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Nicanor Parra y el arte del futuro

Raúl Zurita
ABC de Sevilla. Lunes 9 de Julio de 2001


Desde las "Residencias en la tierra" y "Alturas del Macchu Picchu" de Pablo Neruda, "Altazor" de Vicente Huidobro, "Los Gemidos" de Pablo de Rocka y "Tala" de Gabriela Mistral, la poesía en Chile, a diferencia de México, Perú o España, por ejemplo, ha planteado proyectos totales y se ha entendido a sí misma como un ejercicio extremo de la radicalidad. En ese sentido el reciente premio Reina Sofía otorgado a Nicanor Parra no viene sino a ser la confirmación tardía de una figura que hoy, a los ochenta y seis años y con incontables seguidores, ya muy pocos dudan en clasificar como la más decisiva e influyente de la poesía escrita en castellano de la segunda mitad del siglo XX. Más que Borges o que Octavio Paz, la antipoesía de Parra ha cambiado concretamente lo que una tradición podía entender por poesía y su convocatoria lúcida, verificable, real, ha influido de un modo determinante en la forma de concebir e interpretar una lengua y un mundo. Afirmaciones como "los poetas bajaron del Olimpo" de su "Manifiesto" en Otros poemas o "todo es poesía menos la poesía" de los Artefactos, lejos de constituir provocaciones al azar, conforman los nudos emblemáticos de un trabajo que, inserto profundamente en esa experiencia de radicalidad de la poesía chilena, se propuso subvertir cualquier concepto previo que se pudiese tener de un idioma, de la existencia misma del libro y de toda afirmación que apelara al estatuto de lo sacro. Por el contrario, la poesía o la antipoesía parriana, preñada de orgasmo y de muerte, irresistiblemente cómica y a la vez feroz, tocada por todo lo "bajo" de la vulgaridad de las palabras que efectivamente hablamos, se levanta como una especie de Sade de la lengua para mostrarnos nuevamente ese pulso irreductible de la vida, de lo más palpable de ella y de su secreto y convulso deseo de destruirlo todo porque ese es el único lenguaje que le resta a esa inmensa mayoría de peruanos, de chilenos, de argentinos y seguramente de españoles, que desearían colocar una bomba en el centro mismo del mundo, pero que no tienen más posibilidades que las que da la autocompasión, la obscenidad, la risa y la mentira.

Así desde Poemas y Antipoemas publicado en 1954, Nicanor Parra ha venido construyendo una obra que basada en el lenguaje estrictamente directo, propio del habla cotidiana, ha puesto al revés la escritura para entender que todas aquellas nociones "altas" que constituían el andamiaje privilegiado de la poesía y del poeta: lo visionario, lo sacro, el gran drama, la voz iluminada, o son tributo de todo lo inconfesable y frágil, bufonesco y "bajo" de nuestras existencias o no son absolutamente nada. Lo estremecedor es que ese discurso, al demoler la idea de cualquier sacralidad, en rigor la invierte otorgándole una sinceridad que la denominada gran poesía había definitivamente extraviado. El hombre que se interroga no es el profeta ni el poseedor de una voz privilegiada, sino aquel que frente a una cruz que no obstante todo parece llamarlo: "¿ven cómo ella me tiende sus brazos?" nos dice que "por el momento la cruz es un avión / una mujer con las piernas abiertas". La cómica y desgarradora lucidez de esos poemas es que al retratar nuevamente el mundo nos devuelve la dimensión metafísica de la única tragedia que en realidad cuenta, la de un hombre concreto, real, palpable, en una tierra y un tiempo donde, como lo expresa uno de sus poemas "el cielo se está cayendo a pedazos".

No obstante la obra de Parra no se limita a un cuestionamiento de la poesía y de la literatura, sino que su atentado general abarcó incluso los soportes ñsicos de la escritura. Así su "Artefactos", obra clave de la actitud parriana, publicada en 1971, está constituido por cientos de tarjetas postales destinadas a ser enviadas, arrasando de paso cualquier idea privilegiada o unitaria que conlleva la idea misma del libro. Los artefactos literalmente estallan, y sus frases, destinadas a expandirse sin fin, entran por la rendija de las puertas, abarcando todo el rango de la escritura, desde la obscenidad más cómica y expuesta: "la famosa mulata de fuego resultó más fría que una merluza / no pude abrirle las piernas ni con formón / hubo que eyacular en el vacío" o "¿Y ahora qué? se me puso la diuca como fierro, pero sólo dispongo de la mano", hasta el lirismo más entrañable y conmovedor: "Perdona la franqueza, hasta la estrella de tu boina «comandante» me parece dudosa... y sin embargo se me caen las lágrimas" o el famoso "Usa: el país donde la libertad es una estatua".

Cómo poder explicar entonces que esas frases son la clave de una generación y de un mundo, que su lucidez es conmocionante porque, como Shakespeare, como El Quijote, como Eliot, develan la tierra baldía desde la cual levantamos nuestras existencias diarias. Todo está aquí presente; la ausencia de Dios, el vacío, el descalabro de la política y del amor: "Mendigo chileno/ agoniza entre dos portaviones yanquis. Su atención por favor", en un derrumbe de cualquier ilusión o sueño de porvenir que, paradojalmente, nos devuelve a una piedad originaria, tímidamente expuesta, desde la cual es posible vislumbrar —al menos para los lectores— un posible nuevo nacimiento.

Porque esa es en el fondo la promesa tímida que desde sus orígenes ha propuesto toda gran literatura. Al terminar de leer los poemas de Parra al lector sólo le queda la opción de levantar nuevamente la vida. De curar en parte la herida de los antipoemas y cargar él con la letalidad de sus frases, con su humor corrosivo e implorante, porque desde Homero y Esquilo en adelante, la poesía no ha sido sino el intento más extremo e inconsolable por levantar una compasión que les evite a los que vienen los excesos y demencias que esos mismos poemas están obligados a narrar. No ha sido así. Heredero moderno de esa gran tradición, Nicanor Parra es quizás hoy la cara más visible de ese fracaso terrible e iluminador.

Es en ese sentido que la obra parriana es extrema. Desde los antípodas su proyecto poético no ha sido menos vasto que el de Pablo Neruda o el de Vicente Huidobro. Es la misma apuesta total, pero con distinto signo, y que hace que la poesía chilena, como otra provincia más del idioma, sea la más abarcadora, experimental y amplia de la poesía castellana del siglo XX, al mismo que nos revela que mientras haya un ser humano desdichado la poesía, contra todos los vaticinios y claudicaciones, continuará siendo el arte del futuro.


 

 

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