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notas sobre la poesía
de nicanor parra
Por Julio Ortega
Publicado en Revista de la Universidad de México. Agosto de 1969
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"Como Beckett en el teatro, este poeta tiende a una reducción total de los mecanismos expresivos", ha escrito Guillermo Sucre de la última poesía de Nicanor Parra: esta tendencia, agravada notablemente en sus textos más recientes, permite revisar la obra poética de Parra, desde constantes que su última poesía delata como centrales.
Más allá de su simple contexto literario, del carácter agresivo de su retórica anti-tradicional, pienso que esta poesía reconoce su más profunda rebelión, su mayor agudeza, en el proceso de despojamientos que la revela como una poesía del absurdo. El absurdo diverso y patético, concreto y ambiguo, hiriente e irónico, es acaso el hilo conductor de su obra, el rasgo de originalidad que la define en una aventura verbal contemporánea, el encuentro del poeta Parra y la tradición actual de las rupturas.
La antipoesía de Parra es un intenso asedio del absurdo: liga al personaje marginal del cine mudo con el tenebroso y rebelde mundo de Kafka. Y lo hace a través de un lenguaje que reconoce el inconformismo y el rescate individual de las postulaciones surrealistas, para confluir en la actualísima versión de una absurdidad cuyos vínculos con Beckett son un despojamiento, como advierte Sucre, pero también un escepticismo dramático y una oscura rebelión. "Yo soy de la época del cine mudo", escribe Parra en un texto reciente, y esta declaración no es sólo iconoclasta o irónica; a la luz o a la sombra de su producción reciente, anuncia también el anacronismo de la marginación que la soledad revela en el absurdo.
Esta poesía empezaba siendo una ruptura agresiva frente a la poesía tradicional, la oposición del mundo sufriente de la realidad concreta al mundo evanescente y vicioso de la tradición. Pero el poeta irá descubriendo que el mundo concreto es tan evanescente y ambiguo como podría serlo el de la poesía de los espejismos, el de la tradición absorbente. Y en este proceso su visión de la realidad habrá hallado una tensión extrema: el absurdo como espectro y obsesión. El absurdo exige al poeta el mirador de la muerte como prisma radical sobre la realidad; y convoca el sangrante humor y la desesperada voluntad de concretizar el tiempo huidizo en el amor y en la comunicación. En este proceso que radicaliza su visión de un absurdo esencial, Parra intentará hallar para la agonía existencial conexiones durables con el mundo concreto que ha elegido como morada; pero esas conexiones no harán sino revelar un grave escepticismo y una cada vez más desnuda voluntad de hacer frente al absurdo, nombrándolo en la batalla verbal que es una batalla donde realidad y poesía mutuamente se hieren.
No es extraño que ya en 1935, como ha declarado, o sea antes aun de lograr la ambivalencia narrativa de su estilo, Parra exploraba la posibilidad de la antipoesía. Nacida fundamentalmente de la rica y ferviente ruptura con la tradición establecida, la antipoesía se formula rotundamente hacia la última parte de Poemas y antipoemas (1954), su libro fundamental. Y justamente este encuentro de una formulación como crítica profunda al lenguaje poético convencional y tradicional (que se conecta con la rica asimilación surrealista de la poesía latinoamericana), traería como consecuencia una visión nueva de la realidad: ya desde esos poemas medulares, esa visión denuncia la atmósfera y la contradictoria tensión del absurdo. Y no es extraño el largo proceso de este encuentro, porque para un poeta americano quebrar las pautas tradicionales, idealistas, heredadas, significa quebrar casi toda la realidad que lo sostiene ya que no hay nuevas pautas que organicen para él un canje de perspectivas, y esta ausencia radical convoca de inmediato una no menos radical absurdidad.
Esta crisis poética de Parra tiene un ilustre antecedente americano: Trilce, de Vallejo, publicado en 1922, donde la poesía también hace estallar las normas clásicas y tradicionales de la belleza en nombre del absurdo ("absurdo, sólo tú eres puro", dice), definiendo a la vida como "el salto por el ojo de la aguja", fórmula paralela al "cultivo un piojo en mi corbata" -distinguida eso sí por el denso humor del chileno-, que es la respuesta sarcástica de Parra al grotesco caos del mundo moderno, respuesta que también evoca el sarcasmo vallejiano de "Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva". Del encuentro con el absurdo, Vallejo deducía la definición de lo humano con la temporalidad (el dolor es la conciencia del tiempo) y por eso pudo partir del absurdo hacia un humanismo terreno, aunque su lenguaje había sido definitivamente marcado por la ruptura verbal de ese encuentro del hombre con su propia orfandad. Vallejo hallaba al absurdo como "impar potente de orfandad", ante el cual nos invitaba a ceder, reclamándonos que renunciemos a la simetría, que reconozcamos el tiempo como única medida de la realidad y que de ahí partamos a modificar el dolor del mundo a través del mismo dolor. Parra, en cambio, encuentra que el absurdo está en la misma realidad concreta, que lo prolonga irrisoriamente, en torno a la débil figura de un hombre radicalmente desprovisto de soluciones, apenas armado por su desesperación, atrapado además en la red de sus nervios, que apela a un humor que le cuesta la vida o a un amor que sólo aplaza el nuevo encuentro con el negro espectáculo de la absurdidad. El humor y el goce de vivir, declaró Parra, eran las respuestas de su poesía al caos del absurdo contemporáneo, pero en su última poesía ese humor es un precio muy alto porque ese goce de vivir se ha convertido en una mueca de horror. De este modo, pues, la poesía de Parra da testimonio -alto y dramático testimonio-, de su propio recorrido por un mundo que aceptó como concreto pero que descubrió también como irreal. Lo real resulta irreal en su nueva poesía, y al revés: la irrealidad es el espectro en que vivimos, y este nuevo encuentro del poeta consigo mismo está produciendo una nueva ruptura en su poesía, una nueva crisis poética que lo anuncia en una madurez mucho más cáustica y penetrante en su propia ingravidez.
Y la complejidad de este proceso es también un camino de desalienación: la historicidad profunda de su poesía radica en que un libro suyo es un sistema simbólico que es absorbido por otro sistema, por un nuevo libro, porque una progresiva desalienación se traduce en un progresivo conocimiento de la realidad. Como advierte Sucre: "Su escepticismo es también el del anarquista: quiere hacer estallar el mundo, pero no para aniquilarlo, sino para rehacerlo. Esta es la otra cara de su poesía: una búsqueda de la plenitud original de la vida."
Es justo, y típico para una poesía de tan agudas rupturas formales, que la crítica haya visto una plurivalencia en la poesía de Parra: en primer lugar su agresividad, su antitradicionalismo literario, cautivó a los criticos y poetas de la literatura realista, quienes supusieron que Parra era un poeta concreto y hasta popular, sin advertir que bajo esa agresividad se escondía en primer término el ejercicio exultante de un yo poético que vibraba ante la posibilidad de poner los pies sobre la tierra, y, sobre todo, la ahora evidente atmósfera de absurdidad que impregnaba ese mundo concreto de ambigüedad, en un juego sarcástico y piadoso. Así, Parra fue entendido como poeta "positivo" o "progresista" fórmulas éstas típicas de los intereses críticos de la década del 50. ¿Acaso el mismo Parra no estaría entonces dispuesto a confirmar, en nombre de la crítica social y la afirmación populista; esas versiones de su mundo? Posiblemente fue así. Incluso esa posibilidad de ser un poeta práctico en un mundo concreto (llegó a anunciar un libro con el curioso título de Poemas prácticos) lo llevaría a escribir su famoso "Manifiesto" donde declara que los poetas bajaron del Olimpo para modificar la realidad. Ese "Manifiesto", de 1964, hoy descubre un extraño anhelo melancólico: una voluntad objetivista que en el fondo iconoclasta denuncia como una precaria tabla de salvación en el caos de un mundo que lo reclamaba a nuevos naufragios. De cualquier modo, es posible que la modificación más profunda de la realidad radicaba en que ese "descenso" es la ascensión del lector, o su encuentro en otro lenguaje.
En esta plurivalencia de la poesía de Parra, también los poetas beatniks lo reclamaron como suyo, cautivados esta vez, sin duda, por aquel ejercicio de una primera persona inconformista que rechazaba la miseria de la alienación declarándola como un vicio moderno; cautivados por el origen surrealista de un yo poético lleno de vitalidad y de anhelo de defender su propia existencia contra la realidad. Pero lo cierto es que este ejercicio del yo poético era sólo la primera fase de un encuentro más profundo con el mundo moderno: detrás del testimonio que oponía ese yo al mundo caótico, estaba presente, ya en Poemas y Antipoemas, el secreto hallazgo de que ese caos moderno sólo era el rostro de un caos más terrible; esa vitalidad no eludía un autocuestionamiento esencial: el absurdo no estaba sólo en los objetos sino también en los actos humanos, como una lenta oscuridad corrosiva que amenazaba definir la realidad.
Estas versiones felices partían, me parece, de una actitud crítica similar: se creía, lo creían tanto los "progresistas'" como los beatniks, estar leyendo en los poemas de Parra nada menos que la verdad. Aparentemente sencilla y significativa de modo inmediato (toda la poesía de Parra tiene esa evidencia primera de verismo y concreción verbal en un correlato aparentemente muy objetivo), pienso, sin embargo, que su poesía está organizada, a partir de ese mismo verismo, de esa misma significación primaria, en una serie de reducciones al absurdo. Los niveles que la formulan -el corpus narrativo hecho de un crispado fragmentarismo, el habla coloquial hecha de diálogo y monólogo- se amalgaman en otro nivel: en un plano verbal de contrastes y finas oposiciones que convierten a la realidad poética en una paradoja. Hay una constante paradojal en la poesía de Parra, y ésta creo que es su característica más relevante: aun cuando más directo y objetivo parece, como en su mismo "Manifiesto", se advierte ese mecanismo de la paradoja que convierte al poema en una inserción "oblicua" en la realidad. Este mecanismo consiste en prolongar la realidad en una realidad poética que se propone como ejemplar a través de la hipérbole, a través de una contradictoria presentación del correlato objetivo como hecho poético. Mecanismo que introduce al yo poético, a la persona poética, en el caos contemporáneo, al mismo tiempo que lo saca de él, colocándolo al frente, en una malla de irónicas y reversibles relaciones. Es fácil que el lector convierta al poema en un simple marco verista, porque supone estar haciendo directamente la realidad. Lo cierto es que el poema busca al lector a través de varios planos de una realidad íntimamente desrealizada para ser más real; o sea que el lector debe acceder a la complejidad del poema sin presuponer que la sencillez inmediata del lenguaje -el léxico o el tema del poeta- agotan la riqueza de la realidad poéticamente llevada a una zona parabólica de comunicación.
Advertir estos niveles me parece fundamental ante la última poesía de Nicanor Parra. Cuando esta poesía se presenta a sí misma como evidencia inmediata sobre la realidad, a través de una sencillez mucho más radical, el lector puede suponer que el poeta simplemente juega con la poesía o que simplemente redunda en una retórica antipoética. Lo cierto es lo contrario: este despojamiento es una profunda crítica al mismo lenguaje, en primer término, y por aquí, una crítica a la visión de la realidad que ese lenguaje había descubierto para el poeta. De tal modo que Parra prolonga esa reducción al absurdo de sus antipoemas: así plantea un cuestionamiento de su propio encuentro con la realidad, o sea de su propia inmersión en el absurdo. Es por eso que en su última poesía aquel verismo se hace más cáustico todavía, más amargo, y escueto: la brevedad sarcástica es también ahora una crítica inmediata a su exultación verbal anterior, un hallazgo de la palabra como sentencia grave y riesgosa en su verdad alusiva. Y este verismo espectral prolonga la curva alegórica de su poesía anterior hasta tocar un oscuro extremo, el extremo del absurdo o la excepción, de donde la palabra vuelve convertida en evidencia radical, en verdad profunda. Así, la nueva poesía de Parra se hace radicalmente paradójica, y su sencillez es una prueba por el absurdo (que plantea su despojamiento como un sacrificio múltiple) para desentreñar el siempre inexplicable ámbito humano.
Este proceso, que culmina por ahora en Artefactos (ubicado por Imagen, No. 13), empieza con la misma poesía de Parra, con sus iniciales búsquedas de una anti-retórica, pero tiene sus primeros grandes momentos en los poemas finales de Poemas y antipoemas: "El túnel", "La víbora", "Los vicios del mundo moderno", "Soliloquio del individuo", que son poemas a la vez concretos y ambiguos, directos y parabólicos; estos poemas están ya tramados por la vecindad del absurdo, por su exploración a través del mundo concreto. Este proceso de Parra supone, como en los mejores poetas, una meditación sobre la poesía, y en esos poemas iniciales no es arbitrario sospechar que también nos está hablando de la poesía (ligada a esas tías extorsionadoras, esa mujer que habla de la eternidad y la vida futura), de una poesía que el poeta cuestiona, con pareja ironía y amargura, en un mundo tradicional cuyos valores repudia, accediendo así a una realidad más concreta y vital, pero advirtiendo también aquí la evanescencia y el horror que parecían privativos de aquel cepo tradicional. Este mundo tradicional aparece en las tías y en la Víbora como un absurdo, pero como un falso absurdo del que el poeta se libera mirando por el ojo de la cerradura, para descubrir una absurdidad nueva, la del mundo moderno, que es el absurdo real. Por eso en el poema "El individuo" -poética del libro- el poeta graba las primeras imágenes humanas en las cavernas, descubre el fuego, descubre a sus semejantes inventa los objetos útiles a los hombres, contempla el paso del tiempo y la muerte de las instituciones, viaja, vuelve a mirar por una cerradura y sorprende el gran sinsentido de ese espectáculo:
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.
Mirar por la cerradura es otra vez encontrar el absurdo de la realidad, ahora duplicado por el intento de hacer de nuevo el recorrido por la historia, intento cuya reversión denuncia el sin sentido de la vida. Esta postulación final resume las respuestas negadoras de los anteriores poemas: todos ellos concluyen su recorrido en la negación, pues aquí la poesía dice no para enfrentar su desarrollo de parábola a la realidad totalizada por el absurdo. "Por todo lo cual/ Cultivo un piojo en mi corbata / y sonrío a los imbéciles que bajan de los árboles", dice al final de "Los vicios del mundo moderno", sarcásticamente, sintetizando su encuentro con el absurdo: el personaje chaplinesco que camina en un mundo kafkiano, muestra aquí su marginación rabiosa que a lo largo de estos poemas equivale también a una rebelión más profunda; porque el encuentro con el absurdo, que suscita la respuesta de la negación, no abandona la lucidez cáustica del testimonio, y esa rebelión del marginado es también un afincamiento en el absurdo que el mundo moderno finge ignorar en su alienación. Así, liberarse del absurdo falso para hallar el absurdo real supone también que este hallazgo es una rebeldía contra un mundo varias veces falsificado. Por eso cuando Parra dice "la vida no tiene sentido" es claro que lo dice desde el absurdo hallado, y que este encuentro es una rebelión precisamente contra el sinsentido de la vida, o sea la búsqueda de otro sentido para ella: búsqueda amarga y sarcástica, hecha de humor y de fantasía, de salud y de patetismo. El absurdo, así, aparece en Poemas y antipoemas como una ambigüedad y una atmósfera, como una retórica de la fantasía y ya como un secreto y tenaz horror que cerca al individuo.
Y este proceso -que nace en los poemas antes citados- se agudiza en la última parte de la obra de Parra, en su actual desnudez verbal; haciéndose aún más directo en el lenguaje busca hacerse más desnudo en el absurdo. Su breve libro Canciones rusas (1967) es una suerte de reflexión pausada y tácitamente dramática, un libro que se observa todo el tiempo a sí mismo para ratificar su escasa materia de realidad, su espectral captura del absurdo. Poemas leves, escritos en voz baja ("pos-simbolistas" los ha llamado Parra), estas canciones son voces del extrañamiento, del íntimo exilio duplicado por la soledad y por las pocas palabras que requiere la soledad. Por eso el poema intenta ahora no el recuento o el testimonio, sino la íntima definición de la realidad evanescente:
Yo levanto mi copa
Por ese día que no llega nunca
Pero que es lo único
De lo que realmente disponemos.
Las imágenes de muerte, de deterioro, de soledad, aparecen ahora afinadas por una cautela pudorosa y reflexiva, que simplifica al máximo el poema para evidenciar un correlato concreto ante temores obsesivos y recurrentes. Parra se ha replegado en estos poemas que asedian el tiempo perdido en su transcurrir: la parábola poética está aquí en que el poeta habla del tiempo, de las cosas, de episodios nimios, pero como si hablara de otra cosa; hay algo que escapa a las palabras, elusivamente, que está en los silencios que atraviesan los poemas, en los blancos que los traspasan, en el pudor o la levedad del lenguaje, en las espectrales imágenes; algo que no es sino la ausencia del discurso, o sea la propia ausencia del poeta en el centro de la poesía. Leyendo estas canciones, comprendemos que Parra está hablando más atrás de su propia voz, con una timidez conmovedora; también con el ritmo de la soledad que entre largas pausas termina por igualarlo todo, por comunicar a la realidad la leve y agónica vigilia del exilio:
Ahora sí que hay que dormir.
Sorbo la última gota de vino
Que todavía reluce en la copa
Acomodo las sábanas
y doy una última mirada al reloj
Pero oigo sollozos de mujer
Abandonada por delitos de amor
En el momento de cerrar los ojos.
Esta vez no me voy a levantar
Estoy exhausto de tanto sollozo.
Así, la irrealidad viene a modificar profundamente un mundo que el lenguaje quería concreto, que la ironía y el goce de vivir habían elegido: el absurdo rodea ahora con su máscara (la soledad) al poeta que empieza a explorar aquel mundo concreto a partir de la evidencia de la muerte, a partir de su propia necesidad de seguir interrogando por la condición humana.
Y esta interrogación tiene una nueva ruptura, a la vez más despojada y amarga, más inmediata y más parabólica: Artefactos (1967), del cual forma parte la secuencia La camisa de fuerza.
Libro desconcertante y también paradojal por su radicalismo en la orfandad, que Parra profundiza, y por su desafiante uso poético de la palabra. Nuevamente la realidad es cuestionada por la palabra porque la palabra, otra vez, cuestiona a la poesía.
Emir Rodríguez Monegal ha contado en su artículo "Encuentros con Nicanor Parra" (Mundo Nuevo, No. 23) algo que es clave para ingresar a este libro: Parra ha estado trabajando esos poemas desde una "teoría de la recopilación" según la cual intenta llevar a la poesía frases que recoge directamente del habla cotidiana. Este dato es clave para Artefactos no porque anuncie una voluntad de poesía popular o de poesía hablada, sino porque declara el deseo de hallar en la poesía una comunicación esencial con el lenguaje. Finalmente, parecería que Parra intenta en este encuentro con la poesía y el lenguaje unificados, el reconocimiento de una íntima y total comunicación con el lector, con el otro, para transformarse él mismo en ese hombre que habla la realidad, y por eso, en ese lenguaje que habla a través del hombre. Y este intento y desesperado afán de comunicación, de identidad, no es sino el afán por encontrarse, sencillamente, cara a cara con la vida. Entre el tradicional mundo evanescente y el evanescente mundo moderno, la última realidad de la vida es finalmente una realidad hablada. Aquí, por eso, Parra nos habla desde el sangrante absurdo y su testimonio es, en el mismo humor, dramático. El absurdo no es simplemente lo que ignoramos, sino más cruelmente, lo que vemos: la existencia es así una identidad cuyas máscaras son irrisorias y cuyo curso es trágicamente desgarrado. Por lo tanto el lenguaje, de por sí, equivale a la poesía:
"Escriban como quieran
Ha pasado demasiado sangre bajo los puentes."
"En poesía se permite todo."
Nuevamente el humor aparece en Parra, un humor que desmitifica, como anota Sucre; y ahora como un juego dramático de la persona poética: por ello este humor equivale a una exclamación de auxilio. El mecanismo poético es ahora segmental más que fragmentario; una escueta formulación verbal que reniega del discurso y de la coherencia para ofrecerse, desnudamente, como simple indicación hablada, como enunciado libre. La poesía de Artefactos prolonga ahora sí hasta el absurdo aquellas reducciones del verismo a la tipicidad verbal, y se plasma nerviosamente en fórmulas de un nuevo encantamiento que persigue la verdad negada de lo real en la verdad despojada del absurdo. Esta poesía escueta, virulenta y herida, busca comunicar nuevamente la vida en el absurdo mismo donde estalla.