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La poesía chilena de las últimas décadas: un inventario personal

Por Naín Nómez
Universidad de Santiago de Chile
Cuadernos de la Fundación Pablo Neruda, N° 60, V. 18 año 2007, pp.66 - 73

 


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Una manera de empezar estas breves reflexiones sobre la poesía chilena "viva",es recordar la clausura que se produce a partir de los años cincuenta, ya que resulta difícil entender lo que viene después sin la vuelta de tuerca de ese período. Si la historia del campo literario es la historia de la lucha por imponer las categorías de percepción y de valoración legítimas de la tradición y del cambio, del orden establecido y de la ruptura, esto significa que es la propia lucha la que hace el campo y la temporaliza (Bourdieu, 1997). La autonomía del campo literario desde fines del siglo XIXen la poesía latinoamericana implicó el ostracismo de los poetas y las llamadas al orden con sanciones que significaron la marginalidad, el repudio, la befa pública y hasta la prisión, la locura y la muerte en muchos casos. Desde la "improductividad" de los exquisitos modernistas pasando por la extrañeza, incomprensión y hermetismo comprometido de los vanguardistas, hasta la abierta adhesión al populismo de los postvanguardistas de los años cincuenta, la burguesía no ha cejado en su tarea de repudiar el llamado "arte nuevo", cualquiera haya sido su propósito estético y político. Sin embargo, independientemente de la ideología del buen burgués, basada en el clientelismo de un "arte clásico eterno" que les aseguraba el buen dormir de su pragmatismo cotidiano, la dicotomía entre arte tradicional y arte de ruptura no deja de ser falsamente contradictoria, si pensamos en una "totalidad" literaria que incluye los sobrevivientes de las diferentes tradiciones anteriores, los autores canonizados, los autores rechazados por el canon, los poetas que lo rompen e incluso aquellos desaparecidos de todas las posiciones anteriores.

La tradición poética y la poesía de los cincuenta

Los años cincuenta son el campo de lucha literaria entre las tradiciones canónicas y los poetas que irrumpen con su "novedad" y su "originalidad" (siempre asentada en la tradición, como se sabe), en la contienda. Neruda, Huidobro, Mistral y de Rokha son todavía voces tonantes que se reciclan en los utópicos cantos generales con sus clamores épicos, los altazorianos saltos angustiados en el vacío, o los cortes incisivos en el talaje mistraliano que construye su propia interioridad en ebullición. Poetas de la segunda vanguardia habían desarrollado un discurso epifánico y metafísico hasta la saciedad, buscando una trascendencia mundana que llegó a deslumbrarse en forma absoluta con la vertiente surrealista: es el caso de Humberto Díaz-Casanueva, Rosamel del Valle, Gustavo Ossorio, Eduardo Anguita o la trasnochada Mandrágora, cuyos epígonos (Gómez Correa, Arenas, Cid) terminaron agotando la veta del reciclaje sostenido de las vanguardias. Existía una oscilación continua entre los viejos discursos de la racionalidad absoluta, la del vate portavoz de la tribu, el optimismo del progreso y la búsqueda del poema total versus la desacralización del poeta, el refugio en la interioridad, la representación del juego ilusorio de la realidad y de la fragmentación del sujeto. Más que nunca se trata de resignificar una modernidad en conflicto, o más bien, un campo en disputa desde distintos tipos de modernidad.

Frente a los intentos de instalación hegemónica y de sobrevivencia residual de los discursos anteriores surgen en el período con fuerza algunos poetas que quieren clausurar el entramado del imaginario vanguardista. Son las voces de Nicanor Parra, Enrique Lihn, Gonzalo Rojas, Jorge Teillier, Efraín Barquero, Armando Uribe, Miguel Arteche, Delia Domínguez, Stella Díaz Varín, Alberto Rubio, David Rosemann Taub, Alfonso Alcalde, Mahfud Massís, Stella Corvalán o Rolando Cárdenas, entre otros. Al margen de sus diferencias, que incluyen también continuidades con las vanguardias, en todos ellos se aprecia un repliegue discursivo y temático frente a los cánticos trascendentes anteriores, así como una intensa necesidad de comunicarse con el mundo, lo que tiene su matriz en el anunciado de los llamados “poetas de la claridad”, lanzados por Tomás Lago, en un par de antologías publicadas entre los años treinta y cuarenta. El más importante, es probablemente Nicanor Parra, con quien aparece reformulada la idea rimbaudiana de devolver el arte a la vida, rescatando la parte más oscura, obscena, marginal y degradada de su realidad, por medio del irónico distanciamiento de la antipoesía. Si la voz de Neruda repercute en Chile, Hispanoamérica y España durante la primera mitad del siglo XX, trascendiendo buena parte de la segunda, Parra si bien no la sepulta, la pone en sordina, la desacraliza, la convierte en canon y la cuestiona como vertiente aurática de una épica potente y entusiasta, pero casi en desuso. El sujeto parriano se sitúa desde los primeros poemas en un pasado desmitificado (“Solo que el tiempo lo ha borrado todo/ como una blanca tempestad de arena”), en un presente degradado y marginal (“Aquí me tienen hoy…/ embrutecido por el sonsonete/ de las quinientas horas semanales”) y en un futuro vacío o por lo menos, incierto (“tienes toda la muerte por delante” o “No veo para qué/ continuamos filmando la película”), para ironizar desde allí toda la tradición anterior.

En los poemas y antipoemas parrianos, aparecen tres posturas fundamentales, las cuales repercutirán en toda la poesía posterior: 1) la del poeta que critica la vida de la urbe moderna desde un sitial y un discurso marginal (estética que continúan Lihn, Gonzalo Rojas, Alcalde, Massís, Uribe, Millán, Silva Acevedo y varios poetas más); 2) la del poeta que se hace cargo del mito del origen perdido a partir de la imposibilidad del retorno (posición sustentada por Teillier, Barquero, Alberto Rubio, Cárdenas, Guiñez, Vulliamy, Delia Domínguez y algunos de los poetas láricos de los sesenta como Lara y Quezada) y 3) la del sujeto que ironiza su situación desacralizada y vacía, construyéndose máscaras y simulacros de representación transitorios y efímeros (postura en que también participan poetas como Rojas, Lihn, Uribe, Alcalde, Silva Acevedo y con posterioridad Rodrigo Lira, Zurita, Mariana Arrate, Elvira Hernández, Carmen Berenguer o Malú Urriola entre muchos otros). Con los matices necesarios que requiere la obra de autores específicos con lenguajes personales, el foco se amplía en la medida que la lucha en el campo literario se hace más compleja y diversa. Pese a las posiciones casi contrapuestas, la obra de estos poetas responde a una misma situación crítica: la de cuestionar los valores de la modernidad burguesa, desde la perspectiva fragmentada de los personajes de la marginalidad urbana con sus transformaciones, o la de reconstruir en la memoria de los eslabones de un mundo mítico ya para siempre perdido u olvidado en un tiempo utópico.

La vertebración de la obra de Parra con Lihn y Rojas, más la incursión simbólica del Lar perdido en Teillier y compañía, va a mantener el sistema literario nacional medular, en un proyecto que se consolida en promociones, grupos y producciones de diferente espesor y calibre en los años sesenta. Este proyecto apunta cada vez más a mostrar la desaparición de toda trascendencia estética y toda articulación con una sociedad cada vez más alejada de los sueños de la razón, que dieron origen al proceso histórico de la modernidad.

Hacia los sesenta: cambio y continuidad

Los poetas de los sesenta se entroncan con un contexto de debate cultural, posiciones políticas encontradas, deseos de cambio social y reflexiones estéticas grupales, que muchas veces se allegan a las universidades y a las revistas. Los procesos de cambio imbrican a los poetas nacionales con sus coetáneos del continente y en diversos lados se gesta una poesía que mezcla la coyuntura política, el lenguaje coloquial y conversacional, así como la relectura de la tradición poética, para ampliar los registros hacia ámbitos nuevos. Surgen revistas y grupos en Concepción (De los amaneceres, Arúspice), Valdivia (Trilce), Valparaíso y Viña (Tribu No, Amereida), Arica (Tebaida) y Santiago (Escuela de Santiago, América y otros), desplazando tal vez por primera vez el canon de la producción poética hacia todos los rincones del país (hablo de canon y no de falta de producciones en las provincias). La poesía se constituye en objeto de reflexión y un puente plural que recoge la tradición de las vanguardias (Neruda, de Rokha, Huidobro, Mistral, Díaz-Casanueva, del Valle, La Mandrágora); de la antipoesía de Parra y la poesía conversacional de Lihn o Rojas; de la vena lárica de Teillier o Barquero, de la poesía continental (Cardenal, Gelman, Cisneros, Dalton, pero también Lezama Lima, Olga Orozco, Blanca Varela y Octavio Paz), de la poesía de Estados Unidos (especialmente Whitman, Poe, Eliot, Pound y los poetas beatniks) y europea (desde los románticos alemanes e ingleses hasta los simbolistas y surrealistas, pasando por Saint John Perse, Beckett, Maiakovski, Lorca y Aleixandre). En un primer momento, son las voces de Oscar Hahn, Hernán Lavín Cerda, Omar Lara, Jaime Quezada, Floridor Pérez, Waldo Rojas, Manuel Silva Acevedo, Cecilia Vicuña, Federico Schopf, Oliver Welden, Gonzalo Millán, Hernán Miranda o Claudio Bertoni, con libros publicados antes de 1973. Con posterioridad al Golpe de Estado, esta promoción diezmada se amplía con otros poetas que no alcanzaron a publicar antes: José Ángel Cuevas, Jorge Etcheverry, Raúl Barrientos, Javier Campos, Juan Luis Martínez, A. Bresky, Naín Nómez, Patricio Manns, Walter Hoefler, Tito Valenzuela, Alicia Galaz, Miguel Vicuña, entre muchos otros. Recogen el uso epigramático, la intertextualidad, los elementos conversacionales, los giros idiomáticos de registro urbano, la desacralización y la ironía. Los poetas de los sesenta no sólo coinciden con los dispositivos verbales que se producen desde las vanguardias en adelante, sino que su profundización de la crisis del lenguaje y de los preceptos de la modernidad burguesa triunfante, los lleva en muchos casos a concentrarse en la opacidad del lenguaje, el antagonismo entre vida individual y social, la importancia de lo fónico y lo plástico en el poema, la situación marginal del sujeto y su tránsito por espacios periféricos, la autorreflexibilidad, la multiplicación del foco de percepción y el análisis del discurso desde diferentes perspectivas.

Dictadura y transformación: las clausuras transitorias

Si bien la ruptura dictatorial de 1973 produce una profunda escisión entre la poesía de adentro y la de afuera, no restringe las estéticas que se venían conformando desde antes. Diferentes generaciones y grupos poéticos, aunque ahora disgregados (poetas de la segunda vanguardia, poetas de los cincuenta, poetas que persisten en la línea descriptiva del mundo rural, poetas que incluyen la métrica, poetas urbanos y láricos de los sesenta, etc.), se sitúan en la continuidad, aunque como es obvio, los acontecimientos políticos y sociales inmediatos inciden en su temática y en sus propuestas. El panorama se hace heterogéneo y a veces ambiguo, en otras ocasiones casi testimonial y el recuento se torna subjetivo. Las nuevas corrientes que se hacen presentes casi de manera subterránea en Chile, introdujeron transformaciones y renovaciones temáticas y formales importantes. La reinserción de la economía chilena en el capitalismo global que se gesta a partir de los años ochenta, hace del creador cultural un productor de bienes para el mercado y del receptor un consumidor de objetos por los cuales se paga un precio. Los acontecimientos representan cortes profundos en la institucionalidad, modificando no sólo las relaciones de producción, sino también los productos culturales y su entorno.

Durante el período de la dictadura entre 1973 y 1988, podemos visualizar tres momentos que articulan las representaciones discursivas poéticas con la historia.

El primero, que se extiende entre 1973 y 1977, el llamado de la fase terrorista por Moulian (1997), expresa la pérdida de toda comunicación y recepción crítica. El repliegue cultural en el interior, hace del panfleto la forma más socorrida de escritura, vinculándolo con la resistencia política y la guía para la acción. Su inicio es el conocido poema escrito por Víctor Jara  (“Somos cinco mil”) poco antes de ser asesinado. Otro texto reconocido es el testimonio de Aristóteles España en la prisión de la isla Dawson, publicado primero como Equilibrio e incomunicaciones hasta llegar a su versión definitiva en 1985 con el nombre de Dawson. Al interior del país, se produce un vuelco desde una creación anterior comprometida con la realidad social a una poesía que se interioriza y se despliega como crónica, testimonio, memoria. Esta praxis escritural y comunicativa modifica también las formas de expresión. Por un lado, poetas de dentro y de fuera intentan expresar la realidad quebrada transformando los textos en verdaderos actos políticos: por el otro, algunos creadores empiezan la ardua tarea de trabajar con los intersticios del lenguaje, buscando nuevas formas expresivas que den cuenta de la realidad de manera oblicua, ambigua, con claves secretas o buceando en las interioridades de los sujetos fisurados por los quiebres de sus vidas. Alrededor de 1977 se inicia un segundo momento, que en el interior del país se caracteriza por variados intentos de desplegar formas críticas de cultura que llegue a los reprimidos receptores. En estos intentos, destaca la Sociedad de Escritores de Chile que se reorganiza para desarrollar acciones culturales, la Unión de Escritores Jóvenes creada en 1978 y algunas revistas, editoriales y antologías editadas en los márgenes, que buscan revertir el oscurantismo que prima en el país. Sería imposible describir aquí la profusión de nuevos escenarios. En el exterior, las nuevas experiencias geográficas, históricas, culturales o sociales, ayudan a replantearse las producciones individuales o grupales (por ejemplo en Francia, Canadá, Estados Unidos, Holanda, Venezuela, España, Costa Rica, etc.). Una tendencia al interior del país al mismo tiempo que dialoga con la tradición, provoca nuevas rupturas al desplegar textos que plantean una visión pluritemática y pluriformal. Un libro fundacional de esa postura es La nueva novela de Juan Luis Martínez (1977), que clausura el período más oscuro de la dictadura (aunque fue escrito entre 1968 y 1975). El intento de Martínez busca destruir los supuestos textuales y extratextuales y horadarse a sí mismo como discurso totalizador. Se produce una evidente filiación con otros poetas como Raúl Zurita con Purgatorio (1978), Gonzalo Muñoz con Exit (1981), Juan Cameron con Perro de circo (1979), Carlos Cociña con Aguas servidas (1981), Diego Maquieira con La Tirana (1983), Rodrigo Lira con Proyecto de obras completas (1984, pero terminado en 1982) y Eugenia Brito con Vía pública (1984). Paralelamente escriben otros poetas jóvenes más ligados a la contingencia, pero en ningún caso panfletarios. Resignifican el testimonio o la memoria, desarrollan una visión apocalíptica de la realidad o retoman los mitos religiosos para darle un nuevo sentido que los articula a la historia del presente: es el caso de José María Memet, Jorge Montealegre, Aristóteles España, Jorge Torres Ulloa, Bruno Serrano, Carlos Trujillo, entre muchos otros (ver Carrasco 1989; Cánovas, 1986; Campos, 1990; Yamal, 1988; Zurita, 1983; Harris, 1998 entre otros). Muy pronto continuarán esta diversidad de líneas poetas más jóvenes como Heddy Navarro, Teresa Calderón, Verónica Zondek, Paz Molina, Antonio Gil, Elvira Hernández, Soledad Fariña, Marina Arrate, Carmen Berenguer…

Durante el tercer momento del período dictatorial, que se desarrolla desde los inicios de los ochenta, se produce el debilitamiento de la represión dictatorial a raíz de la ampliación de los movimientos sociales y la consolidación del modelo económico, estableciéndose una mayor fluidez entre la cultura chilena del interior y del extranjero. El repliegue se transforma en despliegue dentro del país con un mayor número de revistas  (La Castaña, La Bicicleta, La Gota Pura, Envés, Postdata, Ïndice), muchos talleres, la continuidad de la Unión de Escritores Jóvenes, recitales públicos y Encuentros de Escritores dentro y fuera. En el exterior, la pauta editorial la marcan las revistas Literatura chilena en el exilio desde 1977 en California y Araucaria de Chile desde 1978 en Madrid. Tres fenómenos nuevos marcan este momento, caracterizado por la amplitud de los movimientos culturales, enraizados de manera profunda con lo político y lo social, tanto dentro como fuera del país. Estos fenómenos son: 1) Los cruces de poetas que salen de Chile a Congresos o giras por uno o más países y también de escritores que regresan en forma parcial o definitiva; 2) La ampliación de una escritura de mujeres que se había iniciado en la década anterior, pero que ahora se extiende desde la capital hacia las provincias, aunque se mantiene como una corriente preferentemente urbana que critica el proceso burgués de la modernidad. La profusión de voces y las diferencias de registro marcan por primera vez en la genealogía literaria nacional, una ampliación que se hace a sí misma tradición y permanencia. 3) La rearticulación de los poetas del Sur, que resignifican la poesía lárica y etnocultural de los sesenta, para interactuar con las culturas originarias, procesando discursos ligados al testimonio, la crónica, la memoria, el Diario, la autobiografía y otras formas coloquiales y metafóricas en una hibridéz renovadora. Es el caso por ejemplo de Sergio Mansilla, Clemente Riedemann, Mario Contreras, Carlos Trujillo, Rosabetty Muñoz, Juan Pablo Riveros, Nelson Torres, Sonia Caicheo y otros. Habría que agregar a Alexis Figueroa y Tomás Harris, que luego se radicarán en la capital.

Las nuevas promociones: ¿revolución o conformismo?

 Desde la década del 90 hasta nuestros días, el panorama poético se hace más complejo, debido entre otros factores, a los cambios de la transición democrática (interminable como se sabe) y a la  amplitud de los registros poéticos que se expanden, no sólo por el retorno de muchos poetas exiliados, la edición de revistas efímeras, la multiplicación de las ediciones poéticas artesanales de creadores de distintas promociones que coinciden en el tiempo; sino también, porque la globalización tecnológica  disuelve las jerarquías de tiempo, espacio, grupos poéticos, medios de comunicación, metrópoli o edad. Entre 1990 y el momento actual, la diversidad de voces que fluctúan entre la tradición, la reescritura, la clausura y la ruptura, hace casi imposible detallar nombres y textos que se releven por sobre otros, puesto que ese ejercicio en esta ya larga revisión sería injusto y subjetivo. Al menos dos promociones se articulan con la tradición  anterior en este momento de la postdictadura: la de los noventa y la actual. En los noventa, surge una pléyade de poetas con registros que van desde la experimentación postmoderna hasta la ratificación de la poesía política, de la nostalgia provinciana o de la vinculación con los grupos étnicos, especialmente mapuche. En el sur se pueden citar los nombres de Oscar Galindo, Pedro Guillermo Jara, David Miralles, Elicura Chihuailaf, Leonel Lienlaf, Yanko González, cuya posta se continúa hacia fines de los noventa con los nombres de Antonia Torres, Luis Ernesto Cárcamo, Oscar Barrientos, Christián Formoso, Yenny paredes, entre otros. Un movimiento aparte está representado por los poetas de origen mapuche, cuya avanzada se inicia en el período anterior (Chihuailaf y Linalaf), pero que en forma grupal desarrollan sus ediciones a fines de los noventa, con las producciones de Jaime Luis Huenún, Graciela Huinao y Bernardo Colipán, para continuar en la presente década con Faumelisa Manquepillán, Adriana Pinda, Maribel Mora, César Millahueique, Roxana Miranda, Paulo Huirimilla y varios más. En Santiago, la profusión de estéticas se amplía con las voces de Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz, Guillermo Valenzuela, Alejandro Zambra, Marcelo Novoa, Bernardo Chandía, Malú Urriola, Isabel Larraín y José Christián Páez, por citar a los que recuerdo. Posteriormente habría por lo menos que nombrar a Andrés Anwandter, Javier Bello, Germán Carrasco, Alejandra del Río, Kurt Folch, Christián Gómez, David Preiss, Francisco Véjar, Armando Roa Vial, Rafael Rubio, Leonardo Sanhueza, Nadia Prado, David Bustos, Gustavo Barrera, Damsi Figueroa, Alejandra González, Marcelo Guajardo, Rosario Concha, Héctor Hernández, Paula Ilabaca, Felipe Ruiz, Rodrigo Verdugo, Gladys González, Pablo Paredes… y por favor, tantos otros que se deberían mencionar, pero se me van de la memoria.

Conclusión muy parcial

En los nuevos poetas se configura una tendencia exploratoria de múltiples rizomas que busca expandir los ámbitos estéticos hacia todas las formas y hacia todas las temáticas, incluyendo la mezcla de géneros y de áreas artísticas. Tal vez el signo más evidente de las expectativas de esta transición en movimiento hacia una democracia utópica, sea el alto número de publicaciones en editoriales y autoediciones. Al margen de ciertas dudas que persisten sobre los auto  relevamientos, expresados en un número nunca visto de antologías personales y colectivas, en muchos de estos discursos existe una relación de distanciamiento, desajuste y desencanto con el mundo mercantil y consumista que nos rodea, lo que intercala en los textos una necesidad de coagulación subjetiva y negación constante, pero también de esperanza. El tiempo irá decantando y relevando aquellos tejidos escriturales  más vastos, que puedan imbricarse en líneas y tendencias de ruptura y continuidad con la tradición y más enraizadas en los sueños de una sociedad actualmente adormecida por el espectáculo y el borramiento histórico. Aun así, sigo pensando que la poesía  constituye desde comienzos del siglo XX nuestro pegamento cultural y nuestro mayor capital simbólico.

 

 

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Bibliografía general:

- Araucaria de Chile. (Madrid de 1978 en adelante).
- Bourdieu, Pierre. Las reglas del arte. Barcelona: Anagrama, 1995.
- Campos, Javier. “Arte alternativo y dictadura”. Cuadernos Hispanoamericanos. 482-483 (agosto-septiembre 1990). Pp. 55-70.
- “Lírica chilena del fin de siglo y (post)modernidad neoliberal en América Latina”, Postdata Nº 1-2 (Primer y Segundo Semestres 1998). Pp. 78-91.
- Cánovas, Rodrigo. Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria. Santiago: FLACSO, 1986.
- Carrasco, Iván. “Poesía chilena de la última década (1977 – 1987)”. Revista Chilena  de Literatura Nº 33 (Abril 1989), pp. 31-46.
- Harris, Tomás. “Desarrollo de la poesía chilena: 1960-1990 (Una introducción)”. Postdata Nº1-2 (Primer y Segundo Semestres 1998), pp. 92- 115.
- Literatura Chilena en el Exilio. (California 1977-1990) y Literatura Chilena (creación y crítica) (1990 en adelante).
- Macías, Sergio. “Una breve aproximación a 16 años de poesía chilena 1973 – 1989” en Cuadernos Hispanoamericanos 482-483 (agosto, septiembre 1990), pp. 177-196.
- Moulián, Tomás. Chile actual: anatomía de un mito. Santiago: Lom Ediciones, 1997.
- Olea, Raquel. Lengua víbora. Producciones de lo femenino en la escritura de mujeres chilenas. Santiago: Cuarto Propio, 1998.
- Yamal, Ricardo. La poesía chilena actual (1960 – 1984) y su crítica. Concepción: Ediciones Lar, 1988.




 

 

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