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La palabra de Nadia Prado leve y sagrada en su desconfianza

Por Raquel Olea




La mano escribe, la mano abre puertas “y allí se queda la mano sin abrir”. La escritura es cosa del cuerpo entre las cosas, las palabras son de carne, otorgan movimiento y velocidad a un mundo de papel. Enunciado radical con que Nadia Prado se sitúa en el tiempo de la escritura de este libro. El vértigo de la escritura misma es el único medio para interrogar el antes de ese instante. Su operación es la de abrir la pregunta en un destiempo al de ese antes y al de ese instante. Es el tiempo de la lectura el que puede dar la o las respuestas a eso que la escritura ha inscrito como primera huella de un recorrido ya cursado, es la lectura lo que podrá luego abrir sentidos en otro tiempo, en otras direcciones, con otras velocidades. La poesía no responde. Su operación es la del instante de la escritura.

En la portada de este libro una muchacha sostiene un velero sobre su cabeza debajo de un enunciado que doblemente afirma e interroga: “Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas”. La diagramación produce la figura de un triángulo con el vértice indicando hacia más abajo, a lo escondido en la palabra poética. Lo oculto del origen, del orden del tiempo y su transcurrir cursado en el cuerpo del texto está en los significantes de escritura, los que abren la relación entre el tiempo de la escritura y el tiempo de la lectura. Aquí, yo solo puedo dar cuenta del tiempo de mi lectura, de su discontinua velocidad. Por ahí intento ingresar a las proliferantes significaciones de un texto denso e intenso que trama multiplicidades experienciales de tiempo y espacio.

El epígrafe que cita a Nietzsche insiste en el signo del origen, ahora como síntoma en el cuerpo: “Buscar mi hogar… fue buscarme ahogar… ¿Dónde está mi hogar?”. La pregunta por la procedencia –el hogar–, responde en el cuerpo, se sitúa en el ritmo vital, lo interfiere, lo conecta a experiencias que no se dejan escuchar, que insisten por emerger en el texto en operaciones reiteradas para nombrar un momento, un sonido, un antes incierto de un ahora que difiere su nombramiento, poblando la lectura de un oscuro que la recorre, quizá reminiscencias de otras escenas opacas o nítidas, pero que apelan a la poeta para reincidir en la operación de volver y volver a nombrar.

Las palabras son feroces: bufan, aúllan, graznan, no cantan, pero también cantan en la escritura de Nadia Prado, producen significaciones en sus combinatorias y excesos; en sus fulguraciones, como si quisieran decir que solo situándose doblemente en lo in-significante de lo significado con anterioridad se puede abrir el decir poético, introduciendo al lector en una cadena de dislocaciones que son las que marcan no solo el gesto indagatorio y arriesgado de la escritura de Prado, sino su singularidad. El trabajo en la lengua produce su efecto poético por el acto de hablar a mano, “recito a mano”, dice, situándose en una particular violentación del lenguaje y su decir fuera de las retóricas más usuales, tanto la del habla normada por el orden seguro que articula el pensamiento rendido a la lógica de la producción de la idea como la de las figuras más recurridas de la poesía contemporánea. El derrotero de esta escritura, entonces, no es una búsqueda del sentido ni de la representación, más bien leo aquí una producción de mundo que se da en una palabra pensante –quizá una letra–, que conmociona al lenguaje extremando con sus operaciones la imposible llegada al lugar de una verdad o de la memoria de ese tiempo opacamente habitado, lugar impreciso y, por ello, inquietante. En esa búsqueda, se detiene en el tono, en la intensidad, en la combinatoria de los signos que remiten y refieren a otro lugar, otras cosas, otros tiempos; signos todos en los que se juega este texto. Densidad de la poesía que hace difícil su desciframiento, porque, como la poeta lo enuncia, su trabajo es arduo, de lucha. En su carácter leve y sagrado, la palabra se resiste: “si ella, la palabra sopesada en su peso total y en su cada vez, permanece en secreto”, dice; y es a ese campo del secreto que apela a ser develado en la escritura el lugar al que Nadia Prado aspira porque “lo que ellas dicen no se callan cuando deben callar”; cita que altera la conocida sentencia del filósofo “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. La tarea de la escritura es ingresar a la zona de silencio y “a no escuchar muertas las palabras de las palabras que se buscan para decir”. Trabajo de desentierro, de ingreso al archivo del lenguaje; el riesgo de la escritura de Nadia Prado es habitar la zona oscura donde se traman cuerpo, escritura y hogar, como centro y origen. Su trabajo es de arqueóloga.

Es en la batalla de la palabra, y con la palabra en su poder reminiscente, que la escritura traspone la relación de la conciencia con el tiempo y las percepciones del propio cuerpo. La poeta se sitúa como artesana que reitera su gesto que altera órdenes, que indaga en lo innombrado para producir resonancias de otro tiempo y otros deseos, para nombrar experiencias ya cursadas o imaginarizadas, inscritas en el cuerpo del texto como conocimiento y reconocimiento de un mundo en el lenguaje; un mundo que podría ser origen, pero que se escabulle, se resiste. De ahí quizá la pregunta recurrente que insiste en el texto y lo recorre en su propio curso: “Por qué alguien querría apisonar la tierra”, por qué fijar, por qué hacer casa u hogar en algún espacio o tiempo. La incerteza emerge como el único hogar reconocible: la escritura.

La pregunta por el hogar y el origen funden esta escritura en el signo de una procedencia innominada que puede ser una referencia al tiempo de la infancia. La pregunta por el hogar porta referencias múltiples de poetas que han concentrado su escritura en una indagación por la pérdida y la escritura del hogar, sea este cual sea, como forma o dolor. Quizá Trakl, Celan digo, ¿dónde está, dónde estuvo, hubo alguna vez hogar? O, su reverso, ¿alguna vez se salió del hogar? Puede haber otro hogar que no sea la palabra, solo en ella es posible buscarlo. “Escaseando las palabras fotografié en mi pared blanca la familia que deseaba” o en la siguiente cita: “De niña la escasez de libros juntaba letras, intercambiaba frases impresas en los comestibles, en la adultez, junté autores”. Si la escritura busca la respuesta o el porqué del deseo de una respuesta, lo que persevera, lo que la escritura sostiene es la pregunta “¿por qué alguien querría apisonar apisonar la tierra?”. La respuesta puede encontrarse en otra escritura, las citas alteradas o disimuladas, parafraseadas, insinúan el diálogo. A propósito de esa pregunta perseverante –¿por que alguien querría apisonar la tierra?– leo una posible respuesta en el verso de “El regreso” de Gabriela Mistral, “pues vagamente supimos que jugábamos al tiempo”. La escritura no da las respuestas, su impronta es abrir las preguntas, la poesía estampa la huella. El tiempo de la respuesta es otro, en la lectura.

Las relaciones entre cuerpo, hogar y escritura han sido los signos que conducen mi lectura para develar su saber de lo perdido. La escritura de Nadia Prado sabe que lo perdido se halla en el lenguaje, en su archivo, en el tramado de la escritura donde signos, gestos, ritmos, tonos, escuchas afectan las palabras. Su afección es la poesía. Hogar, cuerpo, escritura como lugares elegidos, como elección de la escritura, son referidos en este texto en una particular forma y modo que dan cuenta de cómo Prado se relaciona con la letra y se posiciona sobre la página, donde el orden y desorden de fragmentos irregulares alternan órdenes del verso y la prosa organizando una textualidad que, podría decirse, emerge como un juego que acepta y rompe simultáneamente las reglas que han dado mandatos y permisos a la escritura poética para decir en determinados modos de encadenamientos y sintaxis.

Los efectos estéticos de este texto se dan en la relación que la poeta tiene con las múltiples formas y modos de relación con la palabra, las que se señalan ambiguamente confiables y engañosas. “Leves y sagradas en su desconfianza”, dice Nadia Prado, dando con ello una seña más de su labor de escritora para otorgar identidad, efectos de credibilidad y particulares conmociones a la escritura y lectura, en la medida que se produce de manera múltiple al interior del texto. Conocedora, lectora erudita pero también ajena, “con casa prestada y una inmerecida confianza”, declara.

Nadia Prado realiza su labor poética objetando, localizando y deslocalizando su decir, desordenando tanto las lógicas de los lenguajes que buscan la verdad del pensamiento como las retóricas de la poesía. Su escritura desecha las distintas formas de la metáfora, del símil u otras figuras de la retórica clásica para buscar producir su lenguaje en otras innovaciones particulares. Sus innovaciones la sitúan en el campo de las impugnaciones a la tradición literaria, aun estando dentro de ella; lo denotan sus lecturas, sus referencias, como también su voluntad y su trabajo de violentación de la norma y la retórica. El libro organiza su curso poético en textos sin nombre, sin data ni numeración; sin señas de identidad que particularicen cada fragmento o lo filien a una totalidad de sentido. Al contrario, cada uno de los fragmentos se divide y se reorganiza abierto a otros posibles ordenes como, por ejemplo, el de los paréntesis, o el de los intertextos abiertos por la escritura en cursiva, que forman y produce otro texto y otro tiempo de lectura. Nadia Prado se sitúa inestable, huida de registros fijos, tanto en la propia escritura como en las tradiciones y rupturas que la sustentan. Lo suyo es la presencia/ausencia en la historia cultural y personal. La siguiente cita puede ser explícita en la enunciación de su poética, “escribir es así, mirar al revés y errado”.

Sus referencias no son directas, ni menos explícitas, más bien están hechas de materias que funden origen, padre, madre y tiempo: palabras rezagos, lamentaciones que la sitúan en ese antes del que se ha alimentado la escritura, que ella señala como su ser en el lenguaje, poemas somos que otros escribieron. Poemas propios de la tradición que ha centrado su atención en el poder de la vagancia de la palabra, más que en la seguridad de lo ya fijado.

En sus operaciones múltiples, este texto se juega doblemente en lo significante como en el estrato fónico –donde el sonido como vibración de las palabras y sus combinatorias alcanzan una duración que perdura más allá del acto de leer–, otorgando a su particular modo de decir una verdad otra que la que emerge solamente de aquello que las palabras significan.

El lenguaje traspone intensidad a lo que puede decir el tono como suplemento y completud de la palabra, como un modo de llegar donde estas no alcanzan.

La pregunta que ha recorrido insistente mi lectura de este texto –¿por qué alguien querría apisonar la tierra?– me ha llevado a situarme en su falta de respuesta. Más bien me ha servido para operar la no detención de la palabra, la insistencia de su curso y de su búsqueda. El lenguaje permanece abierto a la proliferación de efectos poéticos que, en el particular modo de decir de Nadia Prado, guarda siempre nuevas experiencias y nuevas ilusiones de lectura.


 


 

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