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Pavor misógino: La mujer como monstruo
excelso en «El infierno tan temido»
de Juan Carlos Onetti
Misogynous dread: Woman as sublime monster
in Juan Carlos Onetti’s
«El infierno tan temido»
Nicolás Poblete Pardo
Washington University in Saint Louis. Saint Louis, Estados Unidos
nhpoblete@wustl.edu
Publicado en Revista AISTHESIS N° 42 (2007)
Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile
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resumen
El relato de Juan Carlos Onetti «El infierno tan temido», permite observar en detalle al monstruo femenino. Según Mary Helene Huet, como la mujer, el monstruo —signo de desorden en un sistema que busca la normalización de los cuerpos—, se define por su impostura, por su capacidad de mutar y adoptar otras identidades en un despliegue increíble de mascaradas. El relato culmina con el suicidio del protagonista y la supervivencia de las mujeres, gestos cruciales para la exaltación de la mujer como monstruo sublime. El imaginario grotesco (Bajtín), que privilegio en esta lectura, permite revelar el alcance de este monstruo, pues lo «grotesco», que veo como una extensión del monstruo, evoca la imagen del cuerpo femenino y cavernoso.
Palabras claves: monstruo femenino, grotesco, punctum, mascarada.
abstract
In Juan Carlos Onetti’s short story «El infierno tan temido» the female monster can be observed in detail. According to Mary Helene Huet, like a woman, the monster, —sign of disorder in a system that seeks the normalization of the bodies — is defined by its imposture, for its capacity to mutate and adopt other identities in an incredible display of masquerades. The story ends with the suicide of the main character and the survival of women, crucial features for the exaltation of women as sublime monsters. The grotesque imaginary (Bakhtin) that I privilege in this reading reveals the extent of this monster, for the «grotesque»evokes the image of the cave-like female body.
Keywords: female monster, grotesque, punctum, masquerade
La figura monstruosa se caracteriza por su movilidad, su capacidad de cruzar fronteras, su trayecto polémico que le permite distorsionar categorías, denunciar la politización de los espacios y exhibir el andamiaje sobre el que se construye la dominación social. Los cuerpos monstruosos irrumpen en la escena social para revelar la violencia, escandalizando con sus advertencias, anunciando un peligro ad portas. Su cualidad es la flexibilidad y mutabilidad. Para dar cuenta de esta figura monstruosa, el relato que analizo, de la extensa bibliografía del uruguayo Juan Carlos Onetti, es único en su género por su singular mirada hacia lo femenino, y no ha gozado de la atención crítica que merece. El cuento se abre gracias al protagonismo de la mujer que se posiciona monstruosamente con su cuerpo conflictivo y valiosamente grotesco que desestabiliza el orden social. Como precisa Mijaíl Bajtín, el subversivo concepto de «grotesco» es tanto afirmador como revolucionario, y permitirá leer este texto en profundidad, pues «lo grotesco… descubre la potencialidad de un mundo enteramente diferente, de otro orden, otra forma de vida» (1984: 48).[1] Lo grotesco en este relato presenta a la mujer como productora de nuevos mundos, nuevas creaturas, envistiéndose de diversos disfraces que le permiten mutar y alterar su entorno. Lo grotesco viene a ser esa «metamorfosis incompleta» (24). Con esta subversiva representación de lo grotesco planteada por Bajtín, será posible precisar, a la vez que subrayar, características radicales del relato de Onetti, tales como la resistencia y desobediencia, y las estrategias que subyacen en la performatividad sexual.
En forma semejante, o quizá como consecuencia del grotesco cuerpo femenino, la mujer es una amenaza, es, según palabras de Raúl Dorrá (2000), la vagina dentata de la cual es necesario huir. El escenario que ella construye es una querella que busca alterar la inmovilidad para renegociar los sitiales en los que descansa la jerarquía de la dominación masculina. Así, su dispersión perturba la mirada androcéntrica que se ve refutada con su presencia, con su aspiración vengadora, y con su poderoso cuerpo que la transforma en monstruo, pues según asevera Rosi Braidotti, la mujer es culturalmente percibida «[not only] as monstrous by excess… [but also] monstrous by lack» (1994: 83).
Exceso y falta constituyen los polos en los que ingresa la teoría carnavalesca donde el orden se reconsidera temporalmente, permitiendo el protagonismo de la mujer; revelando, asimismo, la mascarada femenina que revisa el psicoanálisis. Aunque la teoría de la «masquerade», iniciada por Joan Riviere (1989) en los años treinta y sucedida por Jacques Lacan (1977) y Mary Ann Doane (1999), nos ofrece puntos de lucidez para ingresar en estos textos, el tropo carnavalesco de la «masquerade» se halla, originariamente, en Bajtín, y, según sugiere, desautoriza las jerarquías para desafiar al status quo, por lo cual este concepto pululará de manera casi caleidoscópica durante la revisión textual. Al mismo tiempo, el concepto de «performance», acuñado por Judith Butler (1990), es importante para este argumento, pues destituye cualquier noción respecto al género como identidad original, favoreciendo la flexibilidad y el flujo. De esta manera, el imaginario grotesco se transforma en un dispositivo de gran valor en el análisis de la mujer como monstruo sublime. De hecho, la misma palabra «grotesco», explica Mary Russo, deriva de grotto, y evoca la imagen «of the cavernous female body» (1994: 1). En consecuencia, lo que se establece como grotesco puede percibirse como una extensión del monstruo, como una prolongación del freak, y, por ende, como una alternativa más para experimentar nuevas conformaciones corporales e identitarias.
La renegociación que se emprende en «El infierno tan temido» (1957) se muestra como un proceso extremadamente difícil, provisorio y costoso. La extensión que experimenta la mujer monstruosa también es parte del compendio exceso y falta, ya que aun cuando esta expansión se encuentra sustentada por fuertes estrategias, está lejos de ser una carrera gratuita o siquiera expedita, pues como ocurre con cualquier otro monstruo, el distanciamiento y la reclusión son habitualmente los epílogos. El cuerpo de la mujer, desplegado en este relato, aparece como una figura monstruosa que exige una revisión de las leyes, de la organización, del esquema social. En este sentido, una lectura de la potencia carnavalesca permite ver, aunque sea de manera fugaz, las posibilidades al alcance de la mujer, la flexibilidad de la que es capaz, y la firme denuncia que conllevan sus acciones. En el relato, la mujer adquiere las características monstruosas que le permiten definir su magnánimo desquite hacia su ex marido, quien pasa por un proceso degenerativo que concluye con su suicidio. Es la ex esposa la que lo conduce a esta autodestrucción, apoyándose en una distancia que la protege virtualmente y que le permite organizar su bestial castigo por un misterioso «error» cometido por el protagonista. El éxito de su empresa se encuentra enmarcado por otros sujetos femeninos, que configuran el relato y que participan activamente para despejar el espacio de rastros masculinos contaminantes, aniquilando a este hombre.
«El infierno tan temido» revela el pavor misógino que detona la mujer como un poderoso monstruo, como castradora, destructora de bordes y fronteras, altamente peligrosa para la mirada falocéntrica: mujer impulsada por un motor justiciero que decanta en venganza, emancipación, transformación, y que sugiere la posibilidad de un esquema diverso. De esta manera, surge una doble peligrosidad. Como puede ocurrir, la búsqueda devoradora avanza con la cualidad de un doblez, de tal forma que la pesquisa de la víctima femenina debe distorsionarse para mostrarla a ella como un monstruo reparador. Así, aun cuando la mujer es generalmente victimizada por el dominio masculino, su plan solapado se fragua con el propósito de trastornar las clasificaciones.
En «El infierno tan temido» se presenta a una mujer viajera y distante, pero sumamente presente en su amenaza y poderosa venganza; la mujer, Gracia, va enviándole fotos desde distintas ciudades a su ex marido, Risso, un reportero enloquecido que termina suicidándose una vez que su hija recibe la carta con impúdicas fotos de la mujer con el amante de turno. El poder de la mujer radicaría en el castigo impuesto a su marido, y en su capacidad de sobrevivirlo, sugiriendo así la posibilidad de un espacio idealmente habitable gracias al destierro de la carga masculina.
Varias líneas argumentales se han propuesto para comprender la actitud de Risso y la función de Gracia. Aurora Ocampo explica que «cuando el sufrimiento llega a su clímax, la paulatina transformación de Risso da un salto cualitativo y el protagonista alcanza la iluminación» (1980: 232). Para Ocampo «el desenlace final de la última página, que muchos han querido ver como la clave para entender el suicidio de Risso, es sólo la opinión de Lanza [el testigo]» (233). Sin embargo, Ocampo no se arriesga a especular más y opta por concluir su ensayo con una ambigua pregunta: «Estoy segura de que si se lo pregunto al autor tampoco lo sabe. Onetti: ¿por qué se suicidó Risso?» (234). Por otra parte, José Sánchez Reboredo ve en el relato un tema secundario: «la inevitable decadencia de la mujer y su congénita maldad o, visto desde otro ángulo, la amenazada pureza (no en el sentido cristiano del término), de las muchachas» (1980: 604). Estas opiniones son interesantes, en tanto polémicas, y pueden ser llevadas a otras instancias de reflexión si recordamos que para Bajtín, en su análisis de Rabelais, la mujer es «la tumba corporal del hombre… Ella levanta sus faldas y muestra las partes por las que todo pasa (el mundo subterráneo, la tumba) y desde las cuales todo surge» (1984: 240-1). Entonces, como veremos, el infierno no es el autocastigo del protagonista, tampoco una forma de lograr la iluminación: el infierno es una administración en manos de la mujer monstruosa.
En el relato las fotografías que va recibiendo Risso actúan como una matanza gradual, se trata de una literal muerte por entregas. El impacto que producen en Risso es absoluto, puesto que culminan con su vida. Las fotos, que sistemáticamente va enviando Gracia, se transforman en lo que Roland Barthes (1990) ha denominado punctum, ese pinchazo, esa marca hecha por un instrumento puntiagudo, «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)» (65). Barthes dice que para percibirlo lo único necesario es que «la imagen sea suficientemente grande… con que, ofrecida en plena página, la reciba en pleno rostro» (88). De esta forma, las cualidades para atraer la mirada, para constituirse en punctum, son aquellas que esconden algo oscuro e innominado. La fotografía se constituye como un certificado de presencia en el que subyace lo monstruoso: «En la fotografía, la inmovilización del tiempo sólo se da de un modo excesivo, monstruoso: el tiempo se encuentra atascado» (158). Las fotografías que recibe Risso son violentas puesto que llenan a la fuerza su vista, a la vez que hablan de una realidad inalterable, de hechos que no pueden modificarse.
En las fotografías que envía Gracia vemos la monstruosidad no sólo en el acto en sí, ya perverso, que despunta y hiere, perturbando aquel studium —la contraparte del punctum— que podría ser la fotografía enviada por una persona cercana, que busca promocionar el recuerdo afectivo, sino también en el desplazamiento que ocurre al instalar la marca monstruosa en la imagen que llega desde lejos y que se dispersa para multiplicar su alcance, contando con receptores diversos. Barthes explica el punctum como una sentencia, como lo que «va a morir» (165). Las fotografías revelan el horror de lo que ha acontecido y de lo que acontecerá, la futura muerte. «Tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe» (1990: 165). Gracia es el monstruo que se manifiesta desde una lejanía y que, con las fotografías como armas, elabora la catástrofe que, según Barthes, yace en el punctum.
El punctum se ve con claridad en la descripción que se hace en la primera línea del relato: «La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre» (213). El enigma se presenta desde el inicio como un umbral (entre la medianoche y el cierre) y se potencia cuando se explica que «era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos… supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto» (213). Olvidar lo que había visto es lo que Barthes identifica en el punctum como la imposibilidad de esquivar la sentencia de muerte, en este caso dictada por Gracia.
Gradualmente, se va maquillando la monstruosidad que representa la mujer, primero con la descripción de la foto y, luego, con el desplazamiento que se realiza hacia otro cuerpo femenino, un cuerpo lóbrego que la narración ofrece de manera directa. Risso percibe a una compañera de trabajo como un verdadero símbolo de la decadencia y riesgo de la mujer:
El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. «Es una mujer, también ella… Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer» (214).
Risso debe hacer un esfuerzo en su reflexión, debe convencerse de que la mujer es una mujer, ya que no es algo evidente para él, ya que siempre hay algo oculto y engañoso en ella. El misterio que ronda en el relato es el misterio que se desprende de la incapacidad de definirla, de localizarla y de clausurarla, y el peligro que ella carga reside en su presencia paradójica: distante e ineludible.
La voz narrativa describe: «Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimidos los vaticinios pesimistas» (214). Se habla también de los meses de viudez que ha vivido Risso, y se describe la fotografía:
Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo (215).
Es en este estado de duelo, un momento de especial vulnerabilidad, donde entra en escena Gracia, quien imagina en Risso «un puente, una salida, un principio» (215). Y se destaca: «Había atravesado virgen dos noviazgos —un director, un actor—, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido» (215). En estas líneas se sugiere la complejidad de Gracia, quien se presenta con una escurridiza movilidad, y que le permite potenciar su juego de mascaradas de manera acumulativa.
Si, como veremos, la mujer se vale de la mascarada para participar del orden social, en el caso de Gracia su incursión es multifacética, puesto que se posiciona como un sujeto histriónico de múltiples dimensiones, eso que Mary Helene Huet descubre en su guía histórica (a partir de Aristóteles), y que le permite construir a la mujer como un aliado del monstruo, con el que se puede confundir: «The monster and the woman thus find themselves on the same side of dissimilarity» (1993: 3). La compatibilidad del monstruo con la mujer se gesta en la disparidad en la que ambos se desenvuelven: El monstruo es un signo de desorden en un sistema cuyo objetivo es reproducir sujetos similares a sus progenitores, sujetos normalizados y fácilmente identificables. Por ello, como la mujer, «The monster is thus the very definition of imposture… the monster assumes the appearance of that which is not» (35). La impostura que protagoniza Gracia es doblemente parlante, desde el momento en que sabemos que es actriz y que, después de haber pasado virgen dos noviazgos, pretende mostrarse como una suerte de femme fatale internacionalizada en sus prácticas.
La impostura sigue un orden: Las fotografías son enviadas de manera improrrogable, y desde lugares intempestivos (Lima, Santiago, Buenos Aires, Montevideo, Asunción, Brasil), y en ellas, Gracia aparece posando con diferentes hombres. La voz narrativa dice que Gracia, en el momento de revelar la foto: «Había previsto… o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor» (216). Risso, por su parte, «se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir» (216). Aquí entrechocan varios detalles dignos de atención: Se explica que Gracia tenía veinte años y Risso cuarenta; Risso ha quedado viudo, la madre de su hija permanece misteriosamente ausente en el relato; Gracia es una figura elástica y dirige su atención hacia la hija de Risso en su rol de madrastra: «Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre» (217).
El poder que luce Gracia es el de la transformación no sólo en su propio cuerpo de actriz, sino en el de la hija de Risso, que ha pasado a ser material moldeable en sus manos, haciendo clara la turbulenta capacidad de mutaciones que posee la mujer en el éxtasis carnavalesco. Bajtín escribe que el cuerpo grotesco «no es una unidad cerrada, completa; es incompleta, se sobrepasa a sí misma, transgrede sus propios límites… Es el cuerpo en permanente creación, permanentemente incompleto» (1984: 25-6). Este incesante proceso de llegar a ser, que se plasma en la intención manipuladora de Gracia, sigue siendo parte del cuerpo grotesco de Bajtín, cuerpo que «no está preocupado con el cuerpo cerrado y completo, sino con el que nace, con el que está luchando por existir» (1984: 179). Pero la metamorfosis de este proceso complica aún más las cosas cuando la narración nos informa: «Gracia César, hechura de Risso» (217). Entonces, tenemos a Gracia con la capacidad de modificar el rostro a la hija de Risso, mientras que éste se presenta como el que moldea a Gracia. Esta concatenación de mutaciones tiene su origen en la figura siempre presente y dominadora de Risso, ya que, aunque Gracia tenga la capacidad de fabricar la cara de la chica, los rasgos se organizan para parecerse a su padre, a la vez que Gracia es vista como un producto de éste. Sin embargo, esta capacidad, con un vuelco carnavalesco, puede dirigirse hacia la preocupación más importante que representa la libertad. La presencia corrosiva de Risso debe disolverse para que el impulso femenino fructifique en otros escenarios. Y así se da paso a la destrucción que auxiliará la comprensión del cuerpo grotesco que, dice Bajtín, es percibido como un cuerpo en flujo, «[en] flagrante contradicción [con el cuerpo clásico], un producto estrictamente completo, terminado» (28-9).
La serie de modificaciones que se pone en marcha para privilegiar cuerpos en flujo que desobedecen la inmovilidad, tiene un correlato en la visión de MarieHelene Huet, que se preocupa de lo que sobreviene con la imaginación de la mujer respecto a la creación maternal, una imaginación poderosa que se anticipa a la aparición del infante. Ella dice que las teorías respecto a la fascinación de la mujer hacia las imágenes «and on the resulting teratological disasters illustrate the indissoluble and fateful association among the image, the feminine, and the monstrous» (1993: 31). La posibilidad de intervenir en la gestación, a partir de imágenes que provocarían distorsiones y desastres en la progenie, explicaría el temor que proyecta el monstruo femenino: «The monster thus represented the terror of a signifier detached from its legitimate origin, just as it bore no visible resemblance or relationship to the father who conceived it» (54). Así, el acercamiento de Gracia hacia la hija de Risso, y su preocupación por modelar los rasgos de la niña, refleja su cualidad monstruosa, pues «the monster… is… the constant reminder of nature’s, and specifically woman’s weakness in her contribution to generation» (56). E, incluso más: La compleja red de mutaciones que facilita diversos cruces de identidad, se torna más enredada con el bagaje virginal de Gracia, quien se encuentra separada del proceso, literalmente, embriónico y, en consecuencia, excluida del protagonismo materno. Como acentúa Huet, «the female organs are thus, above all, the source of errors: individual errors, political and historical errors, errors that allow a tragic reversal of the natural law that the strongest triumph over the weakest» (57).
Maquiavélicamente, Gracia —nos informa la voz narrativa— camela a los hombres con los que posa para las fotografías con argumentos prácticamente necios:
Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe (218).
Poco a poco, Gracia empieza a intensificar las evidencias de las fotos. Dentro de las fotos, ella «reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario» (219). Como en una obra teatral sostenida por un juego de palimpsestos, los actores fotografiados saltan al cerebro de Risso para traspasarle el veneno paranoico, con la imagen de Gracia repetida una y otra vez, la imagen recurrente y perseguidora que, a la distancia, exhibe la vagina dentata que habrá de destrozarlo, aquella que Raúl Dorra explica a través del análisis de leyendas como:
la zona más oscura de su vientre [en la que] las mujeres tenían un socavón por donde se entraba al infierno, una boca insaciable que succionaba la virilidad hasta dejarla exhausta, una vulva provista de filos (vagina dentata) que era capaz de seccionar el miembro y apropiárselo (2000: 54).
El peligro de castración es vivido por Risso como una distorsión de las percepciones: «Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones» (220). Las dentelladas que da Gracia son ingredientes básicos de su exitosa mascarada. Una vez que la mascarada de género (en este caso de una feminidad) es asumida de manera deliberada, «it reveals the gap between image and practice or experience. Masquerade enables the manipulation, with a vengeance, of the image of femininity and so becomes a mode of empowerment» (Doane, 87). En la arquitectura que ha diseñado Gracia, a través de las fotos, vemos la efectividad de su espectacular mascarada, orquestada deliberadamente con el potencial castrador de la mujer erotizada, y amoldada de una forma que la ha armado para situar de manera equivalente amor y locura, confundiendo exitosamente las fronteras de una jerarquía que comienza a desmoronarse.
El amor, que se analoga a la locura, es el callejón sin salida que Risso experimenta como una alienación. De manera progresiva el castigo va avanzando destructivamente. Risso «creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un muro desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor» (220). Entonces siente la necesidad de relocalizar a Gracia, «necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes... era necesaria la reconciliación… estaba dispuesto a pagar cualquier precio… siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches» (222). Así, como un converso haciendo méritos en su nueva religión, «volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas» (222). Evidentemente, Risso intenta proteger de la catástrofe lo que le queda de familia, la cual representa una tabla de salvación dentro del esquema caótico que ha comenzado a imperar en su vida. De hecho, como ha apuntado Franco Moretti (1980) en su análisis de Frankenstein, la novela de Mary Shelley, la familia es una de las instituciones que con más fuerza intenta desestabilizar el monstruo, por lo que no es extraño que se vea como una fundación que requiere de autorizaciones oficiales. Se sabe que, al separarse, Gracia reparte direcciones contradictorias. Entonces, el doctor Guiñazú tranquiliza a Risso: «Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada» (222).
La anarquía legal y familiar provocada por los movimientos de Gracia es una etapa necesaria en la red que ella ha elaborado. Cuando este desarreglo se palpa, el esquema de venganza entra en otra fase, que cuenta con el desequilibrio psíquico de Risso, quien, según se dice:
se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás… caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo (222-3).
El proceso de ‘entendimiento’ pasa por la capacidad de separar componentes antagónicos operando en un mismo individuo, en el grotesco ‘cuerpo doble’ y desconcertante que representa Gracia: «Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías» (223). Esta yuxtaposición de elementos que se fusionan en el personaje de Gracia habla de ese cuerpo doble descrito por Bajtín como el cuerpo Rabelaisiano: «Dos cuerpos en uno: el que da vida y muerte, y el otro, ya concebido» (1984: 26). Lo que Risso debe entender es la magnitud de estas fuerzas operando antagónica y conjuntamente dentro de un mismo ser, esto es, la confusión intrínseca que porta el cuerpo doble, para lo cual se ve forzado a disociar sus pulsiones y así poder discernir lo benévolo de lo perjudicial, ya que la percepción de la totalidad se encuentra empañada por la ambivalente conducta del monstruo femenino.
El deterioro psíquico de Risso se manifiesta en su experiencia de síntomas histéricos. Cierta tendencia psicoanalista mantiene que la histeria masculina es una respuesta a la mujer grotesca y castradora. Barbara Creed usa la expresión phallic panic para describir la histeria masculina, «a defense against the possibility of symbolic castration… a loss of something which it feels is an integral part of its own body–such as separation from the womb or the loss of the mother’s breast» (1990: 129). Creed mantiene que la histeria masculina emerge como resultado del miedo que provoca el cuerpo grotesco femenino, que amenaza con enclaustrar al sujeto masculino. Para apaciguar esta ansiedad de castración, el histérico busca duplicarse, para encontrar un reflejo de sí mismo en otro y así confirmar la presencia de su pene.
La duplicación que intenta emprender Risso es virulenta y se encuentra ligada a la misteriosa dinámica de pareja que existe entre él y Gracia, una relación marcada por aquel «error» al que se alude intermitentemente. La pareja, entonces, se mantiene gracias a los movimientos de una relación sádico-masoquista. Para Freud, tanto el sádico como el masoquista ignoran «the normal sexual aim» (1984: 71). El sadismo se insinúa en el egoísmo y la agresividad con los que Risso quiere poseer a Gracia: «Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo» (215). En este sentido, el sadismo sugeriría el repudio hacia lo otro, hacia el cuerpo cambiante femenino. Kaja Silverman describe este deseo como la subsumisión de otro por el yo. Como en el narcisismo y en el masoquismo, en el sadismo ocurre una expansión del ‘yo’, pero esta vez a través de la posesión, la habitación de otro por uno mismo (1992: 270-86). Se trata de un deseo expansivo, rupturista y, por ende, eminentemente grotesco, pues la renegociación del deseo es posible, y es lo que provee a Gracia de las herramientas para organizar su destructivo plan.
La pareja sigue su oscilación, y los trazos masoquistas aparecen en Risso, siendo su suicidio el último y más perfecto acto de masoquismo. Aunque el masoquista sustituye el dolor por el placer, creando una nueva forma de deseo, arriesga un autoenclaustramiento, riesgo también inherente en el narcisismo, y lo que sigue es la muerte del sujeto, literalmente representada en la muerte de Risso. Como el narcisismo, el masoquismo también puede promocionar una metamorfosis en el sujeto. Silverman llama el exceso corporal masoquista «[an] ecstatic delirium, [for one] is beside oneself» (1992: 263). Este éxtasis se puede ver en el momento en el que Risso está en la cama y experimenta una suerte de revelación metafísica:
Volteado en su cama, Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello (225).
Esta metamorfosis, favorecida por la lucidez del delirio, se torna más intensa: «Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad» (225). La transformación pasa por este enclaustramiento donde dolor y placer, muerte y vida, acercan sus polos para generar una nueva forma de deseo, dando paso a una comprensión renovada y con tintes omnipotentes:
Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y los días siguientes (225).
Esta experiencia epifánica que origina la transformación se manifiesta como un develamiento casi extra corporal. La revelación que sufre Risso bordea lo místico, confiriéndole la posibilidad de duplicarse, y es lo que lo hace estar beside himself, en esa pequeña muerte, en una difuminación grotesca entre sí mismo y el mundo; aquello que Risso vive como un desprecio por las reglas acatadas por el hombre. El éxtasis masoquístico se dirige hacia la creación de un ser nuevo insertado en el mundo, ese hombre que siente la renovación del aire y que le recuerda la niñez, es decir, el tiempo de la ingenuidad narcisista, de la quimérica seguridad. El ser nuevo que se crea es un ser que camina por las calles, protegido. Pero, anteriormente, este mismo ser ha revelado su «amistad con la muerte», y el «asombro de la libertad», percepciones que empatan con la idea del suicidio. Así, el esquema ideado por Gracia ha seguido una profusa revisión de los pasos necesarios para la destrucción del hemisferio masculino, para lo cual su agencia se ha visto armada por complejas tácticas.
El comportamiento de Gracia, y su promoción destructiva hacia la tranquilidad legal, más su incursión femenina en la familia de Risso, donde se instala estratégicamente en el medio de dos generaciones conectadas con Risso de forma matriarcal, corresponde al de una mujer descarriada, o lo que Natalie Davis llama «unruly woman», aquella mujer de las formas tempranas carnavalescas que funciona como «a multivalent image that could operate… to widen behavioral options for women within and even outside marriage… Play with the unruly woman is partly a chance for temporary release from the traditional and stable hierarchy» (1987: 131). A través de su insubordinación Gracia altera el status quo patriarcal basado en la demarcación de género, y con su mascarada pretende evitar el destino presumible de la mujer para disfrutar de cierta libertad.
Gracia renegocia su sitio estratégicamente franqueando las leyes de manera amazónica. Esta mujer indolente sigue una estética que recuerda a la imagen de las amazonas, aquellas mujeres que vivían «spurning men, tracking game, rejoicing in battle, inverting biology and flouting nature» (Warner, 1891: 200). Las historias de las amazonas devoradoras de hombres, afirma Marina Warner, concluyen con el asesinato de ellas por manos masculinas enemigas (204). Significativamente, la amazona, asociada al mortal «closed womb» (205), es usualmente una mujer virgen, el ideal de Gracia. Resulta claro que el contacto masculino, para Gracia, no guarda relación con el intercambio genital. Esto se asemeja a un caso analizado por Joan Riviere, en el cual una mujer sufre «[a] great anxiety about defloration». Riviere dice que esta mujer «was afraid of impotence in exactly the same way as a man… It was a determination not to be beaten by the man». En el análisis, «the woman’s mask of womanliness was being peeled away, and she was revealed as either castrated… or wishing to castrate» (1989: 38-9). De manera equivalente, la unión entre Risso y Gracia actúa como la castración masculina de Gracia, revelando lo que yace detrás de su máscara.
El acto sexual degrada a la mujer, la hace perder poder ya que la castra, evidenciando su falta. Gracia se puede aparejar a la diosa griega Artemisa, otra cazadora virgen. Según Warner, Artemisa «stood above all for fierce autonomy, for which her unassailable virginity was the sign» (1981: 202). Pero por más empatías que se puedan encontrar en estas comparaciones, creo que esta línea de pensamiento capta algunos riesgos. Si se quiere ver la expansión de la mujer como una posibilidad de transformación y novedad, es pertinente observar su actuación intentando desligarla lo más posible del eje fálico. Es recomendable cierta cautela, para no caer en un privilegio fálico, en una lectura tendenciosa que puede conducirnos a la trampa «[of] the old feminine metaphor of the truth as (of) unveiling» (Spivak, 1983: 174-5). Aunque es sobre la superficie donde la identidad de género se traza con más fuerza y actuación —Riviere analiza a la mujer que, en su deseo de poseer «the invisible sword… [renders] powerless and helpless (her gentle husband)» (42)—, lo que deseo rescatar es lo que se esconde detrás del rechazo al contacto sexual. Gracia busca un estado ambivalente fuera de las representaciones dicotómicas, y es capaz de desmotivar la configuración normalizadora de la identidad que requiere la tranquilidad social; Gracia es la carnavalesca mujer descarriada, a la cual se le permite «a temporary period of dominion, which is ended only after she has said or done something to undermine authority or denounce its abuse» (Davis, 1987: 135).
La cualidad histriónica de Gracia puede verse también como parte de su capacidad de actuación poderosa y temporal. Gracia es una actriz asociada a la mujer descarriada y amazónicamente virgen. Pero su insubordinación, su incapacidad de someterse al pacto tradicional, distorsiona toda empresa disciplinaria. El matrimonio fracasa desde todos los frentes. Como se ha señalado en la narración, Gracia no conecta la ceremonia ritual con la consumación carnal, y combina elementos que no son combinados en el mundo ‘normal’; su amazónico desinterés genital la transforma en una suerte de vengadora de la mujer. Ella protege del peligro (era su culpa, dice la narración) a la hija de Risso y a la abuela de la niña. Risso es el alienígena que es necesario destruir para asegurar la calma y la protección de estas mujeres. Este objetivo construye a Gracia como una mujer fálica que sugiere una plenitud preedípica que representaría «the child’s fantasy of an omnipotent and absolutely powerful, sexually neutral figure» (Grosz, 1992: 314).
Como para cerrar el círculo carnavalesco que suspende la jerarquía, pero que retorna a la misma, la belicosidad del programa de Gracia llega a manos matriarcales:
La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija… [La abuela] revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas (224).
La terminante solución es enmarcada por las tres mujeres protagónicas: el trayecto va desde el extranjero al colegio de la niña, y luego a manos de la abuela de ésta. La emboscada adquiere las características de un ajusticiamiento feminista sagazmente planeado, donde los ataques desde el extranjero se refractan en una colaboración intergeneracional. Así, hija, abuela y Gracia cercan a Risso hasta que éste toma conciencia de su responsabilidad, ya que, como se resalta, «en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad» (226), puesto que no puede dejar de reconocer que «se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él» (226), insiste la voz narrativa que corresponde a la del testigo que escucha la confesión suicida de Risso: «Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de las Hermanas» (226).
Esta problemática se acentúa en su carácter insoluble cuando se insiste en su dualidad: «el error es de Risso, él se había equivocado, se explica, y no la maldita arrastrada; la culpa era de él, y a Gracia, la yegua, nunca fue capaz de llamarla yegua». La monstruosa relación entre ambos puede verse en la inscripción que hace María Eduarda Mirande respecto al monstruo como eje de las tensiones que atraviesan al ser. Para ella, el monstruo se concibe como «la negación de toda continuidad posible entre dos seres violentados en sus propios límites» (57). El monstruo sería:
la antítesis de la continuidad intuida a través de las violencias que el erotismo y la muerte infligen al ser aislado y discontinuo. El monstruo es una continuidad suspendida en el proceso mismo de la fusión, de allí el extremado dinamismo y la impactante espectacularidad que las formas de la monstruosidad revisten para dar cuenta de una erótica y una muerte anuladas y detenidas en el instante previo al advenimiento de lo continuo (2001: 57).
El misterio que flota en el relato se desgaja de una violencia que impide una continuidad, y se acentúa por la suspensión monstruosa, por su falta de nombre, por la imposibilidad de identificar claramente. El misterio del monstruo femenino se palpa en las dimensiones de la venganza tan diestramente maquinada, en la sentencia enquistada ya en la primera foto, en ese va a morir que es el punctum bartheano. Este infierno tan temido, que es el de la mujer vengadora, culmina con el suicidio de Risso, con la eliminación del continente masculino y con el virtual triunfo de un triángulo amoroso femenino. Y, a pesar del éxito encarnizado con el que se elimina al patriarca, Gracia aún no puede felicitarse por su empresa, aunque consigue la castración de Risso, y la salvación de su propia posición fálica, su destino es permanecer en una distancia insalvable que la mantiene recluida. Es verdad que el status quo ha sido alterado con las estratagemas de Gracia, y es verdad también que, dada su muerte, le será imposible a Risso volver a su majestuoso sitial. Es decir, el retorno a la jerarquía no es exactamente un retorno impoluto, sino un regreso descompuesto, imposible de retrazar. Sin embargo, el castigo sádico de Gracia sí forma parte de la embriaguez carnavalesca que describe un movimiento circular, y que, aunque destrozado en su huella, relega a Gracia a un espacio limítrofe, pues no sabemos de su agencia después del fin del relato, el cual termina con la voz del testigo que acredita el suicidio de Risso. Vale decir, aunque muerto y fuera de competencia, la narración opta por culminar con este evento, dejando inconcluso el desenlace femenino, abandonando a Gracia en un lugar que el relato no se interesa por dilucidar, alejándola del texto para recluirla a una esfera segura, donde no pueda ya contaminar con su presencia monstruosamente femenina.
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Referencias
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[1] Todas las traducciones de Bajtín me pertenecen.