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Nicanor Parra: "¿Que cuántos años más? El respetable público dirá"

Por Javier García
La Tercera, 12 de Diciembre de 2015




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El auto Volkswagen escarabajo está estacionado frente a la entrada de su casa en el balneario de Las Cruces, donde Nicanor Parra llegó a retirarse hace más 20 años. El día en el litoral central está despejado. Las ruedas del escarabajo gris están desinfladas. Algunos admiradores del poeta pasan y se sacan fotos apoyados en el auto. La revisión técnica venció en febrero de 2015. Parra manejó su auto hasta el año pasado. Dejó el volante tras cumplir un siglo. Más tarde dirá, y como siempre ha dicho, que es “el auto del pueblo”. Más tarde frente al auto, levantará el brazo derecho y en broma y en serio dirá enfatizando cada palabra: “¡Heil Hitler!”. Después, en voz baja, agregará que el escarabajo es “el vientre materno”.

Rosa Avendaño, su fiel nana, está en la cocina. Es martes, el día feriado de la semana pasada. La puerta de la reja del antejardín está con candado. Janet, la hermana de Rosita, recibe al visitante que llega de sorpresa y se lleva un mensaje para Parra escrito en una hoja de cuaderno. Luego de unos minutos regresa. Janet trae noticias: “Don Nicanor dice que pase”.

Nacido el 5 de septiembre de 1914, Parra está en su biblioteca, donde mantiene una cama y una silla. El Premio Cervantes, el hijo ilustre de Chillán, el profesor honorario de la U. de Oxford, está sentado al borde de la cama, con pantuflas, pantalón de cotelé, una camiseta blanca, chaleco y chaqueta de tweed. Invita a sentarse. Sobre su velador hay varios lápices y cuadernos de tapas verdes.

En el pasillo principal, algunos nombres y números telefónicos anotados en las paredes. Ya no están las máquinas de escribir que alguna vez formaron uno de sus trabajos prácticos con la leyenda “La máquina del tiempo”. Solo un baúl y su sombrero estilo explorador. Es como si hubiese una mudanza en proceso.

En su biblioteca, sobre una mesa conserva una enciclopedia de Shakespeare, el libro de fotos que hizo su nieto Cristóbal Tololo Ugarte que hojea con orgullo. Esas imágenes que recorren su vida fueron la base de la exposición Parra 100, que el año pasado se exhibió en el GAM con gran éxito. A dos semanas de su apertura llevaba 14 mil visitantes. A un lado está El Nuevo Testamento.

Parra tenía 97 años cuando obtuvo el Premio Cervantes. Mandó a Madrid a su nieto Tololo a recibir el galardón y dar un discurso a la manera de Parra. El Quijote de Cervantes está sobre la cama. Dice que lleva varios meses estudiando, lo que llama, “un artefacto previo aEl Quijote. El germen de El Quijote”. La frase es “Post tenebras spero lucem”, que significa algo así como “Después de las tinieblas espero la luz”. Y Parra arma al vuelo una frase: “¿Qué puede decir un viejo de 101 años? Después de las tinieblas espero la luz”. Silencio. Parra arremete: “La frase me parece que está en la segunda parte de El Quijote, pero no es de él. Es lo que se llama un Ex libris. La autoría es de la imprenta. ¡No es creación de Cervantes!”.

“¿Usted es análogo?”, pregunta. “Entonces busque en su teléfono y veamos qué arroja el satélite”. El autor de Poemas y antipoemas, que revolucionó la poesía en español del siglo XX, guarda silencio y vuelve: “¿Qué puede decir un viejo de 101 años?” y prueba varias versiones, en voz baja, mientras piensa, mueve su dedo índice de la mano derecha entre sus labios. “¿Que cuántos años más? El respetable público dirá”... “¿Que cuántos años más? El respetable público tiene la última palabra”, y se anima y pasa a contar un chiste sobre un burro en un circo, y se ríe a carcajadas. Luego agacha la cabeza y repite dos veces: “We know next to nothing” (No sabemos prácticamente nada).

Ahora Parra vuelve a las librerías con el libro Antiprosas. Publicado por Ediciones UDP, el ejemplar contiene una serie de textos dispersos y otros inéditos. Desde su cuento Gato en el camino, publicado a los 20 años en la Revista Nueva del Internado Barros Arana; una airada carta al Presidente de la Sech, de 1970; su tesis universitaria sobre René Descartes hasta cartas y diálogos nunca antes publicados. “Son las huellas tempranas de la antipoesía”, como señala en el prólogo el académico Carlos Peña.

A inicios de octubre pasado se abrieron las puertas del esperado Museo Violeta Parra en Vicuña Mackenna 37. Parra no lo conoce. Ve unas fotos tomadas con un celular. Se ríe al ver el cuadro Cristo en bikini, una tela bordada de 1964. “Así no más: ¡La Violeta nos está dando cancha tiro y lado desde el Cementerio General!”. En el museo está la máquina de coser que usaba la autora de Gracias a la vida. “Ahí está la grabadora de la Violeta”, dice y apunta un mueble donde hay un artefacto que parece una pequeña maleta. “Es la grabadora que usaba para registrar las voces de las campesinas cantoras”, comenta.

En la entrada del museo capitalino, el poema de Nicanor Defensa de Violeta Parra recibe a los visitantes. El autor de La cueca larga recita completo el poema. Y repite dos versos como un mantra, con los ojos cerrados: “Tres veces tú / Ave del paraíso terrenal”. Y cuenta que “todos los días hablo con la Violeta. Las voces que oigo son de ella”.

Parra revisa siempre los diarios y recuerda que esta semana se cumplieron 70 años desde que Gabriela Mistral recibiera el Premio Nobel. “A ella la conocí en la década del 30, en Chillán, y le dediqué un poema”, dice, y pasa a hablar del Nobel que nunca llegó para él, a pesar de tener postulaciones respaldadas por universidades como la de Oxford, Brown, Leiden, el Instituto Cervantes de Nueva York, la U. de Chile y Diego Portales.

“Yo le encontré la solución a la neurosis del Nobel”, dice. La primera: el Epitafio que él mismo escribió y que recita de memoria: “Yo soy Lucila Alcayaga / alias Gabriela Mistral / primero me gané el Nobel / y después el Nacional / a pesar de que estoy muerta / me sigo sintiendo mal / porque no me dieron nunca / el Premio Municipal”, finaliza, y agrega: “Después de eso, compadre, ¡no hay n-a-d-a que hacer!”.

Luego, una historia a partir de un dato que le llegó del poeta sueco Tomas Tranströmer, Premio Nobel 2011, quien falleció en marzo pasado. Baja la voz, se acerca, y como un secreto o una jugarreta, cuenta: “El recado lo envió la Academia Sueca: ‘Chancho nazi se quedó en Chile apoyando al sangriento dictador. Y no se fue al exilio’”, dice y repite: “Chancho nazi, jooooooo”, y abre la boca y los ojos. “¿No será mucho, compadre?”, pregunta, quien recibió elogios del crítico Harold Bloom: “Nicanor Parra es, incuestionablemente, uno de los mejores poetas de Occidente”. Janet trae dos tazas de té y un pocillo con almendras y avellanas para compartir.

En el living de la casa Parra tiene varios diarios. También Poesía rusa contemporánea y un ejemplar de Pascual Coña, el autor que registró la vida de los mapuches en el sur a fines del siglo XIX. Además de la Santa Biblia y Romances populares y vulgares, de Julio Vicuña Cifuentes.

Parra se alegra porque estuvo revisando en la prensa el ranking de los libros más vendidos y aparece Un puñado de cenizas, antología de su poesía editada por el sello Lom. “Volví al ranking, compadre. ¡Estuve todo noviembre en el ranking!”. Y retoma la conversación sobre la Poesía rusa contemporánea, que publicó en 1971. El volumen reúne una treintena de autores, como Pasternak y Maiakovski, y cierra con la poeta Bela Ajmadúlina. Parra muestra una foto de ella. Es una joven de hermosos rasgos. “Se pronuncia B-i-e-l-a”, enfatiza. “Una de las mujeres más hermosas de Rusia”, dice sobre la escritora, quien fuera esposa de Yevgueni Yevtushenko.

Parra vuelve a la actualidad. “¿Qué hacemos en estos tiempos? Yo creo que hasta el ecologismo pasó de moda. Veníamos del discurso dialéctico... quizá ahora estamos en el discurso morganiano”, dice en referencia a Lewis H. Morgan, uno de los fundadores de la antropología moderna, quien postula que las relaciones con los antepasados son la clave de una mejor estructura social.

Sobre la contingencia nacional y política propone: “Corrupción sustentable”. Y ante los ataques ocurridos en Europa y Oriente Medio, concluye: “Hay que volver a la India o el Valle de Elqui. Como el Queco Larraín, ¡retirarse!”, dice refiriéndose al fotógrafo Sergio Larraín. “¿Qué hacemos con Cuba?”, se pregunta y recuerda su artefacto “Cuba sí, yanquis también”, creado hace más de 40 años.

Comenta que la Presidenta Michelle Bachelet le mandó un recado hace algunas semanas: hacer un artefacto para la campaña del proceso de cambio de Constitución. “No, no, compadre. Me resistí. Después vienen y me quiebran todos los vidrios de la casa”, dice apuntando la ventana. “No, no, no, a otro Parra con ese hueso”.

Han pasado cerca de tres horas desde que Janet abrió la puerta. “¿Usted anda motorizado?”, pregunta. Rápidamente se pone de pie. “Nos vamos entonces. ¡A Isla Negra los pasajes!”, dice Parra, quien se convierte en el mejor copiloto de la costa saliendo de su casa en calle Lincoln. Nos acompaña Janet. “¡Derechooo... Luego a la izquierda, compadre!”, indica.

Opuesta a la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra, la de Parra da hacia la cordillera. Tras avanzar por calles de tierra llegamos a la casa donde se criaron sus hijos menores, Juan de Dios, alias Barraco, y Colombina. Fue en los años 80 y el entonces profesor de Matemáticas y Física viajaba a Santiago a hacer clases y regresaba por la noche.

Tras abrir el portón se aprecia un corazón con patas dibujado en las paredes blancas. Junto a la casa rodeada de pinos está la Capilla Literaria, un refugio de madera donde se empina la pajarera. Al fondo del refugio hay un par de bolsas de basura llenas de papeles. Son trabajos de sus antiguos alumnos de Ingeniería de la U. de Chile. Carpetas donde, entre cifras y ecuaciones, hay conclusiones narradas como cuentos, titulares de diarios montadas como en los Quebrantahuesos.

Parra baja del auto apoyado en su bastón. Aspira el aire y siente el olor de los cipreses, que fueron plantados por Chamaco, su hijo Ricardo, ingeniero forestal. “Ahora sí que resucité”, dice mirando el cielo. “El Chamaco se fue a vivir a La Reina. Está haciendo el inventario de las cosas”, cuenta y calla. Invita a subir a lo alto de la construcción. El poeta se queda junto al hogar donde creó las Tablitas de Isla Negra, las que ha expuesto en Santiago, Madrid, Nueva York y Guadalajara. Indica una vieja escalera a lo lejos. Es la que usaba su hermano Roberto cuando en los veranos hacía trabajos de albañilería. “Por acá andan los okupas, compadre, esos sí que son bravos. Están por todas partes, pero yo me llevo bien con ellos. Nos agarramos la cabeza cuando nos vemos para saludarnos”, dice.

Es la hora de regresar. En el camino varias personas lo reconocen y levantan la mano en señal de saludo. Parra está contento. Tras poner un CD, por los parlantes del auto comienza a sonar Casamiento de negros, de su hermana Violeta. Parra mueve los brazos como director de orquesta, mientras cruzamos el puente de la quebrada de Córdova y el mar brilla por los rayos del sol. Pasamos por la terraza de El Tabo y apunta donde alguna vez se tomó una foto con su hermano Roberto. Hay que volver a Las Cruces.

“¡Por la municipalidad, a la derechaaaaa!”, señala Parra antes de que empiece a atardecer. “A esta avenida quisieron ponerle mi nombre. Yo me opuse rotundamente, compadre. ¡Por ningún motivo! Y la Rosa Avendaño también se opuso! Tuvieron que re-cu-lar”, cuenta.

Parra baja del auto. Entra a su casa por la gran puerta de madera que está hace años rayada con spray negro, que dice “Antipoesía”, y se despide como un joven haciendo estrechar las manos y cerrando el ojo derecho. Antes de cerrar la puerta y desaparecer grita hacia la calle: “Merry Christmas! Merry Merry Christmas!”.



 



 

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