Ese tiempo. En ese tiempo “todos éramos inmortales”. Me refiero a los tiempos de la Unidad Popular cuando corríamos por las calles en plena libertad y cuando todo nos pertenecía. Al margen del dictamen de la historia que siempre será plural, fueron tiempos gloriosos como lo son los tiempos de las fundaciones y en esos tres años nos creíamos inaugurando un mundo, un proyecto, una vida nueva. Todo empezaba “como en el primer día de la creación” y nos multiplicábamos. En 1970 recibí el título de Profesor de Filosofía y ejercía en el Liceo nocturno de Melipilla, en el colegio Che Guevara de la Gran Avenida, en el Liceo de Aplicación y más tarde en la Universidad Técnica del Estado. También era profesor-ayudante de literatura en el Pedagógico, donde las clases duraban hasta la medianoche o hasta que terminaran los diálogos y las discusiones. Leíamos poesía en las calles, en las plazas, en las universidades, en las poblaciones de la zona sur-poniente de Santiago con los grupos musicales del momento, algunos de ellos vigentes hasta hoy. Me enamoré, me casé, tuve un hijo, todo ello en la precariedad total pero también en la felicidad total. Llegué a la Editorial Quimantú empujado por el escritor Lautaro Yankas, a quien conocí como colega en el Liceo de Aplicación y me integré al trabajo de contenido de los “comics” primero y más tarde al Equipo de Comunicaciones de la Editorial, junto a especialistas en Medios como Armand Mattelart y Ariel Dorfman, entre otros. La batalla de (por) Chile era intensa, conflictiva, estimulante, amorosa, odiosa, agotadora, desgarradora y se daba en todos los frentes: calle, trabajo, casa, ocio, vida privada y pública, palabra privada y pública, familia, amistades, colectivos. “Hablo de cosas que existen” como decía Neruda. Casi todos creíamos en un mundo mejor.
Para volver a citar a Neruda, “y una mañana todo estaba ardiendo”. El año 1972 avizoramos los primeros signos de la descomposición que estallaría al año siguiente. El paro de octubre de los camioneros fue el acontecimiento más visible, pero la confabulación en contra del gobierno popular se había gestado desde antes de la asunción de Allende. Los choques en las calles eran cada vez más resueltos, la batalla ideológica cada vez más cruenta, las “fake news” de la época cada vez más virulentas e inverosímiles. Estados Unidos intervenía de manera resuelta para derrocar al gobierno. 1973 fue un año de retrocesos en todos los terrenos: el político, el ideológico, el territorial, el de los estados de ánimo. En la universidad nos agrupábamos con cierta desesperanza y pensando hacia mediados de ese año que el Golpe vendría tarde o temprano. Como decía en un poema escrito en ese entonces, “aquí y allá se esconden las bestias negras del lucro y las bestias rojas del hambre” y debíamos “defender cada grano de atmósfera con serena desesperación”. Pero esa conminación legítima pero romántica, no serviría de nada. La tensión de los últimos días era insostenible y muchos de nosotros lo único que deseábamos era poder respirar de nuevo, que el país volviera a una “normalidad” utópica, que era mejor que la guerra civil o la represión que luego fue. Las esperanzas de cambio se veían cada vez más lejanas con un gobierno a la defensiva y atado de manos por el Congreso, el Poder Judicial, las organizaciones empresariales, la amenaza de los militares golpistas, la intervención norteamericana, el ataque de los medios de comunicación y en fin, todo el aparataje supra institucional que funciona muy bien aceitado en estos casos. Hasta se podría decir, y esto lo digo con mucho pudor, que incluso esperábamos la posibilidad de un golpe blando que devolviera el poder a los civiles a falta de una alternativa transformadora. Cada día la carga de la historia se hacía más abrumadora y volvíamos a casa con una fatiga que había sido desconocida hasta ese entonces. Septiembre llegó cargado de presagios negativos con un gobierno cada vez más estático, un pueblo desorientado y fragmentado y una institucionalidad desprovista de organización y proyección. Los cordones industriales, las organizaciones barriales, las estructuras de defensa de los partidos políticos, las empresas del Estado, la lealtad de algunos mandos militares, los estudiantes y los trabajadores eran la última fortaleza de un gobierno en retroceso.
Y así hasta el 11 de septiembre.
El Golpe
El día del Golpe tomé el bus y llegué temprano a la Universidad Técnica del Estado. Antes de llegar, ya las radios daban cuenta de las primeras escaramuzas (que no fueron muchas), del acallamiento paulatino de los medios de comunicación y de los primeros comunicados militares. Al llegar a la universidad todo era confusión. Informaciones iban y venían: que los Cordones Industriales defienden con uñas y dientes las fábricas; que los militares leales encabezados por Prat se diseminan en distintos puntos de la capital para parar el Golpe; que los militares leales se están reagrupando y van a detener a los golpistas; que tales regimientos o los marinos y aviadores leales se rebelaron contra los altos mandos y se están tomando los lugares de trabajo, etc. etc. Aunque el Golpe se preveía desde hacía semanas y meses, cuando sobrevino, la preparación para enfrentarlo era mínima. Las informaciones sobre lo que ocurría se fueron silenciando y lo último que escuchamos fue el discurso del presidente en la radio Magallanes, el de “volverán a abrirse las grandes alamedas”, luego el silencio y la música marcial seguida por los bandos militares. Vimos desde los patios de la Facultad de Estudios Generales de la UTE (hoy Facultad de Humanidades), el vuelo rasante de los aviones sobre la Moneda, los estallidos de las bombas, el humo y las llamas que ascendían ese mediodía bajo el sol brillante de septiembre. Pensamos que alguien nos llamaría para una hipotética resistencia que nunca conocimos, aunque sabemos que la hubo, sobre todo en algunos sectores populares y en los alrededores de La Moneda. Como sonámbulos tomamos la decisión de volver a nuestras casas como pudiéramos. En la antigua Escuela de Artes y Oficios, profesores y estudiantes se atrincheraron esperando una ayuda militar que nunca llegó, aunque eso lo supimos después. Para ellos, fue la cárcel, la tortura o la desaparición, como fue el caso de Víctor Jara.
Volví caminando a mi departamento cercano a la Panamericana Norte donde vivía con mi esposa y mi hijo de solo 3 años, pero ellos no estaban allí y como había olvidado mis llaves, no pude entrar. Salí y caminé de nuevo rápidamente ya que el toque de queda se avecinaba y me pararon los carabineros un par de veces en el trayecto, hacia el lugar donde vivía un hermano, que trabajaba en llaves para conseguir una ganzúa que me permitiera entrar. Volví con la ganzúa, pero no funcionó y pronto se empezaron a juntar los vecinos para tratar de solucionar mi problema antes que llegara la noche. Finalmente, y cuando ya oscurecía, logramos romper un tabique de madera por donde se escurrió un niño al interior del lugar, para encontrar las llaves y así pude entrar. El 11 de septiembre fue un martes y los tres días que siguieron los chilenos comunes y corrientes estuvimos incomunicados del mundo exterior. Mi esposa (Naldi) y mi hijo (Sebastián) no estaban y supuse que se habían ido a casa de los parientes más cercanos, porque toda comunicación se encontraba cortada: teléfonos, locomoción, periódicos, radios, televisión, además de un toque de queda permanente. Sin saber qué hacer y sin poder moverme, viví los días posteriores al Golpe en el aislamiento absoluto, conversando con vecinos, escuchando la información sesgada de algunas radios, en la soledad del momento más oscuro de nuestra historia. Paulatinamente las informaciones reales y ficticias fueron llegando, especialmente las referidas a la brutal represión que vino después y que podíamos leer entre líneas dentro del triunfalismo imperante, especialmente en los bastiones de la derecha. Ese clima lo expresé en un poema escrito dos días después del Golpe y en el cual se describía en ambiente: “…y en el corazón de nosotros la impotencia crecía…/y pálidas banderitas se subían a los porches/ mientras las harpías regresaban de sus madrigueras con el ojo puesto en los futuros festines”. Volví a reunirme con mi familia y en las semanas y los meses siguientes vivimos el tiempo de la sobrevivencia existencial, económica, política, moral… Despertamos en otro mundo, un mundo de ignominia, denostación, brutalidad, temor y terror. Tratábamos de saber que había pasado con nuestros parientes, amigos, compañeros de trabajo o de barrio en una situación donde la sobrevivencia era vital. He borrado parte de la memoria de esos días, semanas, meses, tal vez en un acto de defensa inconsciente, de salud mental. Quedamos sin trabajo y nos agrupábamos en las casas a conversar sin proyectos ni perspectivas viviendo cada día como si no hubiera futuro. Alguien podría decirnos si no pensábamos en la rebelión, en la lucha, en enfrentar a la dictadura. A eso solo podría señalar que el Golpe fue tan destructivo y avasallador que en ese momento cualquier posibilidad de rebelarse parecía fantasiosa. Lo único que teníamos delante era la sobrevivencia.
En noviembre las universidades volvieron a funcionar de manera limitada. Hubo un llamado para que los académicos nos presentáramos en nuestras unidades y cuando lo hicimos, la gran mayoría se encontró con una carta que anunciaba su desvinculación. Eso me ocurrió en el Instituto Pedagógico donde ejercía como ayudante en literatura. En la UTE me entregaron una tarjeta de computación básica de la época perforada, lo que significaba que seguía trabajando y que tenía que presentarme ante las nuevas autoridades. Como en la UTE la derecha casi no existía, estas nuevas autoridades eran mayoritariamente de tendencia demócrata cristiana. En el mismo momento, unos tipos de civil me llevaron a un lugar aparte para hacerme unas preguntas y luego me mandaron a la comisaría más próxima, donde estuve en un calabozo hasta las 3 de la mañana, esperando que me interrogaran, pese a mis protestas un tanto extemporáneas. Después de una serie de preguntas que traté de responder lo mejor que pude, siempre pensando en la razón por la que estaba allí o lo que querían sonsacarme, al parecer pasé la prueba, porque el oficial al que no podía ver tapado con mi chaqueta, me envió a mi casa en pleno toque de queda. Hasta donde entendí alguien me había denunciado por tener un “manual del guerrillero”, lo que me alivió porque ese no era uno de mis pecados. El retorno a mi casa a las tres de la mañana fue de terror. Sentía que en cualquier minuto me podían meter una bala en la cabeza en medio de las calles desiertas y el silencio ominoso de la noche. Lo que me tranquilizaba un poco es que había podido llamar a mi esposa por teléfono desde la comisaría, enmendando mi error de no haberlo hecho desde la universidad. Cuando llegué a casa y en medio de los abrazos de rigor empezamos a pensar en la idea de emigrar, sobre todo cuando supimos que a Naldi la buscaban por trabajar como asistente social para los sindicatos del plástico, que eran de filiación comunista.
Lo que sigue lo resumo así. Volví a la universidad que era un verdadero cuartel policial, con militares por todos lados, tanto de uniforme como de civil. En la entrada solo se permitía el paso a los académicos y a los funcionarios que portaban la famosa tarjeta perforada, símbolo de la modernización computacional de esos tiempos. La mayoría de los académicos y funcionarios había desaparecido y los pocos que quedábamos cuidábamos cada paso que dábamos. En filosofía éramos casi veinte profesores de los cuales quedábamos tres, quienes nos convertíamos además en eventuales sospechosos de colaboración para los de afuera. Durante ese semestre solo pude hacer labores de administración, aunque la nueva directora de filosofía, una profesora de una escuela técnica, me protegió con mucho instinto maternal para que no me despidieran. Con un amigo, el profesor Isidoro Neves, nos cuidábamos de no hablar en los espacios públicos, porque por todas partes el soplonaje era evidente. Como señalo por ahí en un poema de esa época, “Fue después de mucho tiempo que pensamos en emigrar/ Probablemente/ después que la peste empezó a hacer estragos entre nuestros familiares más próximos”. Intentamos varias alternativas y países, pero finalmente nos fuimos a Canadá, ya que gracias a amigos que teníamos allí, conseguimos una beca, Naldi (en trabajo social) y yo (en Literatura), para ir a estudiar un postgrado a la Universidad de Carleton en Ottawa. Durante el primer semestre de 1974 se me había permitido hacer clases de historia de la filosofía bajo un programa que yo mismo tuve que adaptar a los requerimientos de la dictadura y cuyas clases se hacían bajo la vigilancia de camuflados estudiantes militares. Con mi esposa preparamos con sumo cuidado y silencio la partida y el 1 de mayo salí hacia Toronto con un pasaje comprado a plazos y un mes después lo haría mi esposa y mi hijo. Hasta el último minuto y mientras un funcionario en la losa del aeropuerto me preguntaba mi nombre, sentí que me podían detener y no podría viajar. Pero afortunadamente para mí, buscaban a otra persona y pude volar hacia Canadá, en un vuelo con múltiples escalas y un destino incierto, desde “el horroroso país de donde no quisimos salir nunca” como digo por ahí en otro poema.
El Exilio
El exilio en Canadá a pesar de mi precario inglés fue un bálsamo reparador frente a todo lo anterior. El apoyo de los amigos, las organizaciones canadienses y chilena de recepción y las autoridades académicas que nos recibieron tuvieron la calidez y cercanía que habíamos olvidado en nuestro país de origen. Como contrasentido llegamos a un país casi desconocido para los radares del mundo sureño, al que solo accedíamos gracias a las “seriales” del sargento King de la Policía Montada de nuestra infancia. A diferencia del Chile grisáceo, vetusto y amenazador de los años de la dictadura, la primavera canadiense se nos presentaba luminosa, moderna y acogedora. El salto de nuestro mundo al primer mundo nos produjo extrañeza y asombro, acompañado de un sentimiento de tristeza y nostalgia, difícil de olvidar en las primeras semanas y meses. Como inmigrantes chilenos, además de la acogida de una cadena de solidaridad que integraban canadienses y compatriotas, teníamos derecho a recibir un curso de inglés de 6 meses (8 horas diarias) y pagado. Arrendamos un pequeño departamento en el segundo piso de un negocio libanés y empezamos a habituarnos a nuestra nueva vida con el apoyo de algunos amigos, entre los cuales puedo citar a Manuel Jofré quien consiguió nuestras becas, a Helene Katz, antigua estudiante canadiense en el Instituto Pedagógico, dedicada ahora a recibir a los exiliados y otras amistades de más reciente data. Allí se gestó una amplia red solidaria contra la dictadura que incluyó encuentros, marchas, organizaciones en diversos lugares de Canadá y de otros países, protestas frente a la embajada y un sinnúmero de actividades que sería largo relatar. Posteriormente nos trasladamos a Toronto, donde estudié mi doctorado en la Universidad de Toronto y mi esposa Naldi empezó a trabajar en un centro intercultural con inmigrantes de diferentes países. En nuestros 11 años de permanencia en Canadá, desarrollamos múltiples actividades políticas y culturales con chilenos y canadienses de todo tipo. Con esto último me refiero a canadienses de origen inglés y francés, pero también canadienses inmigrantes latinoamericanos, europeos, asiáticos y africanos. Solo para dar un par de ejemplos y con esto termino. En Toronto creamos una instancia de discusión política en que teníamos invitados de toda América Latina y donde participábamos chilenos que veníamos de diversas líneas políticas y también exiliados brasileños, colombianos, argentinos, centroamericanos, etc. El segundo ejemplo tiene que ver con un grupo de músicos chilenos que tocaba con músicos griegos en un Bar emplazado en el barrio griego que se llamaba The Trojan Horse. Allí junto a la música en griego, inglés y español, los poetas chilenos leíamos poesía en las tres lenguas para un público mayoritariamente griego. Ambos ejemplos aluden a la convergencia solidaria que producía la necesidad de formar colectivos frente al enemigo común, no solo en Chile sino en el mundo entero. Entre las muchas instancias que organizamos los chilenos en el ámbito de la cultura, creamos una editorial, la Editorial Cordillera, publicamos revistas, hicimos lecturas en castellano, inglés y francés en Montreal, Ottawa y Toronto, además de vincularnos con los escritores canadienses de todo origen. Fue un tiempo hermoso, pero en el cual la nostalgia por el país perdido asomaba siempre. En 1985 en plena dictadura volvimos a Chile a un país aún aterrador, pero donde las fuerzas anti dictatoriales se reagrupaban en todo el territorio y pudimos participar de esa lucecita de esperanza que se encendía en esos años. Pero como decía Rudyard Kipling, esa es otra historia y tal vez pueda ser contada en algún otro momento.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La visibilidad de la memoria
(Escribo desde mi memoria, frágil, personal y subjetiva)
Por Naín Nómez
Publicado en SIMPSON 7, número diez, 2023
[Escrito en dictadura]