera vez que tuve noción de la poesía fue por Neruda. Iba en primero básico y en el texto escolar de castellano habían varios poemas ilustrados para niños. Recuerdo algo de Gabriela Mistral y la “oda al caldillo de congrio” de Neruda. Según la profesora yo leía bastante bien y por eso me seleccionó para leer ese poema en voz alta en un acto del colegio. Ni idea lo que estaba haciendo ni idea que estaba participando de esos rituales escolares (y marciales) que hoy me parecen agotadores, creo que solo recuerdo el aplauso de la gente. Esta anécdota la he reconstruido gracias al relato de otras personas.
Después, Neruda apareció en formato de libro. Creo que leí Crepusculario y el clásico Veinte poemas de amor… Lo extraño es que en medio de mis lecturas se coló el conocido Cuentos de la Malá Strana de Jan Neruda, un pariente que no es pariente ni nada que ver. Cebada de otro costal. Igual me pasa que en Pablo Neruda veo una enciclopedia de poetas chilenos. A lo largo de su obra creo que puedes encontrar al mejor, al peor, al empalagoso, al panfletero, al de la buena mesa, al soñador, al machista, al iluso, al de voz sempiterna, al surrealista, al profeta, al clásico, al imaginativo, al burdo, al parralino. Suma y sigue. Como si fuera Fernando Pessoa, cambiándose el nombre una sola vez y viviendo con ello. Trabajos como Residencia en la tierra y Canto general son obras que harán vivir a la lengua castellana más allá de su propia ruina. Cuando un idioma deje de ser hablado, sus últimos suspiros estarán en sus monumentos literarios, en los estudios publish or perish del mañana.
—¿Cuál es el peor error que puede cometer un poeta?
—Como cualquier persona, caer en un set de posturas dogmáticas que deterioren su existencia en la sociedad. Quiero decir, ser incapaz de escuchar, de conectarse con su propio entorno y de propender al encuentro respetuoso, fructífero y jovial entre las distintas formas de vida.
—¿Diez libros que te hayan marcado a fuego como escritor?
—Upa, el pensamiento en esta pasada es algo bestial. Se me vienen varios a la cabeza. “Más rápido que la velocidad va el pensamiento”, toda la verdad para ese verso del poeta mexicano Homero Aridjis. Estoy paladeando esta inquietud y creo que mis niveles de ansiedad –o cuánto color me quiero dar- me hacen espetar un vestigio para poder ser rastreado o jodido más adelante. La lectura tiene una cuota de culpa. Y algo de los otros, amigues que van recomendándole cosas a uno. Un poco veo como la literatura fascina más allá de lo que me ocurre a mí. Aquí vamos con la respuesta puntual: Las ciudades invisibles de Italo Calvino, el Popol Vuh, La epopeya de Gilgamesh, Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, Nieve de Orhan Pamuk, El mismo mar de Amos Oz, Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio, Medusario: muestra de poesía latinoamericana, El hombre es un gran faisán en el mundo de Herta Müller y El cubilete de dados de Max Jacob. Creo que hay diez, ¿no?
—¿Qué verso llevas como un mantra dentro de ti?
—Por efecto de la causalidad y no de la casualidad, se me vienen estos a la cabeza: “todo lo que tengo lo llevo conmigo” de Herta Müller; “lo que nunca volverá otra vez / es lo que hace la vida tan dulce” de Emily Dickinson. Una vez suelto con estos mantras (palabras aplastantes), tengo ganas de compartir algunos otros fonemas que más allá de mantra se juntan en un pequeño yantra.
Por ejemplo, un estremecimiento de la piel con Pablo de Rokha (“y mi dolor chorrea de sangre la ciudad”), con Enrique Verástegui (“porque una lengua hablará por tu lengua / y otra mano guiará a tu mano / si te quedas en mi país”), con Raúl Zurita (“todo mi amor está aquí y se ha quedado / pegado a las rocas, al mar y a las montañas / pegado, pegado, a las rocas al mar y a las montañas”). Este último es precioso, debe haber varias versiones en youtube, es alucinante cuando Zurita se pone a repetir: “pegado, pegado” con esa voz desgarrada. La primera vez que lo oí fue muy emocionante. Quedé con esos versos, literalmente, pegados a la cabeza.
Algo parecido me pasó el año pasado con un verso de Paula Ilabaca que dice: “estoy escribiendo, no puedes tenerlo todo, pues se castiga a quien lo hace y vence”. Precioso. De verdad uno no puede tenerlo todo, ¿o sí? A veces, mantra de esperanza como el de John Ashbery: “que en mí creas como yo en ti / como un proyecto del que nadie habla” o de sospecha, en los casos de Mario Montalbetti: “compañeros lejos de mí decirles qué hacer pero he visto a banqueros hacer lo mismo” + “Un ave. Un mar. Un video al límite, cinco / segundos de horizonte y a ver qué haces” y en el caso de Bertolt Brecht: “un tiburón no es un tiburón / si uno no puede demostrarlo”. La sospecha es maestra de vida estos días. Quizás se trata de ir hasta las últimas, como leí en un otrora mantra de calle: “con todo sino pa qué”. Estos versos son parte de una pequeña maleta que llevo conmigo a donde voy.
—¿Cuál crees tú que es el gran aporte de la enseñanza literaria para el país?
—Instruir gente para esta gran guerra: la guerra contra la imaginación. En el camino ir puliendo pequeñas piedras, ir sacando la belleza que viene a través de la aventura literaria. La labor del profesor como un inolvidable, ¿cuántos profesores no se nos olvidan? En el reverso, ¿cuántas emociones recibe un profesor al ser reconocido por parte de su alumnado alguna vez en la vida? Instruir en el fomento de un pensamiento propio, en la articulación del lenguaje contra el mundo y poner una pregunta donde en otra generación hubo un tabú. Y la enseñanza literaria como una manera de entender mejor el silencio y los lenguajes de otros lugares como la astrofísica, la nanotecnología, la neurociencia. Las posibilidades de la imaginación, de creatividad, de tiempos posibles que puedan ser ayer, hoy y mañana, de casas nuevas y viejas que puedan habitarse y atesorarse como un lugar donde se fue feliz. La imaginación es asediada por la falta de generosidad que una persona tiene consigo misma cuando se piensa escribiendo o leyendo. En la enseñanza literaria, enseñar a leer a uno mismo, a los otros. La literatura es colectiva, pero también íntima, fascinante y hermosa. Y desde ahí, apañar con las señales en la carretera, con los puentes para cruzar los mares y con las luminarias que muestren la ruta. En la enseñanza literaria, como me escribió una amiga, hace falta encontrarse, sembrar, bailar, reír.
—¿Qué poema tuyo leerías hoy, en una sala de clases?
—Considerando lo que respondí antes, pese a que en general no sé qué poema leer en tal o cual circunstancia, si esto sucediera hoy me quedo con uno titulado “ultraortodoxia”. El texto pasa por una reescritura de “a la misteriosa” de Robert Desnos, viajando en algo así como un segundo tiempo de una persona en la vida de uno. Vale decir, cuando desaparece de lo físico y aparece en el espacio de las ideas, las imágenes y secuencias que uno asignó a tal y cual sensación. Una ultratumba del luto, un camino equivocado si se busca una terapia a través de la escritura, una catarsis contra la vanidad poética.
—Entrando a la contingencia política y social que vive el país, ¿qué medidas concretas ayudarían al chileno o chilena luego de este quiebre en su cotidianidad?
—Esta oleada de sobrevisibilización de problemas a nivel transversal en Chile evidencia que otra vez las formas de hacer política están exigiendo un cambio. Hoy más que nunca no da lo mismo por quien uno vote o por quien uno comience a romper lanzas en público. La distinción entre lo público y lo privado, en algunos ámbitos, parece ser ya espuria. Me causa inquietud la cantidad de expertos que el país ha formado y cuyo impacto –en términos reales- no se manifiesta en la manera deseada. Son cientos los becarios Conicyt para realizar posgrados en las diferentes disciplinas de conocimiento, ¿no hay graduados en economía, derecho, sociología, políticas públicas que puedan pensar un, por ejemplo, un nuevo sistema de pensiones para Chile de acuerdo a las necesidades y realidad de sus habitantes? ¿De qué sirve ser el cuarto país en Latinoamérica en estadísticas de producción científica?
La seguridad social en el siglo XXI presenta una serie de desafíos, desde pensiones hasta calidad de vida de los trabajadores. El segmento mayoritario de la población en Chile va en vías de envejecimiento. La seguridad social y los recursos naturales serán los grandes problemas en las próximas décadas. De acuerdo a las facultades que tiene el ejecutivo es factible un aumento de las pensiones solidarias, sin embargo, parece difícil si el modelo avalado es el de capitalización individual y aún más si en la institucionalidad chilena el movimiento de una pieza política es necesariamente el movimiento de una pieza económica.
La crisis actual en Chile más allá de ser de representatividad y de participación es de confianza. Quizás ahí una medida concreta de fomentar espacios de discusión locales y comunales sea eficaz. Parte en las municipalidades y en la gente de cada territorio. Finalmente, el reverso de la política siempre es el mismo. El sufragio. Una medida concreta está en una constante educación cívica, lo importante que resulta el estar en las instancias de participación tanto institucional (votando) como comunitarias (protestando). Un boca a boca, un trabajo de militancia personal con el cambio más posible. Chile es un país legalista. La apatía política solo será más tiempos de miseria y pataleo.
—¿Qué libro te mueres por editar?
—Me encantaría hacer una edición en Chile de Catatau de Paulo Leminski, un libro alucinante de la ¿poesía? brasileña, latinoamericana y mundial.
—¿Un texto crucial que no pudiste terminar?
—Paradiso de José Lezama Lima. No me lo pensé tanto. Ahí está el libro arrumado entre varios otros pendientes iniciados y dejados a medio andar. Se llega a eso que los japoneses llaman tsundoku, compra de libros, revistas que se van amontonando en casa sin leer.
—¿Cuáles son las coordenadas estéticas y creativas de tu nuevo poemario Escombrario, el cual presentas durante este mes de enero?
—La fusión y confusión de géneros literarios no es novedad. La determinación de esto ha venido del trabajo de la crítica y la academia y sus intereses. El milenio pasado fue el milenio del libro. No se sabe con certeza si este será un segundo milenio del libro. Las posibilidades de reproducción del libro se han incrementado considerablemente en un siglo. También ha ocurrido con las posibilidades de lectura y las asociaciones que se pueden lograr con el lenguaje. Si hablar de libros que confunden o funden los géneros literarios, la lista es un rango abierto pero acotado.
Por ejemplo, los Upanishads, Anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton, Sociedades americanas en 1828 de Simón Rodríguez o El pez de oro (1957) de Gamaliel Churata. No hace falta seguir nombrando por ahora. Vale más revisar los modos de producción, difusión y recepción de estas y otras obras. No quiero decir que Escombrario se sienta en la incomodidad de estar ubicado en la sección poesía, sino todo lo contrario. Lo incómodo que resulta aceptar y, más allá, comprender que la escritura lejos de tomar una forma, toma una actitud frente al mundo. No es el género en la escritura, sino en la lectura. En ese sentido, la certeza y la identidad como información para tomar decisiones y ya.
Decisiones que pueden resultar en pequeñas cárceles disfrazadas de óptimo de Pareto. El mercado reduce la cantidad de escrituras posibles, no sé si en relación a un darwinismo creativo sino a una cacería que busca homogeneizar lecturas y escrituras. Lo mismo persigue a la opinión. El mercado se siente más cómodo si la singularidad es un commodity y no una manera de imaginar un mundo posible.
Escombrario funciona como una escritura desde otro ángulo, prueba formulaciones, refuta otras y redescubre territorios para pasar una noche y luego partir. La fusión y confusión de géneros literarios es incrementada a partir de la mudanza de la escritura en cuanto soporte. Pasar de una escritura manual a una digital tampoco es gratis. Buena parte de los textos de este proyecto se publicaron en Instagram, empleando como material de construcción no solo la plataforma y la simbiosis imagen-texto, sino también la velocidad en que el pensamiento va generando posibles fugas para las palabras que salen de la mente a pegarse sobre las cosas. La globalización en su fase digital y electrónica va reprogramando las configuraciones de cada lector. La literatura es ya un ciberespacio.
Por otro lado, en Escombrario me pongo el desafío de pensar a la poesía sin poema. Y como esto puede ser una actividad de laboratorio, el método inductivo exige fundar las hipótesis, ¿o es que habiendo tantos otros lenguajes y nomenclaturas posibles se va a disputar la vida y la muerte en la misma isla? Vuelvo a la idea de “leer como”. Si Escombrario se lee como poesía, las consecuencias son unas. Y otras, en el caso de que se lea como alguna otra forma o género. O si se supera esa pregunta de qué o cómo se lee, ¿a dónde vamos? Un texto como un búmeran que vuelve –luego de no impactar otro cuerpo- incluso en gravedad cero. Hay poemas que me llaman la atención, donde la arquitectura queda a merced de las conexiones nerviosas que produzca la percepción de los símbolos y sus trayectorias. En algunos de estos, el sostén de todo puede residir en significados y palabras que por obra del lenguaje van formando y deformando una imagen mental.
Por ejemplo, “Se querían” de Vicente Aleixandre en su última estrofa y “la paz, la avispa…” de César Vallejo. Sustantivos, adverbios y adjetivos componiendo una carretera para viajar por algún sentido o mente. Tal vez no necesariamente en todos los principios era el verbo que se hizo nombre, carne y conjugado a la realidad saltó. El trabajo en Escombrario pasa igual por un filtrado de fragmentos, pedacitos de vida, escombros que se van imaginando a sí mismos como una obra. Y que ponen a la escritura en un gerundio perpetuo y cambian su expectativa de lectura. Pero a la vez como en la idea de Enrique Vila-Matas, lo extraño y lo fascinante de la literatura reside en que por cada lectura sufre mutaciones. La palabra puede cambiar en algún momento. La poesía puede imaginarse como energía. Sujeta a transformación. El librito Escombrario se podría haber hecho incluso al revés. Me causa curiosidad esa lectura ¿en dirección contraria? que tienen los idiomas hebreo y árabe. Escritos y leídos de derecha a izquierda. Ocurriendo la posibilidad de custodiar otros misterios. No sé tan bien lo que es Escombrario, pero sí lo que está siendo. Latitud y longitud. «Si falta algo tráigalo, no lo diga». Este leitmotiv en Santurce, Puerto Rico. Llega a mi cabeza gracias a mi amiga Nicole Delgado.
—Como abogado y autor de una generación de poetas que abren la tradición literaria de Chile en este siglo XXI, ¿qué significados históricos, tienen para ti, los acontecimientos que sacuden a la República desde el 18 de octubre de 2019?
—Más que significados, estoy pensando en usos. La historia es un arma de servicio. De eso ha sabido el monopolio de la fuerza, en la expresión de Max Weber. Por lo mismo, entre la calle y el discurso oficial desde los poderes del Estado hay una serie de distorsiones a las que hacer frente. Si algo significa tal cosa no necesariamente se hace algo con ello. El uso de la información y cómo nos vamos respaldando en ello para continuar haciendo cosas. No estoy pensando en la sobrevaloración de los datos estadísticos, por ejemplo, que la administración Piñera cuente con un 6% según la última encuesta CEP (¡y qué eso genere una serie de memes!), ¿podemos seguir creyendo en estas mediciones, después de las últimas elecciones presidenciales en Chile y Estados Unidos?
Quizás no hay presente en el mundo al que no se pueda entrar como a una herida. Cuando pienso en la información quiero llegar a pensar en el dolor y en cómo se gestiona para continuar habitando el espacio vital y el lenguaje mismo. Me recuerdo de la portada de la edición de Variaciones ornamentales (1979) de Ronald Kay que la UDP reeditó en 2009. En el prólogo a ésta, Zurita se hace la pregunta por el significado de la imagen que aparece en portada. Esto es, un hombre con los ojos cerrados y la boca abierta. La duda aparece por el verbo en concreto que podría ocurrir en la escena. Por el uso, ciertamente. Gritar, cantar, bostezar, rezar. En cualquiera de los dos primeros casos, ¿cuál sería la causa y cuál sería la intensidad? Lo primero que se me viene a la cabeza es el dolor, ¿y qué hacemos con eso? El dolor porque es una traducción rápida del grito. El grito como la condición de vitalidad, de lo sensorial. Y el dolor, contrayendo. Mostrando un espacio de soledad. Cuando se está padeciendo el dolor, se está solo. Por ahí viene la pertenencia y el crecimiento de la comprensión de lo colectivo. Los cabildos en las vecindades, en los barrios, y la generación de espacios de escucha, siembra y risa. La intensidad del goce es compartida con simpleza. La del dolor, no, requiere un esfuerzo de reconocer al otro. Percibo un exceso y un defecto de la empatía, algo así como una epidemia de ansiedad por apañar o decir que se apaña, por transformarse en portavoces del dolor desde lo propio. Un problema contrafáctico: a las personas llega como un problema del neoliberalismo y al neoliberalismo llega como un desafío respecto de las personas.
Las imágenes de la historia reciente de Chile nos van mostrando desde el afuera del dolor a la indignación y a la desigualdad, ¿o cómo estamos leyendo esas imágenes? ¿Como más de la lucha de clases, como conflictos éticos y estéticos? Tal vez el 18 de octubre de 2019 se abrió el desierto, el desierto de lo virtual, así como en la proeza de Moisés contada en el Éxodo, ¿esperamos tiempos de vagar por el desierto? La posibilidad de acceder a la historia con otros lenguajes. Más allá de acceder, reescribirla. Estamos en una época donde los mitos clásicos ya están moribundos. Desde ahí armar estrategias para desarmar los discursos y rearticularlos en favor de lo colectivo. Sin prisas. Sin la prisa de que algo tenga o no un nombre, de que se pueda o no explicar en lo inmediato. Sin la prisa de interpretarlo para que signifique antes que ilumine un camino.
Recordemos la prisa que resultó en los quince minutos tras el atentado al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, ¿habría sido distinta la imagen del bombardeo a La Moneda si el golpe militar, en los mismos términos que ocurrió, pasara por primera vez el 2019? ¿Cuál es la imagen que nos conmovió y congeló en la primavera pasada? ¿Los ojos, los pacos más violentos, los milicos en la calle, el toque de queda? ¿O la pregunta adecuada comienza con cuántas imágenes? Luego de la imagen posible, la lectura del mundo a través del multimedia, de lo telemático. Y después de todo: el grito. El uso del grito como forma de doblegar al silencio y la opresión. Intervenir el grito. De esto, los contrapoderes. Por ejemplo, la performance de Las Tesis, las instalaciones afuera del GAM, las irrupciones en actividades públicas.
Además de un cansancio de estar viendo como el número de suicidados por la sociedad aumenta, la estructura neoliberal sufrió un colapso semiótico. En ese punto, la desobediencia civil opera como una manera de dar conducción al estado permanente de tensión. Antes a muchos chilenos los unía la confianza, pese al miedo y un ejercicio restringido de la política (en los 90, a través de sufragio obligatorio e inscripción voluntaria). Hoy a muchos los une la desconfianza. Y desde ahí, el grito, la frustración, el resentimiento y los sueños. Todo como una forma de aumentar las posibilidades de hablar las cosas, de dialogar y de continuar preguntándonos cómo habitar y entender este mundo y que siga siendo viable la vida en común. En el horizonte: el futuro como las cosas que se dicen, se hacen y se sueñan.
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Ernesto González Barnert (nació el 30 de agosto de 1978, en Temuco, Chile). Ha obtenido por su obra poética el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2018, el Premio Consejo Nacional del Libro a Mejor Obra Inédita 2014, el Premio Nacional Eduardo Anguita 2009, entre otros, además de varias menciones y becas. Entre sus últimos libros está Equipaje ligero (HD, Argentina, 2017), la reedición de Trabajos de luz sobre el agua (HD, Argentina, 2017), Éramos estrellas, éramos música, éramos tiempo (Mago, Chile, 2018), la reedición de Playlist en EE.UU. (Floricanto Press, 2019) y en Chile (Plazadeletras, bilingüe, 2019), además de la antología Ningún hombre es una isla (BuenosAiresPoetry, Argentina, 2019). Es cineasta y productor cultural del Espacio Estravagario de la Fundación Pablo Neruda. Actualmente reside en Santiago.