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Voy y vuelvo Nicanor

Raúl Zurita
Revista ESTUDIOS PÚBLICOS, N° 136, 2014


 



.. .. .. .. .. .

¿Ycuándo vas a volver?
¿Se me puso sentimental don Nicanor?
Voy a volver cuando se me pare la raja.

Nicanor Parra me leyó ese artefacto hace algunos años en su casa de Las Cruces y lo recordé de golpe al ver el aviso “Voy & vuelvo”, que los encargados suelen dejar en las puertas de las pequeñas tiendas cuando se ausentan momentáneamente, pegado ahora en la inmensa cruz desnuda, de doce metros de altura, que encabeza la muestra de los trabajos visuales de Parra, instalada en la biblioteca de la Universidad Diego Portales. Titulada precisamente “Voy & vuelvo”, esta muestra, en parte una reedición de la realizada el año 2009, en el Centro Cultural Palacio La Moneda, pero ahora aumentada crucialmente por el protagonismo de la cruz, es no sólo la realización más importante dentro de la avalancha de celebraciones y homenajes que se sucedieron con ocasión de los cien años que cumplió el antipoeta, sino que sintetiza la totalidad de la obra parriana. La ferocidad prostibularia, letal, de ese “Voy a volver cuando se me pare la raja” se estrella con la ironía igualmente feroz del aviso dejado en la cruz, mientras un tercer texto comparece en ese escenario. Se trata de la visión mesiánica de una nueva tierra. Y pareciera haber sido escrito a propósito, pero tiene casi tres mil años. Es el profeta Isaías, Isaías 65:20 exactamente:

porque no habrá allí más niño que viva pocos días,
ni anciano que no complete su tiempo;
porque será joven el que cumpla cien años, y el que no
alcance los cien años será considerado maldito.

Lo cito porque posiblemente es el primer antipoema de la historia. Como es sabido, la propuesta de Parra fue gradual: primero se planteó frente a lo “artístico”, a lo literario, poniendo en jaque todo lo que se entendía por literariamente “superior”, para mostrarnos en cambio los nuevos abismos que se abrían bajo nuestros pies: todo es poesía menos la poesía dice uno de sus más célebres artefactos, con las armas de la carcajada y del estertor, de la mueca de aquel que sabe que la única diferencia entre la verdad y la mentira es que la verdad es una mentira peligrosa; se mata y se muere en nombre de ella.

Como lo hiciera un siglo antes Baudelaire en relación al romanticismo, Nicanor Parra rompe con la idea de la poesía como iluminación o videncia, para situarla como un oficio que comparte con los otros oficios la pluralidad de lo humano. En las antípodas de “Alturas del Macchu Picchu”, de Pablo Neruda, ese poema cumbre de la poesía del siglo pasado, la antipoesía le reintegra al poema su relación con el habla, al mismo tiempo que no elude ninguno de los temas de la llamada gran poesía chilena, a la que, paradojalmente si se quiere, la antipoesía también pertenece. Es lo que muestra de un modo magistral “Soliloquio del individuo”, publicado en 1954 en Poemas y antipoemas, cuatro años después de que Neruda publicara en México su Canto general. El “Soliloquio” sintetiza la ruptura de Parra y la magnitud de su alcance. Allí la monumentalidad apabullante del canto nerudiano, el viaje cósmico del “Altazor” de Huidobro y el gigantismo de Pablo de Rokha se transforman en una historia del mundo narrada por un personaje cualquiera, “el individuo”, en un lenguaje común, y que concluye negándole al gran relato cualquier finalidad:

Yo soy el Individuo.
Bien.
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.

Es la antipoesía en su acepción ya clásica. De ella emergerán los “artefactos”, pequeñas unidades de lenguaje y sentido que, según los define el mismo Parra, surgen del estallido de los antipoemas. Si los antipoemas cuestionaban el estatuto de la poesía ––su falsa videncia, su apelación a profundidades que no están en ninguna parte y, en suma, su autismo––; en los artefactos se tratará de la demolición de los emblemas culturales, empezando por el libro, al que literalmente se lo hace explotar (la edición de 1972 consistía en una caja con cientos de tarjetas postales destinadas a colarse por debajo de las puertas de las casas, como si fueran las esquirlas de una granada), y donde tienen el mismo valor las consignas, los rayados en los muros, la pornografía, los chistes, el lirismo.

Pero tampoco se detendrá allí, y la explosión de los artefactos pasará a ser un caso restringido del cuestionamiento más radical que un autor nuestro le haya hecho al sistema de propiedad que nos rige y a todo aquello que el capitalismo actual entiende por historia, por cultura y finalmente por libertad. Es Lear. Rey & mendigo, publicado en Chile el año 2004. Lo que la escritura de esa obra propone es la compartición comunitaria para la pluralidad de lo humano de todas las fuerzas que yacen mermadas, coartadas, esclavizadas bajo el concepto de propiedad. Es lo que la escritura parriana ha entendido. Su revolución no es más ni menos que eso, demostrándonos de paso que la única libertad que las autodenominadas sociedades libres nos conceden es la libertad de llorar o de no llorar.

Lear. Rey & mendigo sintetiza así la totalidad de la propuesta antipoética, uniendo la formulación de Marcel Duchamp de designar como arte todo aquello que el artista decide que lo es, con la crítica radical a la usura en el “Canto XLV” de los Cantares de Ezra Pound. Al leer el Lear, lo que se nos reitera es que el horror, el horror en general: la vejez, la senilidad, la locura, está inscrito en la existencia y que por eso la tragedia es el arte sacro por excelencia, el único irrefutable. Al escribirlo sin embargo lo refutamos. Al leer a Shakespeare, Parra lo afirma, al escribirlo lo desmonta: nos dice que absolutamente todos los hombres son Shakespeare por la sencilla razón de que ¡el lenguaje es Shakespeare!, y que en una sola partícula de ese lenguaje que los hombres hablan están contenidas todas las obras maestras del mundo. Ese descubrimiento es tan crucial como el de Joyce cuando nos muestra que la Odisea es el relato de un día en la vida de cualquier ser humano. En dos palabras: que ése es el profundo comunismo de las palabras. Que ellas nos hacen a todos de todos, a todos: todo.

Pero lo que eso implica es intolerable porque significa la abolición de cualquier sistema coercitivo de propiedad, ya no en el plano teórico, sino en el de las sociedades concretas. Ya la portada y la contraportada del Lear demarcan esa oposición con una claridad inequívoca. En la portada, sobre una fotografía del rostro de Parra, están impresos su nombre, el título de la obra (Lear. Rey & mendigo) y las señas editoriales. Absolutamente nada más. Pero ello no es soportable y la contraportada se encargará de inmediato de volver las cosas a su lugar. En ella se nos dice que se trata de una traducción del King Lear de Shakespeare. Perfecto; entonces era eso, y aunque se diga que Parra “ocupará un lugar de honor en una enciclopedia biográfica de traductores inmortales” (Ricardo Piglia), de lo que se trata es de dejar claramente establecida la noción de autoría y el sistema de subordinaciones que trae consigo. En rigor no hay mala fe, no verlo así en el tiempo en que la propiedad se conoce como la única metafísica es prácticamente imposible y sin embargo es exactamente lo que la antipoesía ha hecho. En la portada Nicanor Parra cumple con su parte, en la contraportada el sistema cumple con la suya.

Parra apela de ese modo a la democracia irrecusable del habla, a su propiedad comunitaria y compartida. La eliminación de las jerarquías del habla, junto con liberar toda la potencia creativa del lenguaje, todo su poder desacralizador y a la vez encantatorio, nos hace ver un terreno común donde los seres humanos, al igual que sus palabras, carecen de privilegios y por ende son profundamente iguales. Las desautorizaciones que suelen hacérseles a los artefactos, que son simples chistes por ejemplo, han tenido siempre en común la idea de una jerarquía del lenguaje, el que se proyecta como un reflejo de la división “natural” de los hombres en clases. Pero precisamente ése es el papel simbólico y democratizador que cumplen los artefactos. Las llamadas “grandes” obras no son sino modulaciones particulares, meros acentos permanentemente absorbidos, reelaborados, regurgitados, de los lenguajes de las tribus, sin más ni menos derechos que el diálogo de dos lavanderas a las orillas del río o de dos estudiantes en un bar. Platón, el Cantar del Mío Cid, Cantinflas, el monólogo final del Ulises de Joyce, Poemas y antipoemas, lo que estaremos conversando en unos instantes más, no son sino destellos del mar general del habla del cual todo surge y al cual todo vuelve.

En los últimos años, Parra ha venido trabajando en una serie de artefactos visuales en los que se funden objetos en desuso, máquinas de escribir, Venus de yeso, crucifijos, dibujos sobre bandejitas de cartón, ataúdes con instrucciones en caso de resurrección, que fueron expuestos por primera vez, y no sin escándalo, el año 2009, en la mencionada muestra del Centro Cultural Palacio La Moneda, pues la serie incluía una instalación llamada “El pago de Chile”, donde recortados en planchas de cartón de tamaño natural, todos los presidentes de Chile aparecían ahorcados con una soga que colgaba del techo. Esa especie de responso fúnebre al destino de una nación, puesto al día con el ahorcamiento de la actual Presidenta de Chile, vuelve a aparecer en la exhibición de la Universidad Diego Portales. Presididos por la enorme cruz vacía, hijos de una historia también vacía, el conjunto de los presidentes colgando adquiere un aire circense, irreal, como si esos cartones recortados fueran productos de un dios absurdo. Es el Dios de Nicanor Parra.

Vemos así la cruz, leemos la ironía de su pequeña promesa, su desternillante comicidad y, paralelamente, el horror reiterado de un mundo sin redención, frente al cual esa ironía y esa comicidad rebotan sin poder decir nada de él. Genial para los conflictos de baja intensidad, pero impotente frente a los conflictos de alta intensidad (frente a ellos sólo nos queda César Vallejo, Paul Celan, y la vergüenza de pertenecer al género humano), la antipoesía nos revela así sus límites. Comprendemos entonces que la cruz que Parra nos exhibe en su muestra tiene una doble cara: en una está la ironía a menudo desmembradora, fulminante, del artefacto que se reitera aquí en su dimensión más corrosiva, y en la otra aparece la conmoción íntima de lo que está en el límite de lo decible.

Es lo que nos revela un poema aparecido cuarenta y siete años atrás en Obra gruesa. El tema es el mismo, pero invertido:

Tarde o temprano llegaré sollozando
a los brazos abiertos de la cruz.

Más temprano que tarde
caeré de rodillas a los pies de la cruz.

Tengo que resistirme
para no desposarme con la cruz:
¡ven como ella me tiende sus brazos?
No será hoy
. . . . . . . . . mañana
. . . . . .. . . . . . . . . . . . ni pasado
mañana
. . . . . .pero será lo que tiene que ser.

Por ahora la cruz es un avión
una mujer con las piernas abiertas.

Vislumbramos entonces una sacralidad central a la que apela la antipoesía, instalada en el corazón por ahora vacío de las cosas, y entendemos que, disimulada bajo el rictus de la carcajada (o del llanto), la obra de Parra es la más profundamente religiosa de la poesía chilena. Su burla, su irreverencia, se nos revelan así como una forma de pudor y comprendemos de golpe que la famosa sentencia que fundamenta la antipoesía ––“Los poetas bajaron del Olimpo”–– no estaba anunciando una conquista, sino delatando una traición. Efectivamente, bajaron del Olimpo dejando a la poesía librada a su suerte. Es la traición de los poetas y ese abandono lo atraviesa todo, incluso la muerte. Una lengua es el sonido de todos los que la hablan y de todos los que la han hablado, y cada átomo de ella, cada letra, cada sílaba, cada palabra no es sino la permanente reinterpretación que los vivos van haciendo de la sinfonía que han ejecutado los muertos. En rigor, es exactamente eso lo que se entiende por una tradición y una cultura. Lo que Nicanor Parra vio antes, y más profundamente que nadie, es que sepultada bajo montañas de poemas autistas, el abandono de la poesía es el último eslabón de la muerte del lenguaje, es decir, es el último eslabón antes de la muerte de sus muertos...

Termino este homenaje con consignas: Que vuelvan entonces los poetas al Olimpo. Que renazca entonces la muerta poesía. Voy y vuelvo, Nicanor.



 



 

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Raúl Zurita
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