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¿Existe Dios después del diez?, de Juan Carlos Urtaza
Editorial Aparte, 2019, 71 págs.

Por Nicolás Meneses
Publicado en http://www.loqueleimos.com/ 27 de septiembre de 2019


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En la literatura son varias las novelas y cuentos que abordan el boxeo. Sin ir más lejos, en Chile tenemos El púgil y San Pancracio (Zig-Zag, 1966) de Juan Uribe Echeverría, Mano bendita (Planeta, 1993) de Enrique Lafourcade, Muriendo por la dulce patria mía (Planeta, 1998) de Roberto Castillo (reeditada hace poco por Libros del Laurel) y entre las más recientes Vermouth (Edicola Ediciones, 2017) de Esteban Salinero. Esto sin entrar en la narrativa periodística que se ha hecho un festín con los deportes desde el registro de la crónica, salvando episodios o perfiles de personajes fundamentales de nuestra historia. Sin embargo, a la poesía chilena poco le ha importado el boxeo. Un poema de Floridor Pérez a Arturo Godoy, otro de Jorge Teillier a un viejo púgil. Esto hasta la aparición de Knock Out (autoedición, 2009) de Juan Carlos Urtaza, un libro con la contundencia de un gancho a la mandíbula.

A esa primera publicación siguió no hay mano (La Calabaza del Diablo/ Vox, 2012), donde consagra nuevamente un volumen completo al mundo del boxeo. Esa primera edición contaba con unos cuadros en blanco donde abajo se consignaba un movimiento que el lector no podía más que proyectarlo en su cabeza, como una imagen en 3D o como uno mismo haciendo sombra o sparring. Este año Editorial Aparte publicó ¿Existe Dios después del diez?, que reúne en un nuevo volumen los dos primeros libros del autor más una nueva entrega, perfilando una contundente trilogía pugilística.

Bumaye, título de la nueva entrega, es una palabra que en lengua lingala significa “mátalo”. Urtaza se toma de esta expresión que fue la que gritaron miles en Zaire arengando a Muhammad Alí a no tener piedad contra George Foreman. Es 1974 y en el país africano gobierna el dictador Mobutu Sese Seko. Casi como en una metáfora cruel, el pueblo redirecciona la represión sufrida empapando en sed de sangre el ambiente previo a la pelea. Alguien dirá que es similar a lo que ocurrió con Martín Vargas en los años 80 y algún guiño hay a eso, leemos del poema de la página 41: “Yo quise ser Sugar Ray/ porque golpeaba con elegancia/ y giraba el brazo como un encantador de serpientes// Quise ser Martín Vargas/ porque fue el último ídolo del box/ que paralizó al país entero/ en años oscuros de dictadura”. Bumaye mantiene dos constantes de la poesía de Urtaza: un ritmo arrollador de imágenes que golpean y amagan como fintas explosivas. Y la sutileza de un timming, de un manejo técnico del lenguaje pugilístico propio de un especialista: es la propia experiencia volcada a la escritura, el deportista amateur que transmite su entrega casi religiosa a un deporte cruel y exigente a sus poemas, leemos de la página 55: “Finteo esquivo arremeto pie contra pie/ mete cross rectos al mentón/ nadie espera por mí en el ring-side/ el abuelo muerto me grita lo que no debe hacer”. Eres “Perico de los Palotes” le grita el abuelo a su nieto. No eres tus ídolos, ni Alí ni Joe Louis ni Martín Vargas ni Edwin Valero ni Manny Pacquiao. Eres un cuerpo que padece la violencia de un deporte de contacto, que puede ser la misma violencia de un país maletero, que pega por la espalda, que te quita la memoria, que hace como que no pasó nada y pide seguir adelante.

Sin embargo, Urtaza no se engolosina con la multitud de referentes de los que puede tomarse para escribir sus poemas. Solo algunos boxeadores le tocan la fibra, los que comprendieron mejor la violencia, la derrota, el lado B del éxito. Los que la vida apaleó brutalmente antes de subir al ring, leemos del poema de la página 12: “Tendrás un avión privado/ un Rolls Royce que se estaciona solo/ un fino Yorkshire/ una mujer rubia/ que habla otro idioma// sin expresión ni sonido//no sabes dónde nació/ni dónde estuvo/ estos años en que tú corrías como un negro piojento”. Los boxeadores que pasan de héroes a locos, de profetas a santos; un Pacquiao persignándose antes de demoler a sus contrincantes, un Alí que derriba a su rival y no lo remata para conservar la estética de la caída, un Valero con Hugo Chávez en el pecho tatuado golpeando policías gringos, un Martín Vargas que no puede ganar ni perder, que tiene ojos de perros, que no pestañea; vidas que pueden dar un vuelco de la noche a la mañana: “No sabemos si el próximo paso/ es peldaño o abismo/ si alguien nos besará en los labios/ o clavará sus uñas hasta el hueso.” (pág. 62).

A pesar de que el lenguaje del boxeo ha sido utilizado para intentar volver épica a la vida, atribuyéndole al sujeto la responsabilidad de reponerse frente a la violencia del sistema, la desigualdad y el abuso, incentivando la competición, el individualismo y el sálvesequienpueda, la poesía de Urtaza rehúye a esa dialéctica, cuestionándola, evidenciando su absurdo: “Siempre supe/ por qué nunca debes preguntar// qué quieres ser/ cuando grande” (pág. 42) o del poema de la página 67: “Es vano/ ganó el vicio/ mareó la vuelta/ se cansó de andar con el estómago vacío/ arrastrando los zapatos/ el sueño del mañana/ la promesa del ayer”. O, citando a un hijo ilustre de boxeador, Roberto Bolaño: “Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones, pero que hay que salir y dar la pelea y darla, además de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán), e intentar caer como un valiente, y eso es nuestra victoria”. Porque la poesía de Urtaza es guapeza pura, que no alardea, y eso en un país lleno de cobardes, es un knock out de dignidad.



 

 

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