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La revuelta de Parra
Por Ignacio Valente
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 28 de Enero de 2018
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Antipoesía: ¿anti cuál poesía?
No conozco manera más gráfica de abordar el sentido de esta liberación que citar algunos fragmentos de poemas que escribían autores consagrados de aquellos tiempos. Debo advertir que por fuerza los sacaré de contexto, y que los elijo según las conveniencias de la comparación que me propongo. Y pido al lector un poco de paciencia. "La blanca sangre de las arenas se despierta en el día del color de la muerte. / Al paso de un sonido que viene corriendo del revés por el alba. / Feliz lecho de escamas en que la angustia se desviste / Tan cerca de mis pesares como de lo que no soy y de mi oído" (Rosamel del Valle). "Nacía mi ser matinal, acaso de la tierra o del cielo / que esperaba desde antaño y cuyo paso de sombra / apagó mi oído que zumbaba como el nido del viento. / Por primera vez fui lúcido mas sin mi lengua ni sus ecos / sin lágrimas, revelándome nociones y doradas melodías" (Humberto Díaz Casanueva). "Sin embargo, mi voz es contentamiento, / congoja a electricidad, actitud patético-dinámica, con piedras azules, / violoncello sin violetas, / emoción de máquina y de máscara, caricatura de bronces fatales" (Pablo de Rokha).
Si el lector se cansó un poco, también yo, y más aun Parra en su día. Pues, dicho sea con todo respeto por esos textos venerables, no es fácil de buenas a primeras saber de qué hablan, qué expresan, a qué aluden con esas imágenes de apariencia gratuita y esotérica. Sus puntos de referencia metafóricos se han ido a buscar tan lejos, que en vez de revelarnos con ellos una realidad o un estado de alma, lo proyectan más bien hacia lo indescifrable. A su vez, el hablante de esos lenguajes es un ego tan inmenso, un yo tan cósmico, que el hombre de la calle lo siente irreconocible.
Un gran poema de Parra
Son esas grandes distancias las que viene a cerrar, o al menos a acortar, el antipoeta. ¿Cómo opera esta "democratización" de la poesía? Acudiré de nuevo a la cita. "Un hombre" es el desnudo título del siguiente poema de Parra:
La madre de un hombre está gravemente enferma
Parte en busca del médico
Llora
En la calle ve a su mujer acompañada de otro hombre
Van tomados de la mano
Los sigue a corta distancia
De árbol en árbol
Llora
Ahora se encuentra con un amigo de juventud
¡Años que no nos veíamos!
Pasan a un bar
Conversan, ríen
El hombre sale a orinar al patio
Ve a una muchacha joven
Es de noche
Ella lava los platos
El hombre se acerca a la joven
La toma de la cintura
Bailan vals
Juntos salen a la calle
Ríen
Hay un accidente
La muchacha ha perdido el conocimiento
El hombre va a llamar por teléfono
Llora
Llega a una casa con luces
Pide teléfono
Alguien lo reconoce
Quédate a comer, hombre
No
Dónde está el teléfono
Come, hombre, come
Después te vas
Se sienta a comer
Bebe como un condenado
Ríe
Lo hacen recitar
Recita
Se queda dormido debajo de un escritorio.
No hay aquí oscuridad alguna: reconocemos todas y cada una de estas situaciones. La aventura un tanto chaplinesca del hombre que sale a la calle a buscar ayuda médica para su madre y termina medio borracho bajo la mesa no es precisamente un locus poeticus , como lo son las penas de amor, la angustia o el tedio de la vida, la muerte, el paso implacable del tiempo, el viaje, el dolor, la irrupción de la primavera, la vida agreste... Prosaico y apoético es el asunto, apoético y prosaico es el lenguaje, que no contiene imagen ni metáfora alguna, que casi no contiene adjetivos ni adverbios, y a duras penas podríamos llamar "versos" a sus azarosas líneas. Podría preguntarse entonces qué tiene de poesía este texto.
Pero la poesía no es una experiencia "poética" en sí misma (grande, sublime, fuera de lo común) dicha en un lenguaje "poético" de por sí (palabras prestigiosas, imágenes extraordinarias): eso suele ser la mala poesía. Un poema es simplemente una experiencia cualquiera que se identificó con su propio lenguaje a medida que se escribía, y viceversa, una forma verbal cualquiera que se ciñó exactamente a su materia hasta hacer una sola cosa con ella. Es lo que ocurre en este magnífico poema, que busca -y encuentra- bajo su factura desmedrada aquellas propiedades más radicales de la palabra poética -fuerza, "realidad", carga máxima de significación, ¡decir algo!-, propiedades tanto más hondas cuanto que son capaces de subsistir en un medio verbal desprovisto de todo afeite y adorno, casi sin "recursos". Cualquier metáfora, cualquier decir fantasioso, cualquier mera adjetivación dañaría la sencillez narrativa de su contenido existencial. Es en la desnudez de su forma como este poema expresa una realidad también más desnuda, una revelación más deslumbrante y estilizada de la existencia humana: dice a las claras la transferencia de los fines en nuestra vida, la fuga de los objetivos, lo errático e imponderable de las circunstancias, el ir a dar siempre a algo distinto de lo que se buscaba, el malentendido de la existencia, lo que la vida hace de nosotros casi al margen de nosotros mismos... Se diría el apretado compendio de una pieza de Ionesco, de una novela de Kafka o de Camus.
A su vez, estos versos tan ajenos a la métrica e incluso a la eufonía son exactamente la versificación que tal materia necesitaba: sucesivas emisiones de voz discontinuas, breves y entrecortadas, que representan los cambios de rumbo, el ir y venir del pobre hombre, la discontinuidad de su acontecer. ¿Acaso otro tipo de verso -más largo, más rítmico, más eufónico- conseguiría la misma revelación de los azares de la vida del hombre sobre la tierra? De ninguna manera: sólo así. Porque así es la materia-forma, la experiencia-lenguaje de la poesía. Así y no de otro modo se nos revela la humanidad ridícula y conmovedora, patética y tierna del pobre ser humano cualquiera, el antihéroe más frecuente de la antipoesía.
Porque la antipoesía suele ser una parodia de la odisea humana, dotada de un humor tragicómico; es el humor serio de Parra, a menudo más logrado que el chiste o la payasada.
Lo claro y lo oscuro
Esta renovación antipoética debía deshacerse por fuerza del pesado lastre de la oscuridad lírica anterior. Del Valle, De Rokha, Díaz Casanueva y muchos de sus contemporáneos practicaban el lenguaje oscuro que ya ejemplifiqué, si bien algunos de ellos, comenzando por Neruda y siguiendo por Rojas, Anguita, Arenas -y a veces también por Parra- supieron sacar luz de la oscuridad, o alternar luces y sombras, o dar con un tono de excelente claroscuro. Pero el desorbitado oficio de tinieblas de la época llegó a ser muy a menudo la coartada de la insignificancia, la máscara del vacío, la sugerencia de profundidades que tal vez ni siquiera existían; y en parte lo sigue siendo hoy, en tanta poesía indescifrable y huera.
Por eso la opción fundamental de Parra fue otra: "Nosotros conversamos / En el lenguaje de todos los días / No creemos en signos cabalísticos / Surrealismo de segunda mano / Decadentismo de tercera mano / Tablas viejas devueltas por el mar / (...) / Mientras ellos estaban / Por una poesía del crepúsculo / Por una poesía de la noche / Nosotros propugnamos / La poesía del amanecer". Sí, y con ella el prosaísmo, el acercamiento límite del verso a la prosa, que no atrapa la intuición poética en la astucia de un retruécano verbal o en el floripondio de la imaginería, sino que la hace triunfar por su mérito propio -¡realismo!- en un lenguaje diáfano, en el dialecto de la tribu.
Es cierto que muchos seguidores del antipoeta cayeron así en lo obvio de una prosa plana, y al mismo Parra le sucedió con alguna frecuencia, por lo demás inevitable cuando se escribe en las fronteras de la palabra poética. Pero más cerca de la poesía anglosajona que de la francesa -Whitman, Eliot, Pound: poetry as speech, no as song -, a partir de Parra y Cardenal un aura de claridad ha irradiado sobre buena parte de la mejor poesía castellana desde entonces.
Esta liberación tenía que recuperar para la poesía todos los géneros y subgéneros posibles de nuestra cultura: la crónica, el reportaje, la epístola, el parte policial, el sermón, el noticiario, el manifiesto, el aviso de publicidad, la plegaria, el graffiti, el discurso de sobremesa..., todos ellos elevados a la categoría de verbo creador. A su vez, el hablante de la antipoesía ya no es aquel vidente sacerdotal, aquel ego privilegiado que hace de centro del mundo -como ocurrió tantas veces en la generación anterior-, sino que es un hombre cualquiera, y aun más, un ventrílocuo que se multiplica en diversos hablantes dramáticos: un energúmeno, un payaso, un predicador errante, un oscuro profesor, un pequeño burgués, un charlatán, un alma desde la ultratumba...
El límite de Parra consiste en que su fuerza proviene de la oposición dialéctica con respecto a la poesía anterior, a la "poesía poética". A causa de este carácter dependiente y paródico, la antipoesía no es substantiva a secas. Más allá de ese contrapunto que la nutre, sólo el tiempo dirá cuánto queda de ella por sí misma. Pero no es poca cosa -es cosa grande de suyo- haber ventilado la atmósfera ya casi irrespirable de las vanguardias, recuperando esa libertad tantas veces ganada y vuelta a perder en la historia literaria, que puede expresarse así: la poesía no tiene fronteras, todo vale dentro de ella, todo lo humano puede decirse en buen romance paladino.