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Hacia la desembocadura de un gran río: “Paraná”, de Sebastián Astorga
Editorial Cuneta, 2015. Poesía.

Por Nicolás Meneses



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Paraná es el tercer libro de Sebastián Astorga y el número doce de la colección Menos es más de editorial Cuneta. En su portada se nos da un anticipo de su lectura: una palmera sembrada en un fondo verde oculta en la derecha de su ramaje la cola de un avión. Por el otro lado aparece medio cuerpo de un pájaro trinando. Es decir, el primer poema del libro es del diseñador Ian Campbell, quien recrea uno de los movimientos más importantes en Paraná.

El viaje en que nos introduce este río-libro prefiere ante todo el roce cariñoso de las imágenes peregrinas o sedentarias: una pareja o multitud se contempla, alienígenas intentan pasar desapercibidos en montañas movedizas, un hablante recoge visiones aéreas de Sudáfrica. Pero no se queda solo en eso. En su continuo flujo de poemas las fronteras se corren, los paisajes se transforman en cortinas que velan la travesía, hay cambios, abultamiento y abandonos del equipaje que el lector trata de llevar de vuelta a casa. Constantemente se entra y sale de la ciudad de residencia, se insiste en el viaje, se va al encuentro de la quietud, la búsqueda del control de uno mismo. ¿Cómo encontrar la mirada propia y compartirla con los amigos? Lo que nos propone Paraná es agarrar la batuta del grupo e ir a la conquista de nuevas rutas, amparado en un plano, instrumentos y un vehículo que se ajuste a la geografía.

Las anotaciones de este diario se asemejan mucho a una bitácora de viajes montado en breves anotaciones en verso, de no más de una página –excepto el caso de «Luvina», poema que va hacia el final del libro– y que desajustan su encuadre constantemente. Un Santiago laberíntico y nerviosamente poblado es reemplazado por playas tropicales, por una bucólica visita a un amigo y por la música de Robert Johnson. En Paraná nos encontramos al susurro del mundo en una figura de Buda, un globo terráqueo al lado del computador, los murmullos de la ciudad y la intimidad de un edificio –especie de safari– saturado de ruidos. También escapes abruptos y pequeñas fotografías que se recortan en un rincón de la cabeza hasta salir molidas en pequeños grumos: “Llamó M/ quería preguntarme si sabía/ dónde estaba el moledor de papas” (pág. 23). Y la rabia contra los objetos, la sorpresa ante lo diferente y lo familiar: “Hoy me he quemado cuatro veces con el encendedor” (pág. 27). Los poemas de  Paraná  demandan sobre todo estar atento a lo finito de lo cotidiano desembocado en los rituales de escape, ahí es donde el hablante manifiesta su celebración de la vida: “Qué rico caminar a la fiesta/ mucho mejor que la fiesta” (pág. 33).

El libro nos invita a recorrer con binoculares la selva o a participar con los lugareños en sus actividades, unirse a labores sociales junto a más voluntarios, jugar un partido de fútbol e irse a descansar tirado en la playa. Este poemario pone en la juguera una surtido de elementos propios de la exploración constante que se propone el autor, una exploración que va más allá de la reducida mirada del turista o la curiosidad del pasante, “Un juego de agua donde una ballena plástica puede llegar a devorarte” (36). El autor habla de las ferias de juegos y comidas en una playa amazónica de un Estado perdido de Brasil. Insiste en la dificultad de navegar sobre tierras lejanas. El logro acá es sin duda superar esa condición. La propuesta de este hablante-viajero es siempre retornar al origen, ya sea este una casa en el campo, un departamento, una liebre, un auto o una minga.

El último descubrimiento del libro es dibujar la entrada a la zona de no retorno: “No quiero volver y correr/ el riesgo de que hable un ser humano” (50). Encontrar, también, la voz de un náufrago como “Robinson Crusoe a los piratas” (59). Esos son los efectos de haber ingresado al estado de gracia como apunta Kozer en la contraportada, condición que termina compartiendo el lector. Resistir con todo el cuerpo la posición humana, aferrado a los gritos vírgenes de la naturaleza. Las huellas que quedan moldeadas se lavan por el río, el mar, la lluvia. El gesto final que nos queda es el de recogerse, volver y tratar de revelar la cámara de este diario donde el paisaje revierte su flujo. Terminar el libro e ir cerrando sus páginas, las proyecciones de aldeas y selvas que llevan vestigios a la ciudad y viceversa, a pesar que “Las cañerías son profundas como el amazonas/ Las ventanas el cielo mismo” (45). Paraná nos dice ante todo “Solo después de trazar infinitos rumbos” (49) se puede saber lo afortunado que era..



 



 

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