A medida que se asienta la polvareda de las abundantes celebraciones y homenajes al antipoeta en su centenario, enterado el 5 de septiembre, antes de dar vuelta la página y pasar a la siguiente efeméride literaria, no está de más intentar releer su obra con mirada crítica, no para mezquinarle el reconocimiento ciertamente merecido, sino para matizarlo. Me parece que no hay mejor homenaje para un escritor que ha dedicado buena parte de su obra a la irreverencia hacia los monumentos culturales consagrados que, en vez de encerrarlo en el Olimpo del que él dijo haber bajado a los poetas, revisar su obra en busca de materiales reciclables y momentos de energía concentrada, señalando también las zonas de bajo voltaje, de construcción desprolija o interés menor. En vez de revisitar una vez más el abundante folklore respecto al personaje, demorarse en los poemas, masticarlos, desarmarlos para ver cómo están hechos, saborearlos.
Al leer algunos de los homenajes que se le han rendido estos meses, uno se queda con la idea de que Parra inventó la inclusión del registro coloquial, el humor, la ironía, y el prosaísmo en la poesía, que antes de su llegada era “el paraíso del tonto solemne”, como proclama él mismo en “La montaña rusa”, de Versos de salón (1962). Este mito no le hace ningún favor a la antipoesía, que al contrario se enriquece si se la lee como parte de corrientes que podrían remontarse hasta muy antiguo y como una versión posible de algunas de las aventuras literarias comunes a muchos escritores del siglo pasado. Lo que Parra propone es menos una novedad radical (poco de eso hay bajo el sol) que una combinatoria particular de una serie de procedimientos que pueden encontrarse en muchos otros sitios: el uso de la ironía y la agudeza en la poesía epigramática griega y latina, el registro cómico e irreverente que va desde Aristófanes a Swift pasando por Rabelais, el prosaísmo de Ezra Pound y Bertolt Brecht, la oralidad de la poesia medieval europea y popular latinoamericana, el humor absurdo y las yuxtaposiciones abruptas de Dada y los surrealistas, además de por supuesto muchos de las vanguardias en América Latina y los varios autores de su siglo XIX con los que Parra tiene claras deudas.
La receta de Parra es un recocido de todos estos ingredientes y muchos más, lo que no le quita mérito sino que complejiza sus logros, que debieran verse además integrados en un relato complejo de la poesía chilena. Contra la noción que el propio Parra instala de que él acabó con la poesía estirada y cursi, o comprometida y grandilocuente, u oscura y solemne, que lo precedía, podemos apreciar mejor su poesía contrastándola con los de sus predecesores y contemporáneos. Si, según Borges, Kafka inventó a sus precursores, Parra también nos propone otro modo de leer a Shakespeare, Neruda, Huidobro, y Mistral, pero además para captar su singularidad se lo debe leer en contrapunto con la poesía de mayor vuelo lírico de Gonzalo Rojas, con la poesía más reflexiva de Enrique Lihn, con la poesía prístinamente musical de Eduardo Anguita. Sus gestos más interesantes sólo cobran sentido al interior de ese sistema (que incluye a otros muchos autores), y los homenajes que lo aíslan como un caso único sólo reducen su obra a su faceta más superficial. Contra la insistencia de un autor como Harold Bloom en hacer listas de los grandes autores de la civilización universal, genealogías basadas en una noción sumamente romántica del genio, sería interesante pensar la crítica y la historia literaria como intentos de comprender cardúmenes, constelaciones de escritores en coexistencia que se asemejan o contrastan, y de ver a cada uno necesariamente como parte de un ecosistema textual complejo.
De su Obra gruesa (1969), el volumen que reúne toda su primera producción exceptuando sus primeras tentativas poéticas, son más interesantes tal vez los textos menos programáticamente antipoéticos, varios de los cuales aparecen en Canciones rusas (mi libro preferido, de 1967). “Aromos” es un ejemplo de este Parra sobrio, sin morisquetas ni acrobacias:
Pasando hace años
Por una calle de aromos en flor
Supe por un amigo bien informado
Que acababas de contraer matrimonio.
Contesté que por cierto
Que yo nada tenía que ver en el asunto.
Pero a pesar de que nunca te amé
–Eso lo sabes tú mejor que yo–
Cada vez que florecen los aromos
–Imagínate tú–
Siento la misma cosa que sentí
Cuando me dispararon a boca de jarro
La noticia bastante desoladora
De que te habías casado con otro.
Se trata de un poema engañosamente simple pero de construcción precisamente calibrada, al que no le sobra ninguna palabra. Se exponen sucintamente los hechos en el primer cuarteto, de tono impersonal. Los siguientes dos versos registran su supuesta indiferencia, que desmiente la insistencia en ella de los versos siguientes (“Eso lo sabes tú mejor que yo”), pues Parra, buen lector de Freud, comprende que quien persiste más de lo necesario en una negación revela solamente su necesidad de convencerse de la verdad de ella. Es un poema a la vez doloroso y distanciado con respecto a ese dolor, en la mejor tradición de Catulo, Marcial o Propercio, a quienes recuperaron explícitamente Ezra Pound y Ernesto Cardenal (quien podría perfectamente haber incluido este texto en sus Epigramas). Quien habla es un personaje cuidadosamente construido, que no debemos con el autor: incluso cuando Parra no lo especifica expresamente (como lo hace por ejemplo en las Prédicas y sermones del Cristo de Elqui), los sujetos de sus textos son siempre personajes de lo que Pessoa llamaba un “drama em gentes” o lo que Robert Browning denominaba personae. Tal vez es por eso, de hecho, que una de las obras más notables de Parra es su traducción del Rey Lear de Shakespeare, en la que aparecen con peculiar precisión las voces de diversos personajes, en registros más variados de los que tiende a adoptar la obra tardía del autor, por momentos monótona en cuanto a su tono.
El mejor Parra es, para mi gusto, un ironista preciso y prosaico, un implacable fotógrafo verbal de los lugares comunes y frases vacías con las que nos construimos una identidad como país, como personas, como sujetos de creencias religiosas o políticas. Creo que Obra gruesa contiene lo mejor de esa corriente de su poesía, para mi gusto mucho más diluida en obras como las ya mencionadas Prédicas y sermones y en la serie de discursos en que consiste su obra tardía. Parra no fue nunca un poeta del pensamiento ni de la sintaxis, de lo que Jakobson llamaba la “poesía de la gramática”. De hecho, muchos de sus poemas se construyen por mera yuxtaposición paratáctica de versos ensamblados como piezas de mecano, en collage, del mismo modo en que operaba la notable serie del Quebrantahuesos, montada en colaboración con varios otros autores en los años 50.
Se podría decir que los Artefactos (1972), Chistes para despistar a la policía poesía (1983) y Obras públicas (2006) no hacen otra cosa que aislar los versos que antes Parra sumaba, por eso su insistencia en definirlos como las esquirlas que quedan luego de la explosión de la antipoesía. Confieso que de los textos incluidos en el segundo tomo de sus Obras completas & algo + (1975-2006), encuentro poco que rescatar (salvo el volumen Hojas de Parra, para mi gusto su último gran poemario, y la ya mencionada traducción de Shakespeare). Sus poemas breves tienen por momentos el brillo ingenioso de proverbios absurdos, los pronunciamientos de un oráculo poco confiable o las enigmáticas afirmaciones de un maestro zen, destinadas no a enunciar una verdad de la que convencernos sino a despertarnos con sus paradojas del sueño que tomamos por la realidad. Pero muchos de ellos son también chistes fáciles, eslogans triviales, juegos de palabras divertidos que no aguantan una segunda lectura. Algunos de sus trabajos con imágenes y objetos son obras memorables, en la mejor tradición que va del emblema barroco al ready made duchampiano; otros son juegos de ingenio cansados que contienen menos poesía que un buen chiste de Quino. Sus Discursos de sobremesa (2006) son textos deliberadamente deshilvanados, que alternan brillantez reconcentrada, paradojas conceptuales y lugares comunes cuidadosamente construidos como anzuelos al lector desprevenido. Textos como éstos sugieren cierto desencanto con el poema concentrado y bien ejecutado que tan bien practicó el Parra joven, y nos hacen preguntarnos si tiene sentido intentar dirimir qué es paja y qué trigo: tal vez finalmente lo que parece ser más desechable y deleznable tenga más valor que lo que creemos rescatable. Todas estas opiniones, por supuesto, tienen fecha de vencimiento en la próxima lectura de la obra del antipoeta (obras como éstas ameritan releerse para constatar cómo van cambiando las preferencias y prejuicios desde los que las juzgamos: ello no nos exime de la obligación ética de arriesgar un juicio crítico aquí y ahora).
Recuerdo que cuando asistí hace años al estreno del Rey Lear de Shakespeare en versión de Parra, tuve la impresión de que el antipoeta había puesto mucho de su cosecha, de que la obra era más suya que del dramaturgo inglés. Al revisar con detención el texto, años más tarde, me di cuenta de que mucho de lo que parecía ser puro Parra era en realidad una traducción exacta y fiel del original inglés. Esto prueba, una vez más, que la antipoesía no es propiedad exclusiva de don Nicanor, quien tuvo la astucia de patentarla como primicia y la ha practicado con intensidad y lucidez variable en sus bien vividos cien años. Parra ha preferido adoptar como modelo de su voz el personaje del bufón, que dice incómodas verdades mezcladas con irreverentes chistes de doble sentido y juegos de palabras empapados de una ironía que pone en cuestión su sinceridad, pero no hay que olvidar que supo también darle voz al primero furioso, luego desencantado y por fin loco Rey Lear, y a la variada humanidad que pulula en torno a él en la obra. Saber escuchar esas voces que habitan la obra de Parra es una tarea todavía por cumplir, y nos tendrá ocupados por los próximos cien años, por lo menos.
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Nicanor Parra en perspectiva (la paja y el trigo)
Por Fernando Pérez
Publicado en revista La Otra Revista, México, octubre 2014