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Aquel Violín de Nicanor Parra

Por Hernán Lavín Cerda
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/



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Me gusta lo difícil; nada más difícil
que el ocio; me gusta el ocio.

Macedonio Fernández


¿Cuál habrá sido la suerte del Violín, aquel perro guardián de Nicanor Parra en su casa de La Reina, sobre Santiago de Chile? Estuve allí durante los últimos días de diciembre de 1991 y no lo vi junto a las piedras y los árboles. Recuerdo que le gustaba cazar ratones huidizos con la precisión de un gato del monte. Sin duda que el Violín era más gatuno que perruno, aunque de repente agitaba su cola de izquierda a derecha, estableciendo un círculo más bien mágico en el aire, lo cual es muy propio de algunos perros con inquietud artística y vocación felina.

—¿Qué fue del Violín? —pregunto mientras observo al conejo blanco junto a la liebre del color de la vainilla. Colomba se llama la liebre, y Pantaleón es el conejo.

Aún trascurre aquel diciembre de 1991, vibra el calor en el aire del mediodía, y Parra dice después de dibujar una morisqueta sobre un cuaderno de hojas con el tono del marfil:

—¿Metafísico estáis? Ocioso de mí, lo descubro en vuestra mirada. Por muy perro que sea, todo Violín no es más que un instrumento metafísico. Recordadlo por siempre, oh Majestad.

Algo en mí sonríe con tristeza en lo profundo. “Melancólico estáis”, me digo a media voz y pienso en aquel verano de 1966. Yo acabo de publicar un libro de pocas páginas, Neuropoemas, y Nicanor Parra dice que el pequeño volumen es una descarga electromagnética. De pronto el Violín vuela como un relámpago detrás de un ratón de piel blanquecina y cola muy oscura. Aparece entonces desde aquella profundidad de la memoria y con el impulso de lo desconocido, como por un desliz de la química cerebral o más bien del espíritu, aquel breve texto de Juan Ramón Jiménez, “¿Y Dios?”, que dice así: “Pues yo soy yo, yo estoy/ en brazos de mi amor/ que es ella, sí, y que está/ en mis brazos./ ¿Y Dios?/ Es y está en el abrazo/ que nos damos los dos/ en el todo/ fundidos/ y la nada del hoy”.

—Son ratoncitos de agua —sonríe Nicanor con su cara de ídolo azteca—. No le hacen mal a ningún ser vivo. Son más bien antirratones como los compadres de San Francisco de Asís. Yo los quiero mucho porque son aún más corrosivos que la antipoesía, aunque a simple vista parecen ángeles. Por muy lince o audaz que sea, el Violín casi no puede con ellos. Son todavía más contradictorios que la Violeta, sí, nuestra Viola Chilensis, mi genial y pobre hermana. También la Viola tiene su cara de ratón del monte y yo la quiero como a nadie. La Violeta sufre por amor y porque en este país no la comprenden. A lo largo de la República de Chile, uno vive rodeado de pigmeos. Lo peor es el enanismo del alma. ¿No te parece? Sospecho que no existe aquí la envergadura, aunque deberíamos torcerle el cuello a esa palabra que suena como un cachivache pretencioso. ¿Nos tomamos otra copita de vino? Una más porque la conversa está muy sabrosa, como dicen los sureños. Para que la versada esté a la altura de los buenos tiempos, es preciso que la conversada tenga una excelente temperatura. Así debió haberlo dicho Nuestro Señor Jesucristo, quien no necesita presentación porque es muy conocido en todo el mundo. No olvidemos su gloriosa muerte en la cruz, seguida por una resurrección no menos espectacular. ¡Pido un gran aplauso para Nuestro Señor!

—¿Qué fue lo que dijo? —pregunto con una voz que no puede ocultar su extrañeza.

De súbito aparecen tres mariposas en el aire. Una es del color de la vainilla, como aquella piel de Colomba, la liebre de los ojos iluminados. Las otras son juguetonas y casi transparentes, como puede ocurrir con el Santo Espíritu. Ahora las tres bailan en medio del aire, persiguiéndose con entusiasmo. Sin duda que han sido protegidas por esa luz que sólo se vuelve visible a través del buen humor.

—Nuestro Señor Jesucristo llegó a decir con una precisión matemática: “Hasta aquí los discursos han sido buenos, pero muy largos. El mío es malo, pero muy corto”.

—Muy bueno, excelente, buenísimo —digo mientras levanto el brazo del corazón—. Tan bueno como la inteligencia del Violín, ese perro que es el guardián de tu casa, la Pagoda, como tú dices, una casa que va multiplicándose paso a paso, sin tregua, cada día. ¿Y qué fue del Violín?

Al fondo brincan de nuevo las tres mariposas. Aquella trinidad en permanente júbilo.

—Así como un día apareció en la Pagoda, misteriosamente, otro día se fue sin decir agua va, éste soy yo, nada de nada —sonríe el antipoeta y cierra los ojos—. Fue un perro extraño y muy personal. Un tipo de otra raza, muy buena persona, un fuera de serie. No puedo negar que me falta su compañía, pero la vida es así. El Tao no se equivoca al enseñarnos que todo viene y se va. Transcurrimos en el flujo inagotable el tiempo, y al fin nada es de nadie.

—Nunca olvidaremos que recién había nacido el Chamaco, ese hijo tuyo con la Rosita —digo y empieza a caer la tarde de un domingo de diciembre de 1991—. Aquel Chamaco de 1966 era muy gracioso. ¿Lo ves con alguna frecuencia? Tenía unos ojos tan vivos como los del Violín. Muy vivos, al estilo de los ojos de su madre, aunque también algo melancólicos.

—Tus palabras conservan un eco de la poesía del siglo XIX —suspira el autor de Poemas y antipoemas, aquel volumen de 1954—. Una música que sólo habita en el polvo desde hace mucho tiempo. La Rosita ya no está en mi horizonte. Muy poco sé de su existencia. Se volvió al sur, así lo creo, y aquel sur es cada día más profundo. Chile sigue siendo un país que nunca se acaba, como tú sabes, aunque los sismos y el calentamiento global nos afectan a todos. Algunos científicos de alto vuelo señalaron en Nueva York, durante el otoño de 1990, que nuestro mundo está viviendo su agonía: ese mundo que nunca ha sido nuestro. Yo estuve allí, no muy lejos del Battery Park. A ver si llegamos al año 2000 con algo de oxígeno en los pulmones. Así como van las cosas, el aire será puro veneno. Están derritiéndose las nieves eternas porque sube la temperatura global. Tal vez ya se acabó el tiempo para la poesía y la antipoesía. Hay que avanzar hacia la ecopoesía: una poesía ecológica que nos abra los ojos del espíritu. El camino se ve difícil. El poder del dinero lo contamina todo, y la bestia humana se ha vuelto cada día más bestia.

—Ya se nos va este último domingo de diciembre y sólo Dios sabe si nos volveremos a ver —digo mientras levanto la última copa de vino rojo. Es una copa de cristal de color verde, aquel verde que le gustaba tanto a Violeta Parra—. Vuelvo a felicitarte por el Premio Juan Rulfo que te acaban de otorgar en la Feria Internacional del Libro, allá en Guadalajara. Creo que es un reconocimiento muy merecido.

—Te confieso que yo sobrevivía sumergido en la penumbra, aquí en Chile —sonríe el antipoeta y dice algo que no logro descubrir—. Resucité gracias a los amigos de México. La escritura de Rulfo es un milagro. Pienso que fue un auténtico monje taoísta. Un sabio como ninguno. ¿Hablaste con él alguna vez? ¿Lo conociste personalmente?

—Tuve la fortuna de escucharlo en privado y en público —digo casi en la sombra—
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Conversaba a media voz entre un silencio y otro, como murmurando, sin precipitarse. Pablo Neruda hubiera dicho que Juan Rulfo era capaz de caerse con mucha dignidad, sin hacer ruido, desde la piel a lo más profundo del alma. En uno de sus viajes a México, Fernando Alegría nos invitó a comer en uno de los restaurantes que está muy cerca de Coyoacán. Recuerdo que Rulfo habló de cómo algunos ojos se extraen de sus órbitas para ser intervenidos quirúrgicamente. Lo dijo a través de una imagen muy visual:

—El ojo sale de sí mismo para volver a la cuenca del ojo, como en un viaje inolvidable. Aquellos oculistas y cirujanos viven dentro de la magia, pero con una precisión que desconcierta. A veces creo que no saben muy bien lo que hacen, aunque al fin lo saben todo, sin duda. La cirugía de la vista es un prodigio microscópico.

—Por supuesto —dice Parra y se lleva las manos a la cabeza—. Un ojo sirve para descubrir lo que el otro no ha descubierto aún, o todo lo contrario. Sin duda que la vista pertenece al reino de los fenómenos más contradictorios que existen a lo largo de nuestro mundo, este mundo que nunca ha sido ni será nuestro. La tierra no es de nadie. ¿Hasta cuándo posar de inteligentes? Somos nosotros los que pertenecemos a la tierra. Me despido de ustedes con la mayor alegría del mundo. Volveremos a vernos en el mar, en la tierra, donde sea. La tierra no es, no fue, no será de nadie. Sólo puedo decir palabras aisladas: árbol, árabe, sombra, tinta china, pero no puedo construir una frase. Ya se cumplió la maldición de mi suegra: se me pegó la lengua al paladar. ¿Nos volveremos a ver, algún día? Recuerda que un ojo sirve para descubrir lo que el otro no ha descubierto aún, o todo lo contrario. Todos pertenecemos, al fin, a lo contrario, siempre lo contrario, como ocurre desde que el mundo es mundo, o aun desde antes, cuando la realidad sólo existía en su presencia efervescente o más bien gaseosa. ¿Para qué completar un pensamiento? ¡Hay que lanzar al aire las ideas! El desorden también tiene su encanto.

De improviso aparecen tres gatos y todavía hay un poco de luz. El primer gato es del color de la mostaza, un color más bien convulso, pero en sus bigotes habita lo espiritual. El segundo gato es más negro que la oscuridad de la noche, aunque la conducta de su cola es la de una bailarina. Entre el pecho y la espalda hay un abismo, parece decirnos el gato con sus ojos como el ámbar. El tercer gato estuvo muy cerca del precipicio, a punto de caer en la blancura total, pero no ocurrió así. Tiene los ojos rojos, más bien encendidos, y se comporta como si no fuese un gato. Más que gatuno, hay un enigma perruno en él, algo que tal vez no pertenece a nuestra realidad.

—Sin duda que el desorden también tiene su encanto —digo sin perder de mi vista el desliz sinuoso de los gatos junto al color ocre del nogal más viejo—. Ya encendieron las luces de la ciudad. Santiago de Chile es un horno en diciembre, aun cuando sea de noche. Me voy, don Nica, ya es un poco tarde. Me voy de aquí pero no me voy, como dice el aprendiz de energúmeno cuando piensa en algún tango. Yo también soy el energúmeno que cultiva el canibalismo de lo metafísico por encima de lo físico. That is the question, mi querido Hamlet, oh rey Lear, mi querido Macbeth. C’ est tout dire.

—¿Metafísico estáis? —dice el antipoeta y levanta el tono de su voz— Por lo que veo, la metafísica nunca muere. Observen bien y descubrirán que estoy riéndome a carcajadas. Por lo que veo, la metafísica es menos moribunda que la física.

La cola del segundo gato no deja de ondular como las caderas de una bailarina. En las ondulaciones de esa cola emerge al fin un lenguaje cifrado. Qué conducta más enigmática.

—¡Es que no como! —digo mientras voy abriendo la mano del corazón—. Apareció el hambre desde las alturas más altas, pero yo no como. Así lo diría Sancho Panza una vez más, entre el sollozo y el acceso de risa inagotable. ¡Es que no como!

Luego de rascarse la cabeza con una pequeña rama de nogal, Nicanor Parra levanta los brazos y se ríe como un enfermo de locura, más allá de sus mandíbulas. Nunca antes lo vi reírse así, con ese fervor que lo resucita a cada instante:

—¿O no? ¡Es que no como! ¿Sí o no?

Después viene el abrazo de despedida. ¿Nos volveremos a ver en Chile, en México, en España, en el otro mundo o quién sabe dónde? Ahora empiezo a descender por el camino rodeado de árboles. Atrás permanece, casi en el aire del crepúsculo vespertino, esa imagen de la Pagoda, su casa de piedra y de madera.

—¡Un fuerte abrazo para el Violín, tu perro guardián, allí donde se encuentre! —grito desde lejos.

—¡El Violín vive feliz en el cielo de los justos, acompañado por Domingo Zárate, el Cristo de Elqui! —me responde con su voz de monje taoísta que alguna vez fue amamantado con leche de burra muy vigorosa.

De pronto escucho el canto de los grillos que no cantan. Sólo se estremecen sus élitros y vuela en el aire un sonido monótono. No es más que el milagro de los grillos. Pienso en Rulfo, no sé, nadie sabría por qué sigo pensando en Juan Rulfo. La memoria dice que los élitros son alas córneas. Los grillos, entonces, cantan y seguirán cantando a través de sus alas invisibles. No las veo, tal vez nadie las descubra, aunque sigo pensando en Rulfo. No sé por qué. Todo es milagro en la vibración vespertina de los grillos. Empieza a caer la noche, para decirlo con el lugar común de algunos románticos. ¿Nos volveremos a ver?, digo abriendo y cerrando los ojos, pero ya nadie me escucha. Sólo es visible en esta memoria mía la imagen inmóvil de los tres gatos, aunque una de las colas no interrumpe su ritmo y continúa moviéndose al modo de las bailarinas.

Como en el mundo de William Shakespeare, la sombra de Nicanor Parra, a lo lejos, se vuelve cada vez más sombría y al fin desaparece bajo la sombra de los árboles. Una sombra cada vez más larga que se multiplica sin tregua.

 

* * *

“Aquel Violín de Nicanor Parra” forma parte del libro en proceso Memorias casi ficticias, de Hernán Lavín Cerda.



 



 

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