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“Los cuadernos de Cioran”: Una voz que no se apaga
«Cuadernos 1957-1972», E. M. Cioran.
Editorial: Tusquets, 2014, 265 págs.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado en culturizarte.cl 9 de junio de 2020
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La colección Marginales, de Tusquets, ha venido prestando muchísima atención a la obra del iconoclasta rumano quien, este año, es especialmente recordado, pues se conmemoran 25 años de su muerte. El nutrido catálogo cuenta con ya clásicos como En las cimas de la desesperación y el excepcional volumen Conversaciones, que nos acerca a la persona detrás de sus aforismos. En Cuadernos 1957-1972 también tenemos una ventana hacia la vida, en el sentido más mundano, del pensador, una voz tan particular como reveladora; incisiva, implacable, aterradoramente humana en su exploración existencial.
Los años consignados en este diario nos presentan una vitrina que muestra a un sinnúmero de voces literarias, filosóficas, artísticas; un momento de hervor intelectual en Europa, 12 años después de la segunda guerra mundial y menos de 20 de la caída del muro de Berlín. Esta especie de hiato es lo que Cioran documenta, en su lúcida condición de emigrado, habitando un París que actúa como un vértice de tendencias e identidades. Desde su excéntrico estar (sus viviendas son hoteles: “Desde hace veinticinco años, vivo en hoteles. Entraña una ventaja: no estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida de transeúnte. Sensación de estar siempre a punto de partir, percepción de una realidad sumamente provisional”), Cioran se zambulle en la cultura francesa y en la capital, la que llega a conocer como la palma de su mano. Cioran no deja de lado su mente crítica y su permanente búsqueda de sutilezas humanas, y es así como sus declaraciones están llenas de observaciones que lo facultan para escudriñar en los rasgos más sutiles de determinadas identidades nacionales.
Mucho hay que decir de sus anotaciones respecto a estas características. Cioran aventura muchísimas aseveraciones sobre distintos pueblos: el alemán, el ruso, el francés, el judío, el español, el rumano. Especialmente afectuoso es el que hace de España, país por el que muestra un abierto amor. Escribe una anécdota en una aldea de Santander, cuando “unos pastores rompieron a cantar”, lo que le hace afirmar: “En la Europa occidental, España es el último país que aún tiene alma”. Cioran guarda un especial cariño por la idiosincrasia española: “Todas las hazañas y los incumplimientos de España han pasado a sus cantos. Su secreto: la nostalgia como saber, la ciencia de la añoranza”.
Estos íntimos cuadernos también nos revelan el árbol familiar que precede al pensador. Esta compleja constelación nos hace partícipes de los vínculos más directos de Cioran. Dice, por ejemplo, que su anciano padre murió preso de la desesperación: “Con más de setenta años, después de cincuenta de carrera eclesiástica, ¡poner seriamente en duda al Dios al que has servido! Tal vez fuera para él el verdadero despertar después de tantos años de sueño”. Hay más información sobre el bagaje familiar: “Mi hermana muerta, mi cuñado inválido y mi sobrino desamparado, perdido, incapaz de ocuparse de sus tres hijos: mira por dónde, me veo obligado a ayudarlos, a atender sus necesidades, yo, que siempre he hecho todo lo posible para no perpetuarme, para no tener herederos”. La madre aparece también, de modo fantasmagórico, después del primer aniversario de su muerte: “Es como si no hubiera vivido. Sólo existe aún en el recuerdo de mi hermano y en el mío; por lo demás, olvido. ¿Se puede llamar sobrevivir al hecho de perpetuarse en la memoria de dos personas débiles y amenazadas?”.
Estos cuadernos, por su naturaleza, revelan no solo examinaciones existenciales profundas, sino que dan espacio para otro tipo de curiosidades, anécdotas, hasta berrinches e irritaciones. El paseo que nos ofrece Cioran nos muestra personajes como Elie Wiesel, Simone Weil y Samuel Beckett (sus encuentros y desencuentros en París son algunas de las entradas más fascinantes de estos Cuadernos). La cascada de referencias literarias también da cuenta de su erudición, de su vida dedicada al estudio y al análisis textual. A través de ellas también vemos su lado más polémico. En una entrada las carga contra Susan Sontag. En el prefacio a una edición americana, Sontag apunta que uno de los ensayos del volumen es superficial y apresurado, comentario que irrita a Cioran, y que le hace contestar que él lo considera el mejor. Y ataca: “¡Hasta qué punto carecen de instinto esos críticos! ¡Y qué idea la de declarar superficial una cosa, porque no nos guste!”. Pero no se trata de un arrebato narcisista. Cioran es crítico consigo mismo, de modo libre, tal como lo es con otros. Corrigiendo la versión alemana de sus silogismos, admite: “¡Qué fatiga! Hay tanto mal humor en ese libro, que resulta repugnante e intolerable”. En otro momento, leyendo Orlando, de Virginia Woolf, declara haber tirado el libro, cuya lectura le parece “exasperante”. Y concluye: “El círculo de Bloomsbury no valía tanto”.
Una publicación que perfectamente puede ser el punto de entrada al pensamiento de este gran (autodefinido) iconoclasta: estos cuadernos toman la forma de una gran tela adobada por la ebullición intelectual de la Europa que ve el inicio de los 60 y los 70; un telón riquísimo que amerita una aún más profunda exploración respecto a los movimientos que pulieron a generaciones de artistas, quienes siguen convocándonos, como en el caso de Cioran, 25 años después de su muerte.